Ya no tendrán hambre ni sed, ni el sol los abatirá, ni calor alguno, pues el Cordero en medio del trono los pastoreará y los guiará a manantiales de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos.
Apocalipsis 7, 16-17
En la vida cuando estamos pasando penas y dificultades, siempre esperamos que las aflicciones y los problemas que nos aquejan terminarán algún día y que entonces habrá un nuevo comienzo. Asi como lo hemos experimentado en esas desagradables ocasiones, cuando por algún problema serio o una enfermedad que nos agobia, no podemos dormir en la noche y anhelamos con ansia el nuevo amanecer.
Los niños por su natural carácter poseen una gran fe, la cual los capacita de una manera extraordinaria a confiar y esperar siempre lo mejor en el futuro. Ellos están contínuamente llenos de confianza y esperanza en lo que concierne a su porvenir personal, porque saben que cada día trae un nuevo amanecer y con él vienen nuevas experiencias y oportunidades. Dios les ha concedido a los niños esa profunda fe como un exclusivo don y privilegio.
Por cierto, yo no he tenido la lamentable experiencia de conocer a un niño de una familia creyente con una enfermedad mortal, y sin embargo, me puedo imaginar que si sus padres le enseñan a su hijo sobre la promesa del Señor Jesucristo de vida eterna en el Reino de los Cielos, ese niño enfermo antes de morir creerá la promesa y la esperará confiado, porque sus padres así se lo han testificado.
A diferencia de los niños, los adultos poseemos más conciencia y muchos más conocimientos que los niños, pero menos fe y menos esperanza que ellos. Debido a que Dios, le ha otorgado al ser humano adulto la plena libertad de poder elegir entre creer o no creer en Él y en la vida eterna.
Entre la infinidad de realidades que conocemos de la vida se encuentra la de nuestra muerte inevitable y la agonía que la precede y acompaña. Es por eso que nuestro gran dilema existencial ante la muerte será entonces: creer en Dios o no creer.
A la agonía se le puede comparar con una larga y oscura noche que le trae a nuestra existencia tinieblas, frío, soledad y cansancio.
El amanecer, por el contrario, le trae y obsequia luz, calor, vida abundante y energía vital a nuestra vida.
No deberíamos fijarnos tanto en los problemas y miserias del momento presente, sino más bien procurar recordar las misericordias recibidas del Señor en el pasado y dirigir nuestra mirada hacia el futuro, para poder vislumbrar las glorias que están reservadas para nosotros en la vida eterna más allá de los cielos.
Cuando te encuentres en el atardecer de tu vida en la vejez y se vaya aproximando la última y larga noche de la muerte, te ruego que esperes lleno de fe y esperanza el deslumbrante amanecer eterno de la vida nueva y abundante, que nos prometió Cristo Jesús.
Yo soy la puerta; si alguno entra por mí, será salvo; y entrará y saldrá y hallará pasto. El ladrón sólo viene para robar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.
Juan 10, 9-10