Sin amor, fe y esperanza en Dios, las riquezas mismas hacen de nosotros unos pobres infelices

« Lo que obtienes al alcanzar tus metas no es tan importante como en lo que te conviertes con el logro de tus metas” Henry David Thoreau (1817-1862)

La ambición y la avidez de riqueza no son pasiones justamente candorosas, inofensivas y sin riesgo alguno, sino todo lo contrario. El afán de poseer más de lo que se tiene o de llegar a ser alguien más importante, es una fuerza interior o inclinación muy intensa capaz de arrastrar al individuo hacia situaciones indecorosas y hasta negocios turbios, que pueden sacarlo de su eje existencial acostumbrado, convirtiéndolo en una persona descentrada e insensible .

Si se lo permiten, la codicia llega a endurecer cualquier corazón de poca fe y a ofuscar el entendimiento, llevando al individuo a servirse del consabido criterio utilitario en el trato con los demás, que siempre estima más la utilidad o el beneficio que una relación personal le puede brindar, que las cualidades humanas de la persona tratada. Esa actitud interesada y egoísta del ambicioso termina por estropear los verdaderos lazos de amistad y cariño que había creado anteriormenente, siendo una de las primeras víctimas: su propia vida matrimonial.

El Papa Benedicto XVI describió así los estragos que puede causar la avaricia en el alma humana: « La idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida.»

Es bueno tener presente que los efectos negativos del amor al dinero y de la ambición, no se manifiestan en la vida pública de las personas sino en su vida interior espiritual, es decir, en su carácter y en su modo de ser. La consecuencias de la codicia no se ven, pero sí se sienten.

Existen innumerables casos de personas en el mundo que por desear tener éxitos y alcanzar aún mayores ingresos económicos, se olvidan de sí mismos y llegan a menospreciar el valor y la importancia que tienen la fe, el amor y la esperanza en Dios para su vida espiritual, arriesgando dejarse vencer por la vanidad y la codicia, las cuales convierten a ese individuo con éxito y que logró sus metas, en un pobre ser humano carente de amor, vacío interiormente e infeliz .

« Porque la avaricia es la raíz de todos los males, y al dejarse llevar por ella, algunos perdieron la fe y se ocasionaron innumerables sufrimientos. » 1 Timoteo 6, 10

 

Acudamos a Dios para que haga lo que nosotros mismos no podemos hacer.

Todos conocemos los cuentos de niños de Superman y de la mujer maravilla que hablan de las proezas de seres humanos indestructibles, que hasta pueden volar como pájaros. O bien libros sobre superación personal, como por ejemplo la obra que se titula « El cielo es el límite » de Wayne Dyer, quien afirma que no existen límites para el ser humano y que somos dueños de nuestro destino y nuestro futuro.

Desde hace decenas de años la televisón, el cine y la literatura nos han llenado la cabeza con infinidad de cuentos, ilusiones e historias, que han surgido de la imaginación de sus autores. Ese torrente de fantasías que hemos estado asimilando, nos han llevado a creer que los seres humanos de hoy en día, somos casi « superhombres » y « supermujeres ». Cuando en realidad no es así. Seguimos siendo exactamente iguales a los hombres y mujeres de la Antigüedad, desde el punto de vista genético y biológico.

Amigo lector ahora me gustaría hacerte las siguientes preguntas: ¿Conoces claramente lo que eres capaz de hacer y lo que no eres capaz? ¿Sabes bien cuáles son tus límites como ser humano?  Y frente a Dios Todopoderoso y Creador del universo, ¿Recuerdas tu naturaleza de creatura mortal, frágil y limitada? ¿Reconoces tu dependencia y tu condición de hijo de Dios?

Ahora voy a mencionar sólo 3 de nuestras tantas imposibilidades:

  • no podemos dominar los eventos que suceden en la vida, ni siquiera nuestros pensamientos.
  • no podemos saber lo que sucederá en el futuro
  • no podemos saber lo que será de nuestra existencia, después de la muerte

Dios sí puede.
Y si Dios puede hacerlo y lo sabe todo de cada uno de nosotros, ¿cómo es posible que dejemos de acudir a nuestro Padre celestial que tanto nos ama, y que además por el amor a su creatura envió a su Hijo Jesucristo, para el perdón de nuestros pecados y para que anunciara la promesa de vida eterna en el Reino de los Cielos a toda la Humanidad?

El Rey David nos dejó en los Salmos una evidencia maravillosa de su poderosa fe y de su confianza en Dios, pero también nos demostró que él estaba muy consciente de lo que no era capaz de hacer, a pesar de ser rey de Judá. Y por eso acudía siempre a Dios, para todo aquello que estaba fuera de su alcance y su poder.

¡Recurran al Señor y a su poder, busquen constantemente su rostro; recuerden las maravillas que él obró, sus portentos y los juicios de su boca! Salmo 105, 4-5

Ten piedad de mí, Dios mío, ten piedad, porque mi alma se refugia en ti; yo me refugio a la sombra de tus alas hasta que pase la desgracia. Invocaré a Dios, el Altísimo, al Dios que lo hace todo por mí: él me enviará la salvación desde el cielo y humillará a los que me atacan. ¡Que Dios envíe su amor y su fidelidad! Salmo 57, 3-4

Los niños son más felices porque no les cuesta nada amar a la gente, y eso les hace tanto bien.

Si se hiciera una encuesta en el mundo entero sobre la felicidad en el ser humano, habría únicamente una pregunta, en cuya respuesta todos estaríamos de acuerdo: ¿quiénes son más felices, los niños o los adultos? Sin duda alguna, los niños son los seres humanos más felices que existen, y eso es así por la Gracia Dios.

Al nacer cada ser humano posee un alma de niño, que se manifiesta durante el breve período de la infancia, por medio de esas cualidades conocidas como son: la alegría de vivir, la ternura, la inocencia, la sencillez, la humildad, la sinceridad y la paz interior; virtudes espirituales éstas que caracterizan la forma de ser de todos los niños.

El encanto natural, la gracia que irradian, la irresistible ternura y lo que hace a los niños dignos de ser amados por los demás, está en su interioridad espiritual, en su gran capacidad de amar, en sus sentimientos, en sus actitudes, en sus pautas de conducta, es decir, en su vigorosa alma de niño.

Cuando somos adultos, la infancia la recordamos de vez en cuando como un paraíso dorado en el que una vez vivimos, e incluso ese tiempo maravilloso lo llegamos a extrañar como un divino tesoro que se nos fue, para nunca más volver.

Pero resulta que en realidad el tesoro de la niñez, todos los seres humanos sin exepción, lo tenemos siempre en nuestra personalidad en estado latente, no obstante, podemos ser capaces de activar las cualidades espirituales del niño que aún llevamos dentro, movidos por la inspiración del amor.

El orgullo y la vanidad que con el pasar de los años florecen y prosperan en el alma adulta, en primer lugar, nos hacen olvidar que una vez fuimos también niños cariñosos y alegres; y en segundo lugar, nos colocan sobre los ojos un velo, que no nos permite reconocer y apreciar esas cualidades del alma en los niños, que por momentos nos rodean, cualidades que podrían ser muy valiosas para nuestra propia vida y que merecerían ser imitadas.

En aquel momento los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: «¿Quién es el más grande en el Reino de los Cielos?» Jesús llamó a un niñito, lo colocó en medio de los discípulos y declaró: «En verdad les digo: si no cambian y no llegan a ser como niños, nunca entrarán en el Reino de los Cielos. El que se haga pequeño como este niño, ése será el más grande en el Reino de los Cielos.” Mateo 18, 1-5

En su respuesta Jesucristo dijo claramente lo que tenemos que hacer y dónde tenemos que buscar.
Somos nosotros mismos los que tenemos que cambiar y no los demás ni lo que está fuera de nosotros. Por lo tanto la búsqueda debe ser en el alma, en nuestra propia interioridad espiritual para poder llegar a ser como los niños. El gran tesoro está dentro de nosotros.

Nuestra vida está bien constituida con sufrimientos y placeres

« Tal vez hayan olvidado la palabra de consuelo que la sabiduría les dirige como a hijos: Hijo, no te pongas triste porque el Señor te corrige, no te desanimes cuando te reprenda; pues el Señor corrige al que ama y castiga al que recibe como hijo. Ustedes sufren, pero es para su bien, y Dios los trata como a hijos: ¿a qué hijo no lo corrige su padre? Si no conocieran la corrección, que ha sido la suerte de todos, serían bastardos y no hijos. » Hebreos 12, 5-8

Sabemos que muchos fenómenos naturales antagónicos forman parte del mundo en que vivimos, como por ejemplo: el dia y la noche, la lluvia y la sequía, la calma y la tempestad, el frío y el calor, etc. En nuestra vida igualmente pasamos por momentos que nos causan reacciones y estados anímicos contrarios: tristeza y alegría, dolor y satisfacción, sufrimiento y placer, odio y amor, etc. Dios al crear el universo, la naturaleza y el ser humano con su ilimitada sabiduría hizo una creación completa, que está en perfecto equilibrio. Por lo tanto, su obra es impecable y está bien constituida.

Dios el creador, todo lo sabe y todo lo conoce, PERO para nosotros como criaturas limitadas tanto lo que sucede en nuestra vida como lo que pasa en el mundo, es un inexplicable misterio y lo seguirá siendo por siempre.

Como hijos de Dios no solamente recibimos sus bendiciones, sino también su disciplina. Muchas veces es la vara de Dios que cae sobre nosotros por nuestro futuro bien y para la salvación de nuestra alma. Nos estremecen las duras pruebas que padecemos en la vida y vemos con asombro sus consecuencias inmediatas, pero en medio del dolor momentáneo no somos capaces ver con anticipación, el bien que le traerán posteriormente a nuestra vida esas dificultades y aflicciones desagradables.

Así como la ostra no produce perlas si no sufre una irritación causada por un elemento extraño, que se introduce en su organismo, así mismo en nuestra alma al pasar por enfermedades y contrariedades, se van formando las virtudes espirituales que contribuyen a nuestro fortalecimiento espiritual, y que después, como perlas invisibles enriquecen y adornan nuestro carácter.

Por eso, los creyentes cristianos podemos afirmar con propiedad que nuestra vida está bien constituída con tristeza y alegría, con sufrimiento y placer.

El amor verdadero es para corazones audaces y confiados

El amor es una doble manifestación de fe, puesto que uno al amar pone su confianza en sí mismo y también en la persona amada. En consecuencia, amar a alguién es actuar totalmente bajo la conducción de nuestra fe y de los sentimientos.

El proceso de enamoramiento podríamos ilustrarlo de la siguiente forma: Cuando aparece de improviso el sentimiento del amor en nuestra vida y ya lo hemos reconocido como tal, primero nuestro corazón nos confirma que es verdadero, y después, confiamos que es así. De la persona amada, nuestra alma nos dice que ella es efectivamente merecedora de nuestro amor y de nuestra confianza, y también decidimos confiar que es así. Esta es la audacia de la fe en el amor.

Cuando uno se pone a observar a las parejas en su entorno social, se puede notar que son pocas las que revelan estar enamorados de verdad y que se aman profundamente. El escritor francés François de La Rochefoucauld escribió refiriendose a esa realidad: “El verdadero amor es como los espíritus: todos hablan de ellos, pero pocos los han visto».

La gran mayoría de las personas se enamoran en algún momento de su vida, y llegan por lo tanto a sentir, cómo el espíritu del amor dentro de su ser, brota impetuoso y fluye como un manantial, y en consecuencia, viven interiormente esa experiencia única y maravillosa que es el enamoramiento, pero, debido a diversos temores que les asaltan, refrenan sus sentimientos y tras amarga lucha interior terminan por aplacarlos gradualmente.

Entre los miedos a la pasión del amor puro, están el temor de no ser correspondido o de ser engañado; y existen otros que son actualmente los más frecuentes, aquellos generados por la poderosa influencia que ejerce el medio socioeconómico y cultural que nos rodea, como el miedo de disgustar a la familia, el de contrariar las exigencias de la clase social, y aún más a menudo, el temor a sacrificar un acomodado y fácil estilo de vida que le puede proporcionar otro pretendiente más adinerado y de una mejor condición profesional.

Platón en la antigua Grecia, hablando del amor puro, dijo una vez: “No hay hombre tan cobarde a quién el amor no haga valiente y transforme en un héroe.”

De ahí se puede derivar, que el dejarse guiar por los sentimientos amorosos puros es efectivamente un acto de heroísmo, lo cual explica claramente entonces, que sean muy pocas las parejas verdaderamente enamoradas, que se logran ver hoy en día entre nosotros.

San Pablo en su primera Epístola a los Corintios Cap. 13, 4-7 hace una descripción magistral del amor verdadero: El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor.  El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.

Ése es el amor de los felices enamorados que son tan difícil de ver entre nosotros, ése es el amor que envalentona a los cobardes, el mismo que fabrica a los que podríamos llamar: héroes del amor.

Tu vida personal es el drama más importante del mundo y tú eres el protagonista.

Nuestra propia vida o existencia, que hemos recibido de Dios por medio de nuestros padres, no es solamente el bien terrenal más grande e importante que poseemos, sino que además, representa la única oportunidad que tenemos de vivir en este mundo.

Aunque estas circunstancias son muy ciertas, muy rara vez pensamos en esa realidad y por esa razón, tendemos a poner más atención en la vida de los demás, que en la nuestra. Estamos más pendientes de lo que hacen los otros con su vida, que lo que hacemos con la nuestra. Pocas veces pensamos en nuestro propio valor cuando nos relacionamos con los que nos rodean, y sobre todo, no estamos concientes de la gran importancia que tienen las funciones o roles que desempeñamos en nuestras relaciones con nuestros seres queridos.

Veamos de cerca algunos de esas funciones que desempeñamos a diario como: padres, esposos, hijos, hermanos, amigos, padrinos, tíos, etc. Reflexionemos también sobre el valor y la importancia que tiene nuestra actuación para ellos y sobre las grandes expectativas que ponen en nosotros esos seres queridos.

Si reflexionáramos sobre el significado de cada uno de esos papeles, y si además, tomáramos conciencia de la repercusión que tienen nuestros actos o palabras, si tuviéramos presente la gran importancia que tienen para nosotros los familiares y amigos, nos daríamos cuenta más a menudo del valor y de la relevancia que tiene nuestra función en ésos momentos.

En el gran escenario de nuestra existencia, somos siempre el protagonista principal o el personaje estelar de los acontecimientos que se dan en nuestra vida espiritual, en nuestra conciencia y en nuestro corazón.

Por eso, no deberíamos admirar ni envidiar aquellas personas que los medios de comunicación han seleccionado como los prominentes y las estrellas del escenario público mundial, ya que muchos de esos personajes han sido promovidos más por intereses comerciales y por negocios, que por obras realmente admirables.

¿De que nos sirve interesarnos por los otros y estar pendientes de lo que piensen o digan los demás, sino sabemos bien quiénes somos, ni sabemos lo que queremos hacer de nuestra vida y no escuchamos la voz de nuestra propia conciencia?

Nuestra vida espiritual es el escenario más importante y más trascendente, de todos los entornos en que podamos participar y desempeñar un papel durante nuestra existencia terrenal.

Así lo afirma Jesucristo con otras palabras cuando dice en el evangelio de San Mateo:
«Pues ¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma? O ¿qué dará un hombre a cambio de su alma?
Mateo 16, 26

¿Sabías que eres digno de la vida eterna?

En el libro de los Hechos de los Apóstoles (capítulo 13, versículo 46) se describe una escena interesante, en la que San Pablo al anunciar el evangelio a los paganos y a sus hermanos de raza en una plaza pública, los judíos contradecían con blasfemias lo que Pablo predicaba: “Entonces Pablo y Bernabé, con gran firmeza, dijeron: «A ustedes debíamos anunciar en primer lugar la Palabra de Dios, pero ya que la rechazan y no se consideran dignos de la Vida eterna, nos dirigimos ahora a los paganos.”

Me imagino lo triste y decepcionado que Pablo se habrá sentido en esa oportunidad, al presenciar cómo sus hermanos de raza judía mostraban con su actitud de rechazo, que no se creían dignos de la vida eterna, anunciada por Jesucristo y que fue después llamada la Buena Nueva o el Evangelio en la Biblia.

Los judíos esperaban ya desde siglos la llegada del Mesías. Cuando vino Jesús al mundo y se dió a conocer, muchos judíos creyeron que era el Mesías y lo aceptaron, sin embargo, muchos otros no creyeron y no lo reconocieron como tal, por falta de fe y porque no lo esperaban como una persona sencilla, mansa y humilde, sino como un guerrero libertador, fuerte y poderoso.

La gloriosa obra de Sacrificio y de Resurrección de Jesucristo por amor a la criatura humana y a Dios, el perdón de los pecados y la promesa de vida eterna para todos aquellos que creen en Él, son la esencia de la doctrina cristiana.

Pablo fue uno de los apóstoles que primero vislumbró y comprendió, que Jesucristo como Hijo de Dios, había abierto las puertas del Reino de los Cielos y había hecho dignos de la Vida eterna, a todos los individuos judíos y paganos que creyeran en Él.

Después de transcurrido más de 2000 años, el Evangelio de Jesús se ha extendido y enseñado en todos los continentes, y actualmente, se cuentan en miles de millones los cristianos en el mundo.

Pero, así como sucede en la educación y difusión de temas tan extensos y profundos como la religión, en que con frecuencia se tiende a andar por las ramas, también en la enseñaza del Evangelio se le ha dado más importancia a cuestiones secundarias como la moral y las buenas obras, que al asunto primordial de la promesa de vida eterna.

Si no sabías que eres merecedor de la vida eterna, espero de corazón que lo creas firmemente, para que de ese modo te consideres digno de ella y no descanses hasta alcanzarla con la guía del Espíritu Santo.

 

La esperanza de vida eterna es el ancla más firme en ésta vida dura, cambiante y agitada.

Cruz usada en las inscripciones de tumbas de cristianos

  «a fin de que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, los que hemos buscado refugio seamos grandemente animados para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como ancla segura y firme del alma, que penetra hasta detrás del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho, a semejanza de Melquisedec, sumo sacerdote para siempreHebreos 6, 18-20

 

Recuerdo un gran ancla de hierro, que estaba colocado frente a la entrada principal del Club náutico en mi ciudad natal. Era un ancla de varios metros de largo que pesaba varias toneladas, y que servía de símbolo de identificación de la actividad de ese centro social. La figura del ancla siempre ha servido de imagen representativa de los marineros y la navegación.

El ancla es un componente indispensable de los barcos, puesto que sirve para asegurar la embarcación en un lugar fijo cuando está detenida en el mar. Sin el ancla, la embarcación estaría vagando sin rumbo y sometida a las fuerzas de las olas y del viento.

Las primeras comunidades de cristianos en la antigüedad en el siglo I, utilizaron la cruz en forma de ancla en sus sepulcros y catacumbas, para simbolizar el deseo profundo de asegurar su alma en Jesucristo y en su promesa de vida eterna en el Reino de los Cielos.

La esperanza de la que San Pablo habla en los versículos mencionados de su carta a los Hebreos, no se refiere en nuestra vida terrenal sino a la celestial, después de la muerte. Por eso, el ancla como símbolo cristiano representa la esperanza de la salvación eterna.

El cristiano al poner su toda su fe en el Señor Jesucristo y en su promesa de vida eterna, puede entonces andar con mucho mayor seguridad y firmeza en el mar de penas, sufrimientos y aflicciones que contiene la vida, porque dispone de un ancla espiritual con que aferrarse a Dios en los momentos tempestuosos, y sobre todo, en la hora del inexorable naufragio fatal de la muerte.