Las montañas que hay dentro de nosotros

Así como la gran mayoría de la gente no sabe que existen montañas debajo los mares, tampoco se sabe que existen montañas dentro del cuerpo, o dicho de otra manera: los grandes obstáculos que habitan en el alma humana. A las montañas que hay debajo de los mares se les llama montañas submarinas, y existen más de 100’000 de éllas con alturas que oscilan entre 1’000 y 4’000 metros. Pero como no se ven, por estar totalmente cubiertas por la inmensa capa de agua que contienen los océanos, creemos que no existen. Y sin embargo, ahí están.

A las que hay en nuestra alma se les podría llamar montañas espirituales o mentales, ya que se tratan de esos obstáculos invisibles que surgen en nuestra interioridad, como son las innobles pasiones del espíritu humano, que nos ocasionan tantas dificultades y conflictos en nuestra vida, sin ni siquiera darnos cuenta de ello.

La vanidad, el orgullo, el rencor, el odio, la codicia, la envidia, los prejuicios, los complejos y los escrúpulos son algunas de esas pasiones del ser humano, la cuales para poder entender mejor cómo nos afectan, es conveniente hacerlas visibles y para eso podríamos imaginarlas como si fueran montañas, que se interponen en nuestro camino hacia la paz interior y la felicidad duradera, que todos anhelamos alcanzar algún dia, y que en consecuencia, tenemos que remontar y vencer por esfuerzo propio, si realmente deseamos vivir una vida plena y feliz.

El filósofo escocés David Hume describe la pasión como una emoción vehemente que ejerce una fuerza impulsora en el ser humano. Es por lo tanto una fuente motivacional para hacer o no algo y que tiene como esencia un sentimiento. Hume califica al individuo como un ser de deseo, movido por dos resortes primarios relativamente irrefrenables aunque no ciegos: la consecución de placer y la evitación del dolor.
Es por ésta razón, que cuando la gente enfrenta decisiones importantes, son las emociones y no la razón, las que se convierten en los principales criterios para decidir.

Según el grado de dificultad u oposición que ejercen los obstáculos, se pueden clasificar en grandes y pequeños. El término escrúpulos que vienen siendo las aprensiones, los recelos, las dudas, las sospechas, los reparos, el asco, etc; ya revela que se trata de pequeños impedimentos espirituales, ya que su significado en latin es piedritas.

Jesucristo en su célebre consejo que nos dejó en el evangelio de Mateo, en relación a que no deberíamos de juzgar a los demás, nos habla claramente sobre los grandes obstáculos interiores que tenemos y que no nos permiten ni razonar ni ver adecuadamente: « No juzguen a los demás y no serán juzgados ustedes. Porque de la misma manera que ustedes juzguen, así serán juzgados, y la misma medida que ustedes usen para los demás, será usada para ustedes. Ves la pelusa en el ojo de tu hermano, ¿y no te das cuenta del tronco que hay en el tuyo?»  Mateo 7, 1-3

Jesús nos advierte con su metáfora, sobre nuestros propios impedimentos,  esas vigas y piedras que tú y yo mismo nos fabricamos en el alma, y de cuya existencia real nos negamos a creerla y a aceptarla. Jesús con su sabiduría divina y su amor hacia nosotros, nos afirma que ahí adentro en el corazón humano están. Sólo tenemos que meditar, recogiéndonos dentro de nosotros mismos, para poder atender entonces nuestra propia intimidad y examinarnos.

Por eso, podemos estar completamente seguros, de que las pasiones interfieren en nuestra capacidad de percibir la realidad, unas veces más y otras veces menos. Por causa de éstos obstáculos inflados por nosotros mismos y porque permanecen en el alma sin ser superados, terminamos acarreando en secreto y durante años sus consecuencias, esas hirientes espinitas clavadas en el corazón, en forma de rencores, decepciones, infelicidad, pesadumbre y tristezas.

El gran poeta mexicano Amado Nervo excelente conocedor del alma humana, se refiere en el siguiente texto a esas luchas interiores a las que estamos todos expuestos y que debemos de afrontar en secreto: “No es siempre el tumulto exterior el que impide oir la voz de Dios: es muchas, muchísimas veces, el tumulto interior: las voces del orgullo, de la vanidad, de la lujuria, de la conveniencia, los rugidos de la casa de fieras que cada uno llevamos dentro…

La vanidad, el orgullo, la envidia y el rencor son las montañas espirituales más frecuentes y más altas que tenemos los seres humanos que distinguir e indentificar en nuestra interioridad, para que seamos capaces de escalarlas y finalmente superarlas.

En los últimos años el montañismo se ha popularizado grandemente en la sociedad moderna. Mientras en la antigüedad escalar grandes montañas era una actividad que se hacía por necesidad, ya que el intercambio de mercancias valiosas, la venta de los excedentes de producción agropecuaria y los viajes de exploración, obligaba a  los pueblos a remontar las altas cordilleras que los separaban de otras naciones. Hoy en dia se hace por deporte, pasatiempo, prestigio social, desafío personal, fama y muchos otros motivos más o menos futiles.

El escalador británico George Leigh Mallory que formó parte de una de las primeras expediciones que aspiraban a escalar el Mount Everest en 1924, y quien murió posteriormente en su intento por lograrlo, cuando se le preguntó cuál era el motivo personal que lo impulsaba a ascender la montaña más alta del mundo, contestó: “porque está ahí”.

Si un gran maestro espiritual asiático le hubiera dicho oportunamente al explorador Mallory, que dentro de su cuerpo existen montañas espirituales, seguramente no se lo hubiese creido, como no se lo cree la gran mayoría de la gente, porque estamos acostumbrados a creer sólamente en lo material, en lo que vemos del mundo exterior y que se puede palpar con las manos.
Sabemos muy bien que los obstáculos espirituales no se ven pero se sienten, y si se sienten, es porque están ahí.
Ahora bien, nuestro mundo interior, nuestra alma o propio yo, no solo tiene obstáculos sino también un maravilloso tesoro de cualidades y virtudes, que no conocemos bien, porque toda nuestra atención y nuestro interés han estado dirigidos desde la época de la pubertad, casi exclusivamente hacia el mundo exterior, hacia las personas y las cosas que necesitamos para sobrevivir. Y asi con el pasar de los años, hemos llegado a la conclusión y a la creencia, de que ése es el único mundo que existe y lo único que cuenta en la vida.

Hasta que algún dia, por un soberano designio de Dios y por obra de su Providencia, tocamos fondo, es decir, llegamos a descubrir nuevamente nuestro núcleo espiritual, nuestra alma de niño, nuestro verdadero yo. Bien sea por llegar al límite de una situación desfavorable en el transcurso de la vida, o por iniciativa propia al despertarse nuestra conciencia.

Si te llegas a entusiasmar por la actividad del montañismo, que está tan de moda en la actualidad, y te animas a escalar alguna montaña, con el objetivo de comprobar tus fuerzas, tu valentía y todo lo que tu eres capaz de lograr. Te sugiero de todo corazón, que comienzes primero a remontar y a superar tus propias montañas espirituales, porque están más cerca, son las más dificiles de escalar del mundo, no implican ningún gasto de dinero ni de equipamiento especial, y lo mejor de todo, es porque recibirás la mejor recompensa personal que te puedes imaginar: la inigualable satisfacción de una vida interior llena de dicha y de plenitud.

La fe, la esperanza y el amor son las tres columnas invisibles que sostienen la vida espiritual humana

Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor. 1. Corintios 13, 13

Así como la bóveda celeste del universo está apoyada sobre unas columnas invisibles que la sustentan, la vida espiritual humana está sostenida igualmente por tres grandes pilares espirituales que son igualmente invisibles: el amor, la fe y la esperanza.

La visión de la eternidad se apoya en la fe, es impulsada por la esperanza y se nutre continuamente de la llama eterna del amor de Dios.
Si utilizamos el lenguaje de los navegantes con el fin de describir la frase anterior en forma alegórica, se podría decir de la forma siguiente: El amor de Dios, cual viento espiritual inagotable, está soplando siempre. Sólo tenemos que subir las velas de nuestra fe, para que con la viva esperanza como navío, naveguemos sin temor alguno en el tempestuoso mar de la vida, rumbo a las playas eternas de nuestra patria celestial.

El verdadero norte del mensaje evangélico cristiano es y será siempre Jesucristo, porque Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Sólo Jesús promete respuestas insuperables para los tres anhelos más relevantes de la vida de todo ser humano:

  • Saber que será de nuestra existencia, después de la muerte del cuerpo
  • el deseo de conocer la verdad absoluta
  • el anhelo de vivir eternamente.

Jesús al ser el camino hacia el Reino de Dios, es la razón de ser de nuestra fe.
Jesús al ser la verdad (hijo de Dios Todopoderoso), es el origen y la fuente del amor.
Jesús al ser la vida eterna, es el objeto de nuestra esperanza.

En vista de que estos tres ardientes anhelos de cada ser humano han de ser cumplidos en la eternidad, se hace  absolutamente necesario en la proclamación de la fe, que vinculemos constantemente nuestra vida terrenal con las realidades eternas que nos esperan después de la muerte.
No se puede proclamar el evangelio de manera convincente, sin hablar de la eternidad y sin establecer la conexión con las promesas de Jesús y con el Reino de Dios en los Cielos, escritas en la Biblia.

La fe, la esperanza y el amor como potencias espirituales sostienen nuestra vida espiritual, y como pilares que son, deben seguir siendo firmes y robustos.
Sólo con la mirada puesta fijamente en la vida eterna en el reino de los Cielos, podemos nosotros los creyentes, contribuir al fortalecimiento efectivo de nuestra fe, nuestro amor y nuestra esperanza.

La historia de más de 2000 años del cristianismo no es sólo la historia de una fe religiosa, de sus fieles y de las iglesias o congregaciones, sino sobre todo la historia de la esperanza cristiana de la salvación, que se basa firmemente en la obra redentora, la intercesión de Jesucristo y en su promesa de la vida eterna para los creyentes.

La fuerza vigorosa, la propagación y el crecimiento del cristianismo en el mundo desde sus inicios hasta la actualidad, se ha sustentado y se ha nutrido de ese maravilloso encuentro del ser humano con Dios, el Dios eterno; pero sobre todo se ha nutrido del encuentro con esa esperanza viva de la vida eterna, una esperanza inimaginable, tan grande, tan maravillosa, tan poderosa que supera con creces cualquier otra esperanza común de la vida humana como son: el triunfo, el poder, la libertad, la gloria, la salud, la riqueza, la familia, el trabajo y la fama.

La esperanza nos anima a vivir esperando en sus promesas y a tener confianza en Dios, aún en medio de las horas más oscuras de la historia de la humanidad, de los sufrimientos y de las dificultades de la vida cotidiana que encontramos en la realización de nuestra misión en la vida.
La esperanza nos conduce a contemplar el futuro con confianza e ilusión, porque tenemos la mirada puesta en el Señor Jesús.

Cristo es la esperanza que no falla nunca, para aquellos que creen en él.

La actitud de la esperanza es la cualidad por excelencia que caracteriza a los creyentes de fe firme, porque saben que Dios es fiel y que Dios ha cumplido su promesa en la obra Redentora y de Salvación de Jesús nuestro Señor.

Que el Dios de la esperanza los llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en ustedes por obra del Espíritu Santo. Romanos 15, 13

La enorme importancia de saberse amado por Dios

Si hay una necesidad espiritual del ser humano que sea vital para desarrollar plenamente su potencial como persona, esa es: amar y saberse amado por alguien. Ahora bien, no debemos confundir dos asuntos que son muy diferentes: el saberse amado, es una condición invariable y permanente de la persona, mientras que el  sentirse amado es una situación circunstancial y temporal, que tiene que ver sobre todo con nuestros sentimientos y emociones. Podemos sentirnos amados en unos momentos más y en otros menos, por el contrario, el saberse amado es una certeza profunda que no cambia.

El amor, la atención, los cuidados y la dedicación que recibe un niño desde su nacimiento, es lo que consiste y lo que se denomina como amor de padres. Maravilloso es el amor de padres particularmente por ese carácter incondicional y generoso que tiene, y por el cual las madres se esmeran en atender las necesidades su hijo. Durante su crecimiento el niño va percibiendo e interiorizando conscientemente el cariño y los cuidados de sus padres adquiriendo asi la seguridad de saberse amado por éllos y de formar parte integrante de la familia, es decir, se crea la conciencia de que él es importante para éllos y no está solo en el mundo.

El amor de padres se basa en una clara condición de la persona y se manifiesta en una actitud instintiva. Su otro aspecto admirable, es que el niño no tiene que ganarse o merecerse ese amor, él lo recibe simplemente por ser hijo y por estar allí. Con los años, al crecer y madurar el niño, va entonces consolidándose en su conciencia esa certeza del saberse amado por sus padres.

El creer que el ser humano y todo el universo son obra de Dios, y que por ser su creación, nos ama profundamente y nos ha dado exclusivamente a nosotros su propio espíritu en forma de alma, es la piedra angular de la fe del creyente cristiano. San Agustín ya decía: “no hay razón más fuerte para el nacimiento del amor o para su crecimiento que el saberse amado, antes incluso de comenzar a amar.”
El saberse amado por Dios y el estar seguro de éllo, es el primer paso del cristiano en su camino como creyente consciente. De allí, su enorme importancia en la vida de todos nosotros.

Por su gran amor a la humanidad, Dios descendió al mundo y se hizo hombre encarnándose en nuestro Señor Jesús el Cristo, su hijo, para enseñarnos con su propia actuación, palabras y ejemplo el plan salvación de Dios; para darnos su Gracia, su Misericordia, su Perdón, su Espíritu de las que tanto dependemos, y  para mostrarnos el verdadero camino al Reino de los Cielos, es decir, a la vida eterna con Dios.
Por eso la Buena Nueva que Jesucristo nos trajo y nos predicó, es la siguiente: saberse amado y salvado por Dios.

La venida de Jesucristo al mundo como Mesías y su gran obra redentora en el Calvario, son la esencia y la demostración suprema y perfecta del amor de Dios para la humanidad. San Juan en su Evangelio en el versículo 3,16 lo dice claramente: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca”.

Sabiendo que todo el amor humano posible, los cuidados, dedicación y disciplina de los padres para sus hijos no podían ser perfectos y que eran tan sólo para el corto tiempo de nuestra vida terrenal, Dios omnipotente como parte de su plan para su creación, envió a su Hijo Jesucristo para mostrarnos el inmenso amor de Dios para con todos los hombres y las mujeres sin exepción alguna, y para hacernos saber que poseemos un espíritu eterno (el alma), que por su obra de sacrificio en la Cruz y su Redención, nos ama también como hijos suyos y que por eso tenemos el gran privilegio de llamarlo Padre. Es muy importante recordar que ese amor divino es eterno, y que nos es otorgado por la pura gracia de Dios, sin tener que ganarlo.

De allí el admirable honor que tenemos los cristianos de saber que poseemos unos padres naturales que nos engendraron y nos criaron, y que también tenemos al Dios creador del cielo y de la tierra como nuestro Padre celestial. Es necesario sólamente creer firmemente ésta verdad, para que podamos vivir y disfrutar de ese privilegio, al hacerlo nuestro. La certeza profunda de saberse amados por Dios genera en el corazón del hombre una esperanza viva, firme, real; una esperanza eterna que da el valor de proseguir en el camino de la vida a pesar de los sufrimientos, de las dificultades y las pruebas que la acompañan.

Muchos se preguntarán pero porqué es tan importante creer en Dios, en su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo y además, saberse amado por Dios y tener nuestra esperanza puesta en Jesucristo, cuando ya nos sabemos amados por nuestros padres, madres, familiares, esposos, hijos, amigos, etc?
Primero, porque tenemos (o mejor dicho, somos) un alma que vivirá para siempre la Vida eterna y abundante en el Reino de los cielos, después de la muerte inevitable de nuestro cuerpo.
Y segundo, porque el amor que recibimos de nuestros queridos familiares, esposos, amigos, hijos y el que nosotros damos a los que nos rodean, es un amor que por más fuerte y profundo que sea, está limitado tanto en su pureza e intensidad como en su duración. El amor humano se puede comparar y representar como la llama de una vela. Mientras que el amor de Dios como es puro, de una intensidad inconmensurable y eterno, es como el sol.

Los que se han alumbrado de noche con una vela saben, que la llama no es muy grande, que varía también en intensidad, que es sumamente perecedera porque se puede apagar con un pequeño soplo de aire en cualquier instante, que no dura mucho tiempo porque la cera se consume, y que al final, la pequeña llama se extingue para no encenderse más.

Y cuando un vendaval del caprichoso destino extinga la luz de algunas de las velas que nos alumbran, o cuando venga la avalancha de la muerte y apague nuestra propia llama, que maravilloso refugio y consuelo es entonces saber, que tenemos y contamos para siempre con el amor inmenso de Dios que nos sostiene y nos ilumina el alma, durante las adversidades de la vida en este mundo, y nos da esa esperanza para la vida eterna junto con nuestro Señor Jesucristo y los demás espíritus celestiales en el prometido Reino de los cielos.

El gran amor de Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo estuvieron, están y estarán siempre presentes con todos nosotros, como el aire que respiramos y que nos da la vida, pero que no vemos ni sentimos, y que sin embargo, está siempre allí.

Acuérdate de lo que dijiste a este siervo tuyo porque esa palabra alentó mi esperanza. Ese fue mi consuelo en las angustias: tus palabras me dan vida. Salmo 119, 49-50

En las sociedades de los países occidentales y desde hace ya varias décadas, se ha estado haciendo cada vez más dominante y popular, una irreflexiva opinión que da por sentado, que la palabra Dios es un vocablo vacío, sin ningún contenido útil y verdadero para el hombre y la mujer modernos.

Esa gente temeraria afirma, que con los avances de la ciencia y la tecnología, el desarrollo económico y las nuevas necesidades, los mensajes de la Biblia han perdido su vigencia para este siglo, porque fueron escritos hace miles de años, en una época muy diferente y para pueblos con costumbres antiguas que estan en desuso.

Pero resulta, que las personas que así piensan, no saben todavía lo equivocadas y desorientadas que estan, ya que se han olvidado del elemento más importante, justamente de ahí donde está el detalle. Éstas personas porfiadas se olvidan, que éllos tienen un espíritu dentro de su cuerpo. Todo lo que es espíritu y es invisible NO cambia, porque es eterno, y es además la esencia y fuerza de la vida. Todo lo material y perceptible SÍ cambia, particularmente el aspecto exterior de las personas y la cosas, que es lo que se manifiesta y se muestra a la vista.

Lo que cambia son las apariencias que vemos, las cuales no son más que la representación material de esa realidad espiritual, que es inaccesible a nuestros sentidos corporales. El alma humana, sus pasiones y virtudes fueron, son y seguirán siendo las mismas por los siglos de los siglos. Cada ser humano que existió hace miles de años y los que existimos ahora tenemos exactamente el mismo núcleo espiritual, la misma interioridad y las mismas cualidades  y defectos.

Para refrescar la memoria de aquellos que no estan tan convencidos de ello todavía, paso a nombrar algunas de las facultades espirituales del alma:

conciencia, amor, odio, voluntad, estimación, discernimiento, desprecio, humildad, orgullo, generosidad, culpa, bajeza, el deseo, los celos, esperanza, la fe, remordimiento, el valor, la cobardía, alegría, tristeza, satisfacción, arrepentimiento, simpatía, agradecimiento, indignación, la ira, la gloria, la vergüenza, la añoranza, el hastío, la grandeza, la admiración, etc.

Cómo bien podrán constatar, éstas son las cualidades que nos diferencian de los animales, y no solamente el raciocinio y la inteligencia como afirman los antropólogos y la ciencia.

Por tener el alma, es que sentimos y experimentamos que somos seres eternos e intuímos que existe Dios, el Creador y Señor del universo. A éste respecto, algún agudo observador caracterizó al ser humano, si bien de una manera algo simplona pero sumamente acertada, como: un animal religioso.

Podríamos decir, que la Palabra de Dios fué primordialmente escrita para el alma humana como tal, por eso el Señor Jesucristo refiriéndose a nuestra dimensión espiritual, afirma en el evangelio de San Mateo 4, 4: « El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. » 
Jesúcristo hablando en forma figurada nos recuerda claramente, que para vivir una vida humana plena y en conformidad con nuestra condición de seres espirituales, también necesitamos el alimento espiritual, que es la Palabra de Dios.

Si tú en lo profundo de tu alma, sientes o intuyes un vacío espiritual, o bien estas pasando por una crisis existencial, o mejor todavía,  si eres una de esas personas que forma(ba) parte de ese grupo de escépticos que piensan que la Biblia es “un libro más de historia”;  te aseguro, que las Sagradas Escrituras son un innagotable tesoro de promesas y consejos de Dios, para ese ser espiritual y eterno que tú eres.

Concluyo con una reflexión del gran predicador inglés Charles H. Spurgeon, en la cual me inspirado para redactar éste escrito:
Cualquier sea tu particular necesidad, puedes hallar, en seguida, en la Biblia, alguna promesa apropiada a ella. Estás abatido y deprimido porque tu senda es áspera y tú te hallas cansado? Aquí está la promesa. „El da esfuerzo al cansado“. Estás buscando a Cristo y ansías tener comunión más íntima con él? Esta es la promesa que resplandece sobre ti como una estrella: „Bienaventurados los que tienen hambre  y sed de Justicia, porque ellos serán hartos“. Lleva continuamente al trono celestial esta promesa; no ruegues por ninguna otra cosa, preséntate a Dios una y otra vez así: „Señor, tú lo has dicho; haz conforme a tu promesa“.

Estás acongojado por el pecado y cargado con la pesada carga de tus iniquidades? Presta atención a estas palabras: „Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mi; y no me acordaré de tus pecados“. No tienes méritos propios que invocar para tu perdón; pero, en cambio, puedes invocar su pacto y él lo cumplirá. Temes no ser capaz de proseguir hasta el fin, o que, después de haberte creído hijo de Dios, seas reprobado? Si pasas por tal situación, lleva la siguiente promesa al trono de la gracia: „Los montes se moverán, y los collados temblarán, más no se apartará de ti mi misericordia“.

Si has perdido la dulce sensación de la presencia del Salvador, y lo estás buscando con afligido corazón, recuerda esta promesa: „Tornaos a mí y yo me tornaré a vosotros“. „Por un pequeño momento te dejé; más te recogeré con grandes misericordias“. Deléitate en la fe que tienes en la palabra misma de Dios, y acude al Banco de la Fe con el pagaré de tu Padre Celestial, y dí: „ Acuérdate de lo que dijiste a este siervo tuyo porque esa palabra alentó mi Esperanza