El trío maravilloso de requisitos para la fe en Dios: la confianza, el amor y la humildad de un niño

La beata Teresa de Lisieux (1873-1897) escribió lo siguiente sobre la interioridad infantil:

„Ved al niño: está lleno de defectos, es ignorante, no sabe nada, todo lo rompe, cae a cada momento en las mismas faltas, y, no obstante, este niño es muy cándido, vive en paz, se divierte y duerme tranquilo. ¿Sabéis por qué? Tiene la simplicidad interior, se conoce tal cual es, acepta en paz la humillación de su estado, confiesa su ignorancia, su inexperiencia, sus defectos; a todo responde: «es verdad», y, cuando ha hecho esta confesión, en lugar de avergonzarse. de llorar, o de enfadarse por ello, se va a jugar. habla de otras cosas como de ordinario. He aquí el secreto de la paz interior: la simplicidad de la infancia. ¡Ah! creedme. poned vuestra paz interior en esta sencillez de niño, y será inalterable. Si queréis ponerla en vuestra enmienda, en vuestros progresos en la perfección, no la tendréis nunca. He aquí una razón profunda: es que, cuanto más nos acercamos a Dios, más descubrimos nuestra miseria y nuestra nada y he aquí por qué cuanto más santa es el alma, es también más humilde..”

Hacernos pequeños como un niño supone dar un golpe mortal al orgullo y a la vanidad que nos impiden abandonarnos y descansar en Dios, lo que en consecuencia también nos incapacita para vivir una vida más espiritual. Las obras que se hacen para causar la admiración de la gente no son las que tienen valor, sino el amor por el cual se hacen y con el que están vivificadas. Dios no necesita nuestras obras deslumbrantes, ni nuestro afán de destacarnos sobre los demás. Lo que Dios busca es nuestro amor hacia al prójimo y a Él. El amor puede vivificarlo todo: desde la obtención de un premio nobel hasta el trabajo tan trivial de pelar papas en una cocina.

LO MARAVILLOSO DE TENER ALMA DE NIÑO

Lo que le da alegría y color a ésta vida que vivimos y sufrimos debajo del sol, son esos bellos estados del alma, que surgen de la bóveda que guarda el tesoro de nuestra infancia y que como los genios bonachones de las fábulas, salen de su claustro en el precíso instante en que los necesitamos, para endulsar y sosegar los inevitables sinsabores, problemas y dificultades de la existencia humana.

Sin el condimento del buen ánimo, la alegría de vivir, la diversión, la ternura, la inocencia, el deleite en las cosas sencillas y el encanto de la credulidad, atributos todos del alma de niño, la vida humana no sería digna de ser llamada vida.

El alma de niño tiene además en nosotros los adultos otra función importantísima de socorro y protección, ya que es también el chaleco salvavidas espiritual con el que hemos sido dotados por Dios, para poder mantenernos a flote en esos mares de penas y aflicciones, que con frecuencia tenemos que atravesar en el transcurso de nuestra vida. Las cualidades como la alegría, credulidad, inocencia, sencillez, humildad, sinceridad y paz interior, son virtudes que caracterizan la forma de ser de los niños.

Por experiencia propia, sabemos que esas son sólo algunas de las grandes cualidades, que el ser humano posee en su caudal natural de facultades espirituales, pero que durante el avance de su desarrollo hacia su condición de adulto, van siendo gradualmente arrinconadas y sustituidas por otros estados del alma más insensibles, y debido también a las duras experiencias, prejuicios o suspicacias aprendidas, terminan siendo aplacadas.

Sin embargo, lo importante es recordar que esas nobles virtudes son innatas, que aún forman parte integrante de nuestro ser y que están, aunque algo adormecidas, siempre presentes en nosotros.

Para ilustrar ésta tematica algo abstracta, voy a recurrir al Análisis Transaccional, el cual es una teoría de la personalidad y de las relaciones humanas creada por  el Dr. Eric Berne (1910-1970), médico psiquiatra norteamericano, que ha logrado explicar de una forma genial y muy práctica el funcionamiento de la personalidad humana, ya que se basa en el análisis de los estados del yo, las relaciones sociales y los guiones de vida.

Berne afirma que todos los seres humanos manifestamos tres estados del Yo: Padre, Adulto y Niño; definidos como sistemas coherentes de pensamiento y sentimiento exteriorizados por los correspondientes patrones de conducta. Es importante saber que éstos tres estados del Yo no son simples papeles que se desempeñan sino realidades psicológicas de la persona.

El estado del Yo es producido por la reproducción de datos registrados de acontecimientos vividos en el pasado, y que se refieren a personas reales, tiempos reales, lugares reales, decisiones reales y sentimientos también reales. Las personas normalmente interactuan entre sí desde estas tres posiciones psicológicas distintas o estados del Yo. Se considera que la mayoría de las personas tienen la tendencia inconsciente de funcionar más desde una de estas  tres posiciones y mantienen códigos de lenguaje específicos en cada caso.

En este escrito me voy a referir exclusivamente al estado del yo Niño (alma de niño), que Berne definió como“una serie de sentimientos, actitudes y pautas de conducta que son reliquias de la propia infancia del individuo”. 

Como sabemos, cada uno de nosotros lleva dentro un niño. Ese niño que una vez fuimos. Y cómo todos hemos sido niños, es por lo tanto muy normal que algunas veces sintamos, pensemos, hablemos o actuemos como cuando éramos niños, tanto a solas como en nuestras relaciones con los otros.

La conducta del estado del Yo Niño está regida por nuestros sentimientos, deseos y nuestras necesidades biológicas y psicológicas básicas. Es muy importante que conozcamos nuestro estado del yo Niño, no sólo porque nos acompaña toda la vida, sino porque es la parte más valiosa de la personalidad, ya que allí se encuentran nuestros deseos y anhelos más profundos de amar y de ser amado, de sabernos seguros y comprendidos, nuestras motivaciones, la ilusión de vivir, la capacidad de disfrutar, el amor propio, etc.

El Niño natural es también la parte más genuina de nosotros mismos, la que ríe o llora cuando lo siente, que se pone triste o contento en consonancia con los acontecimientos, que dice las cosas tal como las siente, sin restricciones y tabúes, sin prejuicios, la que se asombra con cualquier cosa, que se rebela en las injusticias, que sueña, que cree e intuye todo lo invisible y lo incomprensible. Es además la fuente originaria de la energía vital que como motor vigoriza y moviliza a los estados del Yo Adulto y Yo Padre.

En su aspecto positivo, este estado del yo Niño se manifiesta de forma natural y espontánea, siente y vive las emociones auténticas de manera plena, gusta de disfrutar la alegría de vivir compartiendo con otras personas. Allí reside igualmente el potencial para la creatividad, bien sea artística o científica y para la originalidad. Y contiene además aspectos como la curiosidad, el deseo de aprender, la intuición y la sensibilidad.

En vista de que la gran mayoría de nosotros por simple vanidad, no está consciente ni de la importancia ni del potencial tan admirable que tiene nuestro Niño para la vida, y de que muchos sin darnos cuenta tendemos incluso a menospreciarlo o ignorarlo, es mi deseo revelarles de seguidas, algunas de las magníficas joyas que guarda el portentoso cofre de nuestra infancia en nuestra alma de niño. Y cuando hablo de joya, me refiero indudablemente a algo muy precioso que se usa como adorno.

Por eso, supongo que ustedes estarán de acuerdo conmigo en que el cariño, la ternura, la inocencia, la alegría de vivir, la paz interior, la dulzura, la humildad, la confianza, la espontaneidad y la sinceridad son sin lugar a dudas las joyas inmateriales que adornan a los niños.

AMOR FILIAL, CONFIANZA, Y HUMILDAD

Éste trio de cualidades son joyas excelentes, porque el tener fe en Dios no es más que un acto de confianza, de amor filial y de humildad de parte del ser humano hacia su Creador, quien al reconocer su dependencia y fragilidad natural, se siente objeto del amor misericordioso e incondicional de su Padre celestial.

Un corazón humilde y confiado nos hace volver a ser como niños, haciéndonos capaces de dar ese paso firme hacia delante en la fe y creer en Dios Todopoderoso, tal como una vez creímos y confiamos en nuestros padres cuando éramos pequeños. El amor de hijos o amor filial, es la disposición que lleva al alma a ponerse en las manos de Dios, asi como un niño se echa en el regazo de su madre, buscando seguridad y apoyo.

El orgullo y la vanidad humana que con el pasar de los años florecen y prosperan en el alma adulta, en primer lugar, nos hacen olvidar que una vez fuimos también niños cariñosos y alegres, y en segundo lugar, nos colocan sobre los ojos un velo, que no nos permite reconocer y apreciar esas cualidades del alma en los niños, que por momentos nos rodean o con quienes compartimos, como cualidades que podrían ser muy valiosas para nuestra propia vida y que por lo tanto merecerían ser imitadas.

Pero así, como es con los demás asuntos verdaderamente importantes de la vida del ser humano, ha sido justamente a través de una revelación divina, que Dios nos ha instruido por medio de Jesucristo y su santa Palabra, para que podamos librarnos del ofuscamiento de nuestra mente y quitarnos el velo que turba nuestra vista.

En la Biblia encontramos en el capítulo 18 del Evangelio de Mateo, el relato de la siguiente escena:

En aquel momento los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: «¿Quién es el más grande en el Reino de los Cielos?» Jesús llamó a un niñito, lo colocó en medio de los discípulos y declaró: «En verdad les digo: si no cambian y no llegan a ser como niños, nunca entrarán en el Reino de los Cielos. El que se haga pequeño como este niño, ése será el más grande en el Reino de los Cielos.” Mateo 18, 1-5

En su respuesta Jesucristo dijo claramente lo que tenemos que hacer y dónde tenemos que buscar.
Somos nosotros mismos los que tenemos que cambiar y no lo demás que está fuera de nosotros. Por lo tanto la búsqueda debe ser en el alma, en nuestra propia interioridad para poder llegar a ser como los niños.
El gran tesoro está dentro de nosotros.

El sufrimiento es la disciplina divina que Dios permite por amor, para la salvación eterna de nuestra alma.

Las desgracias, el sufrimiento y la aflicción tienen en la vida humana un lugar privilegiado, eso ha sido siempre una realidad constante en la historia de la humanidad,  y sigue siendo así, incluso hoy en día en nuestra época moderna, a pesar de todo el avance de la ciencia y de las innumerables comodidades que nos ofrecen los nuevos inventos tecnológicos y los bienes de consumo, con los que se trata de hacer la existencia menos penosa que en el pasado.

Para el místico alemán Maestro Eckhart (1260 – 1328), el deseo y la necesidad de Dios que siente el ser humano, caracterizan la condición de ser la única criatura, a la que Dios le donó su espíritu: nuestra alma.

LA PERSONA QUE SUFRE ES UNA PERSONA NECESITADA.
El sufrimiento nos convierte de forma instantánea en personas necesitadas. Y a mayor sufrimiento, mayor será la necesidad que nos apremie.

Es sumamente interesante como Eckhart explica la transformación que tiene lugar en el individuo cuando sufre. El sufrimiento genera en nosotros una serie de deseos insatisfechos que nos hacen conscientes de que nos falta algo, o dicho de otra manera, nos hace sentir la ausencia de Dios, que es lo que hace surgir en la persona el recuerdo de Dios. Según Eckhart, la condición natural del hombre es ser hijo de Dios, y cuando la persona se siente hijo de Dios, es cuando vive efectivamente conforme a su naturaleza. El convertirse en hijo de Dios es ante todo un proceso de transformación diario, para el cual Eckhart encuentra una representación metafórica muy hermosa. Él compara este proceso de transformación con la quema de la madera: «Cuando el fuego hace su efecto y enciende la madera y se prende, el fuego hace a la madera muy fina y delicada … y hace que la madera en sí, se asemeje más y más al fuego.”  

Cuando estamos sanos, cuando todo marcha adecuadamente y vivimos en un ámbito estable y próspero, esas son las condiciones que conocemos como: la normalidad. Parte de esa normalidad en el ser humano, la constituyen las pasiones innatas entre las que destacan principalmente: la vanidad y el orgullo.

El libro de Eclesiastés en el Viejo Testamento se inicia con estas palabras : « Vanidad de vanidades ! –dijo el Predicador-, vanidad de vanidades, todo es vanidad. » Más adelante en el texto, dice en versículo 14: « Miré todas las obras que se hacen debajo el sol y he visto que todo es vanidad y aflicción de espíritu. « 

La vanidad humana se podría comparar con un objeto vacío que contiene sólo aire, y que como un globo, se infla y se desinfla muy fácilmente. Se dice que la vanidad tiene alas doradas, por la facilidad con que se infla, sube a la cabeza y se apodera de nuestra mente. La vanidad y el orgullo poseen la particular capacidad de aturdir la conciencia, el intelecto y a la memoria de tal manera, que los embriaga reduciendo su claridad de percibir la realidad. El individuo no está ya consciente de su extrema fragilidad natural y se olvida de su gran vulnerabilidad a las desgracias, al dolor y al sufrimiento.

El individuo dominado por la vanidad y el orgullo cuando actúa, sabe muy bien lo que hace y lo que siente, pero no está muy consciente ni de las causas que lo motivan, ni tampoco de las consecuencias de sus acciones.

La vanidad tiene tanto poder de influencia en nuestra mente, que si se lo permitimos, nos puede hacer creer que somos indestructibles, que somos capaces de todo y por esfuerzo propio, que somos dueños de nuestra vida y de nuestro destino, y sobre todo, que somos libres e independientes y que no necesitamos a Dios.

Poseemos la fabulosa facultad de negar la frágil realidad que somos y la de crear en su lugar, por obra de nuestra mente, una realidad de indestructibilidad imaginaria que nos agrade más, siendo capaces de percibir esa ilusión, como si fuera la realidad en la que actuamos. Nos encanta soñar con los ojos abiertos, mientras las circunstancias de la vida sean favorables y nos sintamos a gusto. Sin embargo, sólo hasta que la siguiente tormenta del destino nos golpee y nos despierte.

Cuando caemos en desgracia por una contrariedad inesperada: un peligroso accidente, una grave enfermedad, una desilusión amorosa, un fracaso estrepitoso, la desocupación, la ruina, etc; nuestra vanidad cae también en picada y nos desinflamos. El sufrimiento y la aflicción que entran entonces en escena en nuestra vida, se encargan con esmero de que toquemos fondo más temprano que tarde, de que nos percatemos nuevamente de lo frágil que somos, y de que reingresemos a nuestra realidad verdadera.

Poco tiempo después, nos damos cuenta de que ante Dios no somos nada, y de cómo, en última instancia, dependemos de Dios para estar vivos y sanos. De cómo dependemos de Dios, para que nuestro corazón siga palpitando, o para que nuestro metabolismo bioquímico genere la inmensidad de procesos, hormonas y enzimas indispensables para poder estar sanos y funcionar bien.

Aún cuando en la sociedad moderna, en las universidades y en el mundo laboral más bien se fomenta el orgullo, la vanidad y una actitud de vida sin tomar en cuenta a Dios,  Él por su parte, en su misericordia y amor hacia su criatura, continuará haciéndonos sentir su divina disciplina cada vez que la necesitemos, para mantener a la vanidad en su mínimo y recordarnos nuestra condición de dependencia como hijos suyos que somos en Cristo, nuestro Redentor.

Los salmos son un maravilloso ejemplo de la manifestación de la clara conciencia que el rey David tuvo de sí mismo, de sus virtudes y defectos personales, de su condición de ser criatura de Dios y en consecuencia,  de estar muy consciente de su dependencia filial hacia Dios, así como un niño pequeño depende de su madre y de su padre.

En su estrecha relación personal con Dios, es David también un modelo universal de fe, humildad y sencillez, ya que a pesar de haber sido coronado Rey de Judá, demostró poseer caracter y dominio de sí, al no permitir que la vanidad y el orgullo le enfriaran su ardiente celo y el temor de Dios, cuando durante su reinado dispuso de poderes, lujos y riquezas.

En esta vida todo ser humano padece sufrimientos y penas que no se pueden evitar. Ese es uno de los misterios inescrutables de la vida humana.

Debido a que el sufrimiento forma parte integrante de la vida, es en consecuencia universal e inevitable.

El gran desafío para nosotros consiste entonces, en la forma de asumir el sufrimiento y de padecerlo, para que con la ayuda y el consuelo de Dios logremos transformarnos en la aflicción  y aprendamos a coexistir con élla.

A continuación transcribo una pequeña porción de una de las obras más conocidas del Maestro Eckhart titulada “El libro del consuelo divino”:

Según la verdad natural, Dios es la fuente única y el manatial único de todo bien, de la verdad esencial y del consuelo, mientras que todo lo que no es Dios, no es en si mismo más que natural amargura, desconsuelo y sufrimiento, y nada añade a la bondad que es de Dios, sino que menoscaba, tapa y oculta la dulzura, el deleite y el consuelo que da Dios.

Si lo que me hace sufrir es un perjuicio por cosas materiales, eso es un signo inequívoco de que de verdad me gustan las cosas materiales y que de verdad me gusta el sufrimiento y el desconsuelo y los busco. ¿Que tiene entonces de extraño que sufra y esté triste?  En realidad, a Dios y al mundo entero les resulta del todo imposible hacer que el hombre encuentre el consuelo verdadero en las personas. Pero, si lo que uno ama en la persona es sólo Dios y ama a la persona sólo en Dios, por todas partes encontrará consuelo verdadero, justo y equitativo.

El apostol Pablo en su segunda carta a los Corintios dice sobre el consuelo de Dios lo siguiente:

« Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios. Así como abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación. » 2. Corintios 3-5