Es tan triste el amor a las cosas, porque las cosas no saben que uno existe

De acuerdo a San Agustín de Hipona, conocido también como el gran filósofo del amor, existen dos clases fundamentales de amor Cháritas y Cupiditas, según sea el beneficiario u objeto a quien está dirigido nuestro amor. Con el término Cháritas se refiere Agustín al amor a Dios, al amor a los demás y al amor a sí mismo, el cual como es espiritual lo podemos sentir y expresar sólo en una relación con seres de naturaleza espiritual. Con la palabra Cupiditas se refiere al amor que sentimos y dirigimos hacia los objetos del mundo material, es decir, las cosas y bienes materiales.

En su concepto de amor San Agustín estableció también un orden o una jerarquía del amor, definiendo como superior al amor espiritual (Caridad) y como inferior al amor por las cosas del mundo. El amor espiritual que se siente por alguien, lo concibió Agustín como un movimiento particular del alma que suscita la persona amada, y cuando ese amor es correspondido de igual forma, se establece entonces una relación recíproca con fuertes lazos espirituales de amor firme y duradero.

De allí se desprende ese importante consejo de Agustín para nosotros, de que debemos procurar escoger bien los destinatarios u objetos de nuestro amor, ya que de eso va a depender en gran medida nuestra felicidad o infelicidad en la vida. Supongo que ustedes estarán de acuerdo conmigo, en que no es lo mismo amar a la madre o a un hijo, que amar un vestido, un anillo de diamantes o el dinero.

El estilo de vida moderno en el que vivimos en nuestra sociedad de consumo, nos persuade constantemente a creer que en el consumo y acumulación de cosas y bienes materiales encontraremos la felicidad. Eso es una falsa ilusión, y sin embargo, demasiada gente tiende a darle su preferencia a tomarle cariño a las cosas en lugar de amar más a las personas.

La frase del poeta español Rafael Cansinos que hace de título «Es tan triste el amor a las cosas, porque las cosas no saben que uno existe» la he escogido, porque ella expresa de forma clara y acertada la gran desventaja del amor a las cosas: su imposibilidad de responder con el mismo cariño, puesto que los objetos materiales ni siquiera saben que uno existe. El amor a las cosas es inferior, triste e insuficiente, y en consecuencia, solamente puede generar desdicha y el temor de su pérdida a sus dueños.

Por poseer nosotros seres humanos un espíritu de origen divino y superior, si deseamos disfrutar de una felicidad más plena y duradera en esta vida terrenal, debemos seguir el maravilloso consejo de Jesucristo al escoger los destinatarios de nuestro amor:

Jesús respondió: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos». Marcos 12, 29-31

La esperanza eterna le da sentido a tu vida en el presente

el navío llamado Esperanza

Esto dice San Pablo magistralmente sobre la esperanza cristiana:

Porque solamente en esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve? En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia. Romanos 8, 24-25

La fuerza vigorosa, la propagación y el crecimiento del cristianismo en el mundo desde sus inicios hasta la actualidad, se ha sustentado y se ha nutrido de ese maravilloso encuentro del ser humano con el Dios eterno, Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra; pero sobre todo se ha nutrido del encuentro con esa esperanza viva de la vida eterna prometida por nuestro Señor Jesucristo, una esperanza inimaginable, tan grande, tan maravillosa, tan poderosa que supera con creces cualquier otra expectativa común de la vida humana como son: el triunfo, el poder, la libertad, la gloria, la salud, la riqueza, la familia, el trabajo y la fama.

La esperanza nos anima a vivir esperando en sus promesas y a tener confianza en Dios, aún en medio de las horas más oscuras de la historia de la humanidad, aún en medio de las dificultades de la vida cotidiana, incluso en medio de las grandes contrariedades como la enfermedad y la muerte que encontramos en la realización de nuestra misión en la vida.

La esperanza nos conduce a contemplar el futuro con confianza, porque tenemos la mirada puesta en el Señor Jesús. Cristo es la esperanza que no falla nunca, para aquellos que creen en él.

La actitud de la esperanza es la cualidad por excelencia que caracteriza a los creyentes de fe firme, porque saben que Dios es fiel y que Dios ha cumplido su promesa en la obra Redentora y de Salvación de Jesús nuestro Señor.

El cristiano que cree y se aferra a la promesa de vida eterna se convierte en un ser esperanzado, lo cual es muy diferente a una persona optimista. Para ilustrar mejor esta diferencia tendríamos que imaginarnos las dos posibles condiciones antagónicas de vida que todos enfrentamos en nuestra existencia: las épocas de buen tiempo cuando todo va bien y las épocas de las tormentas cuando todo va de mal en peor.

En las épocas de buen tiempo es fácil ser optimista, pero durante las tormentas de la vida el optimismo se tambalea y se agota. Por el contrario, el esperanzado está confiado y fortalecido por su fe tanto en las épocas de buen tiempo como de las tormentas.

Con la ayuda de la siguiente metáfora náutica, trato de representar con símbolos de la navegación a vela en el mar, la enorme importancia del papel que cumple la esperanza en nuestras vidas como el vehículo que nos carga y nos lleva:

El amor de Dios, cual viento espiritual inagotable, está soplando siempre.
Por eso, para aprovecharlo tenemos solamente que izar las velas de nuestra fe, para que con la viva esperanza como navío, seamos capaces de navegar sin temor alguno en el tempestuoso mar de la vida, rumbo a las playas eternas de nuestra patria celestial.

 

La Gracia de Dios es tan vivificante y gratuita como la lluvia

La vida espiritual interior del ser humano, la podría uno imaginar como un arroyo que fluye silencioso e invisible detrás de la vida pública y aparente, que la persona muestra a los demás.

El caudal espiritual de nuestra vida estaría formado por los innumerables pensamientos, juicios, recuerdos, deseos, intenciones, anhelos, sentimientos, congojas, tristezas, emociones, pasiones, odios, amores, ambiciones, virtudes, remordimientos, pesares, tormentos, etc. que contínuamente generamos, sentimos, padecemos y que muchas veces hasta nos asaltan de improviso.

Todo ese caudal de experiencias y vivencias íntimas están contenidas y almacenadas en nuestra memoria y en nuestra conciencia. Por eso es que cuando recordamos alguna experiencia vivida en el pasado, nos fluyen las imágenes de nuevo y las evocamos o percibimos nuevamente en nuestra mente, como si fuera el rodaje de una película cinematográfica que ya hemos visto. Nuestra vida interior es como un río espiritual que corre secretamente sin darnos cuenta en absoluto.

Así como el agua es la fuente de vida de todos los organismos vivos, en el caso exclusivo de los seres humanos por estar compuestos de un cuerpo físico y un alma espiritual, es necesario adicionalmente un manantial espiritual del que pueda brotar el divino torrente que alimente el espíritu humano, es decir, la fuente del ánimo, de la voluntad, de la fe, del amor, del consuelo, de la esperanza, del entusiasmo, de la paz interior, de la inspiración y de tantas otras facultades espirituales que poseemos.

« doble falta ha cometido mi pueblo: me ha abandonado a mí, que soy manantial de aguas vivas, y se han cavado pozos, pozos agrietados que no retendrán el agua. » Jeremías 2, 13

La expresión agua viva que se menciona tanto en el Viejo como en el Nuevo Testamento, según mi interpretación, sirve como símbolo de las fuerzas espirituales y eternas que Dios derrama y hace fluir entre nosotros para darle vida a las almas. De modo que únicamente los seres humanos necesitamos dos fuentes de vida: el agua natural para el cuerpo y el agua viva para el alma.

La Gracia es el favor divino o la ayuda que Dios nos concede sin ser dignos de recibirla como premio, y sin tomar en cuenta el hecho de que nuestras obras hayan sido buenas o malas.

San Agustín considera la Gracia de Dios como una ayuda duradera, indispensable y gratuita para el ser humano. Es una ayuda duradera porque es de naturaleza espiritual y actúa en nuestra alma directamente. Es una ayuda indispensable, porque sencillamente el hombre por sí mismo, no puede salvar su propia alma. No le bastan las fuerzas de su naturaleza para reparar el daño que ha hecho el pecado. Por eso, necesitamos siempre la ayuda de Dios. Sólo Dios puede sanar y salvar nuestra alma.

No solamente el buen ejemplo y la doctrina del Evangelio animan a ser rectos y a vivir bien. Dios también corrige la naturaleza humana y obra efectivamente en su interioridad por medio del Espíritu Santo, quien inspira la inteligencia y enciende la voluntad con su amor.

El Espíritu Santo es el verdadero autor de las buenas obras

En el caso de las conocidas como
buenas obras de los hombres y mujeres en las iglesias cristianas, se omite por lo general, concederle el mérito a quién lo merece y le corresponde, a ese que es el verdadero autor de las buenas obras que puede llegar a realizar el ser humano: el Espíritu Santo o Espíritu de Dios.

Hoy en día, el Espíritu Santo es el gran Ilustre Desconocido, a quién apenas se nombra y se le reconoce su maravillosa obra en nuestra alma, para que en consecuencia y con su divina guía, el individuo desee hacer esas buenas obras que son presenciadas y vistas por la gente.

Cuando alguien que ha sido inspirado y guiado en su corazón previamente por el Espíritu de Dios, para realizar una buena obra para el prójimo, y que por honrarse a sí mismo no reconoce de manera expresa la autoría del Espiritu Santo del impulso que lo motivó a actuar así, sino que piensa que el mérito ha sido únicamente suyo, se podría entonces afirmar, que esa persona se está vistiendo con plumas ajenas.

Todo acto humano voluntario lleva consigo una intención o un propósito. El pensamiento o la idea original que motiva al individuo a realizar el acto voluntario tiene únicamente dos testigos presenciales: la conciencia de la persona y Dios. Por lo tanto, la intencion inicial es absolutamente secreta, y nadie más tiene acceso directo a la verdad de la intención. Vemos las obras que hace la gente, pero no sabemos si la intención del corazón fue buena o mala y si fue sincera o falsa.

Sabemos que la conciencia, la voluntad y el intelecto son potencias del alma humana. Por ser de naturaleza espiritual son fuerzas invisibles e inmateriales, que juntas gobiernan los actos voluntarios de la persona. Lo que quiere decir, que primero tiene que surgir un pensamiento o un deseo del alma (acto interior), para que se genere el impulso y se desencadene una serie de procesos y acciones en el cuerpo y se realize finalmente el acto exterior (la obra) de la persona.

Sin el acto interior o impulso inicial en el alma o dimensión espiritual del individuo, no puede darse el acto exterior del cuerpo. El acto espiritual interior precede al acto corporal exterior o público.

Enaltecerse y honrarse a sí mismo con méritos de otros, no es muy bien visto ni por nuestros semejantes y ni mucho menos por Dios:
« Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. » Mateo, 23, 12

Aceptar con humildad nuestra dependencia de Dios y reconocer abiertamente la obra del Espiritu Santo en nuestra vida interior, es la actitud correcta con nosotros mismos y con respecto a Dios, de lo contrario nos engañamos a si mismo y nos burlamos de los demás.

Todo el que hace buenas obras a sus semejantes, de corazón y sin esperar nada a cambio, debería estar siempre consciente de que es un deudor muy afortunado del Espíritu Santo: el verdadero autor de las buenas obras!

 

Amar a los demás es lo que te hace digno de ser amado

Te has preguntado alguna vez en tu vida: ¿si te mereces que alguien te ame, o dicho de otro modo ¿si te has hecho digno de ser amado por alguien?

Supongo que muy pocas personas se habrán hecho esa pregunta, debido a que todos creemos o nos imaginamos que poseemos buenas cualidades que gustan o atraen a los demás.  Esa supuesta atracción la aceptamos como una realidad en nuestras vidas y en consecuencia, nos dedicamos a adquirir más atributos (cuerpo y aspecto atractivos, profesión académica, alto ingreso mensual, conocimientos) que nos distingan para hacernos aún más atractivos.

Sin embargo, nos olvidamos que el hecho de hacernos atractivos no es en absoluto suficiente para ser amados por alguien. Una cosa es ser una persona atractiva y otra muy diferente es ser una persona digna de ser amada. Primero, debemos ser capacez de amar a los demás, para llegar a merecernos ser amados por alguien.

San Agustín después de haber meditado profundamente sobre la caridad, logró llegar a la conclusión de que el amor es la cualidad espiritual por excelencia que le transmite la belleza al alma humana, y así lo manifestó a sus oyentes en uno de sus sermones, con la siguiente sentencia:
“La belleza crece en ti en la misma proporción en que crece tu amor, puesto que el amor mismo es la belleza del alma.”

Agustín define al amor como el ingrediente indispensable que hace crecer o aumentar la belleza, la hermosura o el encanto en un ser humano de manera efectiva y duradera. Entre más capaz sea una persona de amar al prójimo como así mismo, más merecedora será esa persona de ser amada por los demás.

El amor es un arte que hay que aprenderlo amando. Es necesario amar a alguien para aprender el arte de amar.

Y ahora, un par de preguntas más para meditar:
¿Cuanto tiempo ocupas diariamente en amar a los demás?
¿Has amado tanto a alguien como para que merezcas ser amado de igual forma?

San Juan de la Cruz en su obra Cántico espiritual, describió con la siguiente frase lo que se puede llamar la ley del amor cristiano: “sólo con amor el amor se paga”

Toda persona que ama incondicionalmente a otros, recibe amor en gratificación y recompensa.

La Biblia es guía eficaz y segura para la vida

Nuestra conciencia, nuestras ideas, nuestros sentimientos, nuestras vivencias espirituales, es decir, nuestro mundo interior, es lo más verdadero y auténtico de nuestra existencia, y por esa sencilla razón, es lo que más deberíamos de consultar y escuchar a la hora de tomar decisiones en la vida.

Eso justamente, es lo que han hecho los grandes héroes de la fe, como el rey David de Judá hace más de 3000 años, quienes han quedado como modelos a imitar para toda la humanidad, y de quienes todos nosotros podríamos aprender muchísimo.

Fíjense en ésta manera tan expresiva y al mismo tiempo tan solícita y cariñosa, con la que David dice para sus adentros clamando: ¿Alma mía por qué te abates, por qué te turbas dentro de mi? (Salmo 42)

¿Quién no se ha sentido alguna vez, así de triste, de abatido interiormente, de turbado y desconsolado como se sintió  David en ese momento?

La Biblia, además de ser la Santa Palabra de Dios y de servir de alimento espiritual para la humanidad, en élla estan descritos y reflejados todos aquéllos estados y las pasiones del alma humana, que todo hombre y mujer han experimentado y padecido en algún momento de su vida. Por esa razón, se podría considerar la Biblia como el espejo veraz y probado del espíritu humano, de todos los tiempos.

Ese salmo de David, es por cierto, una muestra excelente y práctica del amor a sí mismo, al que se refirió Jesucristo en su mensaje sobre el mandamiento más importante.

El amor a sí mismo consiste en atender a nuestra propia alma apropiadamente y corresponder en lo posible sus necesidades fundamentales que son: el conocimiento de la verdad, el amor puro (caridad), la fe y la esperanza.

La lectura de los salmos de David en la biblia, ha sido para mi una fuente maravillosa de consuelo, de comprensión y de solidaridad espiritual, porque los salmos me enseñaron en primer lugar, una manera de acudir a Dios por su ayuda y de expresar acertadamente mi propia aflicción y sufrimiento, y en segundo lugar, me enseñaron que otras personas tambien habían experimentado experiencias tormentosas en sus vidas y que habían sufrido en una forma muy similar a la mía.

Si en alguna de las innumerables luchas que la vida nos pone en nuestro transitar, nuestra alma se llegara abatir por algo, si nos sentimos derribados moralmente, lo mejor que podemos hacer es, recogernos en la intimidad de nuestro ser, estar dentro de sí, centrárnos en lo más profundo de nuestra alma, y dirigirnos a élla y alentarla cariñosamente con las poderosas promesas que Dios nos ha revelado en su Palabra, tal como lo hizo el rey David durante su tortuosa vida.

La renunciación por amor es una forma de amar incondicionalmente

En el viejo testamento hay un episodio en la vida de Salomón descrito en el Libro de Reyes capítulo 1, 23-27, que se hizo famoso por su exhibición de sabiduría y que se conoce como la decisión salomónica, el cual también revela de manera ejemplar que el sacrificio forma parte del amor profundo:

La disputa era entre dos mujeres, el hijo de una de las cuales había muerto; pero ambas decían ser la madre del niño vivo.
Y dijo Salomón—Traedme una espada.
Y trajeron al rey una espada. En seguida el rey dijo:
—Partid en dos al niño vivo, y dad la mitad a la una y la otra mitad a la otra.
Entonces la mujer de quien era el hijo vivo habló al rey, y le dijo:
—¡Ah, señor mío! Dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis.

En ésta historia, la verdadera madre para evitar que mataran a su hijo, renuncia por amor a su justo derecho y prefiere dárselo a la otra mujer.

Éste incidente muestra igualmente, con qué facilidad el amor incondicional se transforma en renunciamiento. En consecuencia, se puede afirmar que la renuncia es una manifestación de amor asi como también una forma de amar. El sacrificio y el amor verdadero son inseparables, que no existe amor sin sacrificio y viceversa, convirtiéndose uno en el otro, de ese modo tan natural como se transforma el día en la noche.

El amor es la fuente del espíritu de sacrificio, que nos persuade y predispone a dar el paso sin vacilar para abstenernos, puesto que es el amor mismo lo que hace desarrollar en la persona la disposición necesaria y genera esa fuerza de voluntad que nos hace capaces de renunciar a algo que consideramos muy importante. Nos faculta para desprendernos de algún objeto valioso e incluso para despojarnos de actitudes egoístas y otros hábitos negativos que hemos adquirido. Sin sentir ese amor, simplemente no tendríamos la capacidad para sacrificarnos por alguien.

El renunciamiento es un acto espiritual. Es la disposición del alma impulsada por la clara intención de manifestar su amor a la persona amada. La renuncia por amor, es quizás el ejercicio espiritual más efectivo para liberarse de las cadenas del egoísmo, puesto que permite olvidarse de sí mismo para complacer al otro.

Uno de sus frutos más notable es el demostrar y declarar una vez más, el amor que le profesa quien se sacrifica a la persona amada. Esa demostración a su vez alimenta y hace crecer el amor en la persona amada por su pareja.

Entre personas que se aman de verdad, las renuncias y sacrificios forman parte integrante de su relación. Y entre más profundo sea el amor que se tengan, más grandes serán los sacrificios que estén dispuestos hacer el uno por el otro.

San Agustín de Hipona lo expresó en su grandiosa cita sobre el amor: «Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos».