Ésta es una de las diversas expresiones que el predicador inglés Charles H. Spurgeon utilizó para describir lo que la muerte significaba para él como cristiano creyente.
Me imagino que cada persona a su manera y en algún momento de su vida ha pensado en la muerte y que se ha hecho su propia concepción de la muerte. Como también debe haber gente, que el pensamiento acerca de la muerte nunca les ha pasado por la mente, o ven la muerte como algo tan lejano como si jamás hubiese de llegar.
Todos sabemos muy bien que vamos a morir algun dia, pero supongo que es por nuestro instinto natural de supervivencia, que suprimimos los pensamientos acerca de nuestra muerte.
Sin embargo, creo que con la edad entramos en una etapa de nuestras vidas en el que uno reflexiona más a menudo sobre su propia existencia, y afloran entonces los temas de la muerte y de nuestro destino más allá. Éste es el momento preciso e indicado, para traer a nuestra memoria la maravillosa esperanza de la vida eterna, a la cual estamos llamados todos aquellos que creen en el señor Jesucristo, y que esa realidad de la vida eterna la podemos comenzar a vivir desde ahora, en la medida en que tengamos puesta la mirada en esa meta eterna.
Como yo me encuentro en esa fase de la vida, quisiera compartir algunas reflexiones y pensamientos muy inspiradores, esperando que les puedan servir de inspiración igualmente a ustedes.
Desde el mismo instante de nuestra concepción, los seres humanos recibimos de Dios el alma inmortal como constituyente de nuestra existencia, que se manifiesta en esa fuerza substancial y el propósito natural de vivir que todos poseemos, a la que los antiguos sabios llamaron el ánimo o aliento de vida.
Nuestro ser está formado entonces de dos dimensiones: el cuerpo (dimensión física) y el alma (dimensión espiritual).
Pero no debemos olvidar que desde el momento en que nacemos, por estar sujetos a la muerte física, empezamos tambien a morir, al activarse algo así como la cuenta regresiva de nuestro tiempo de vida en este mundo.
En su obra “Sueño del infierno” el escritor español Francisco de Quevedo (1580-1645) escribe “ …ningún hombre muere de repente, y de descuidado y de divertido sí. Cómo puede morir de repente, quien desde que nace ve que va corriendo por la vida y lleva consigo la muerte? ….. No os habeis de llamar, no, gente que murió de repente, sino gente que murió incrédula, de que podía morir así.”
Puesto que nuestro cuerpo dentro de poco tiempo va a ser incorporado en el suelo, para servir, en el mejor de los casos, de abono orgánico, y que tenemos un alma inmortal, lo mejor que podemos hacer es pensar bien dónde va a pasar la eternidad esa alma nuestra.
El tiempo es corto y la eternidad larga, es razonable que vivamos esta breve vida a la luz de la eternidad.
Nuestra alma vive en un cuerpo muy frágil y susceptible a enfermedades o accidentes, que pueden en cualquier momento perjudicar sus funciones vitales, pudiéndonos convertir en un instante en enfermos, o dicho de otra manera: en moribundos curables. Después de transcurrido los años y de haber consumido nuestro tiempo de vida, ya una vez viejos, nos convertiremos en moribundos incurables, para algún día, por causa de muerte, tener que dejar ésta tierra para despertarnos en el reino de los vivos.
Sí, esa es la buena nueva (el evangelio) que Jesucristo, nos trajo y predicó para toda la humanidad. Una nueva tan buena que nada lo puede igualar, la bendita nueva de que Dios descendió al hombre para que el hombre al morir pueda ascender al reino de Dios.
Por eso es que el cristiano que cree firmemente en su Redentor Jesucristo quien resucitó y vive para siempre, concibe la muerte como un amanecer, como el momento en que empieza a cumplirse esa gloriosa esperanza viva, basada en las promesas de vida eterna que fueron pronunciadas por el mismo Hijo de Dios:
„Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Ustedes están muy equivocados.” Marcos 12,27
«En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes. » Juan 14, 2-3
Por lo tanto, para los cristianos creyentes la muerte no es el ocaso, ni mucho menos el final, sino el comienzo de la verdadera vida, la vida eterna.
San Agustín llamaba gran pensamiento al pensamiento de la eternidad. A la luz de este gran pensamiento, los santos miraban los tesoros y grandezas de la tierra como si fueran paja, fango, humo, basura.
Este pensamiento ha comunicado valor indomable y fortaleza a innumerables mártires para soportar con gran firmeza los sacrificios a que fueron expuestos.
En su escrito “Idea de la muerte” el filósofo tomista Manuel García Morente (1886-1942) dice: el hombre que en la muerte vea el comienzo de la vida eterna, de la verdadera vida, tendrá que considerar esta vida humana terrestre -la vida biológica que la muerte suprime- como un mero tránsito o paso o preparación efímera para la otra vida decisiva y eterna.
Dichosa el alma que vive siempre con la mira puesta en la Eternidad, dice San Pablo, vive de la fe, de esa fe que conserva a los justos en la gracia y amistad de Dios; de esa fe que infunde la vida en las almas, desprendiéndolas de los afectos terrenos y poniéndoles siempre a la vista los bienes eternos que Dios tiene preparados para los que le aman.
El tránsito de la vida terrenal a la existencia eterna del ser humano, lo explica Dante Alighieri en uno de los versos de Canto del purgatorio en su obra “la divina comedia” con la siguiente alegoría: ¿No os dais cuenta de que somos gusanos nacidos para formar la angélica mariposa que dirige su vuelo sin impedimento hacia la Justicia de Dios?
Deseo terminar con una preciosa reflexión de Charles H. Spurgeon, autor de la frase que hace de título de ésta reflexión, quien tenía un talento extraordinario para imaginar y describir escenas muy ilustrativas de lo que podría ser la vida celestial, las cuales nos pueden ayudar a figurarnos la vida eterna que nos espera después de morir.
«Las cosas que no se ven..» 2. Corintios 4:18
Es bueno que la mayor parte del tiempo de nuestra peregrinación, estemos mirando hacia adelante. Más allá está la corona, más allá, la gloria. El futuro debe ser, al fin y al cabo, el gran objeto de la fe, pues él nos trae esperanza, nos comunica gozo, nos consuela e inspira nuestro amor. Al mirar hacia el futuro, vemos eliminado el mal, vemos deshecho el cuerpo del pecado y de la muerte y al alma gozando de perfección y puesta en condiciones de participar de la herencia de los santos en luz. Mirando aún más allá, el iluminado ojo del creyente puede ver cruzado el río de la muerte, vadeado el sombrío arroyo, y alcanzadas las montañas de luz donde está la ciudad celestial. El creyente se ve a sí mismo entrando por las puertas de perla, aclamado como más que vencedor, coronado por las manos de Cristo, abrazado por Jesús y sentado con Él en su trono, así como Él ha vencido y se ha sentado con su Padre en su trono. La meditación en este futuro puede disipar la noche del pasado y la niebla del presente. Las alegrías del cielo compensarán las tristezas de la tierra. ¡Afuera mis temores! La vida en este mundo es corta; pronto la acabaré. ¡Afuera mis dudas! La muerte es sólo un pequeño arroyo; pronto lo cruzaré. ¡Cuán corto es el tiempo! ¡Cuán larga la eternidad! ¡Cuán breve es la muerte, cuán infinita es la inmortalidad! Me parece estar ahora mismo comiendo de los racimos de Escol y bebiendo del manantial que está del otro lado de la puerta. ¡El viaje es tan corto…! ¡Pronto estaré allí!