Los niños pequeños tienen su alma a flor de piel y por eso se les nota a simple vista.

Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. Marcos 10, 14

Los infantes se muestran a sus familiares tal cual como son ellos. Lo que son y lo que sienten en su alma, lo manifiestan con gestos, muecas, sonidos y palabras, cuando así lo desean. Los niños son sinceros y espontáneos, por eso son capaces de decir lo que piensan y expresar lo que sienten, cada vez que su alma se conmueve por algo.
En varias de mis reflexiones he mencionado, que nuestro cuerpo esconde nuestra alma, y por esa razón se dice, que el cuerpo hace también la función de máscara del alma humana.
En el antíguo teatro griego, se le decía persona a la máscara que usaban los actores, para que el público no pudieran reconocer al actor que interpretaba un determinado personaje o papel.
Solamente en el caso de los niños pequeños, sus cuerpecitos no hacen todavía esa función de máscara, porque ellos no esconden su vida interior espiritual a los familiares. Mientras que en el caso de los adultos, usamos nuestro cuerpo como máscara, para ocultar nuestra vida espiritual secreta. Y debido justamente a que los pensamientos, sentimientos, intenciones y deseos son invisibles para los demás, somos capaces de simular y fingir actitudes y comportamientos cuando lo deseamos y nos conviene.

Lo más grandioso de la infancia, y únicamente mientras dure ese breve período, es el hecho de que las facultades espirituales del alma humana están a flor de piel en los niños, y es cuando los adultos las pueden ver a simple vista, si así lo desean.
Una de esas facultades espirituales que poseen los niños, es la capacidad de creer de manera absoluta en sus padres. Los niños pequeños creen ciegamente en lo que le dicen su mamá y su papá, y además consideran a sus padres como lo más importante y más grande para sus vidas. La otra gran facultad espiritual de los infantes, es su capacidad de amar con toda el alma a sus padres, hermanos y familiares.

Jesús, en la escena con sus discípulos que relata San Marcos en el capítulo 10, dijo a continuación: De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él.
Con este versículo Jesús nos está diciendo claramente, que los creyentes cristianos debemos creer y esperar la promesa de vida eterna, tal como creen y esperan los infantes una promesa que sus padres les han prometido.
Los niños creen y esperan tantísimo en sus padres y familiares, por el gran amor y la enorme confianza que les tienen.

De los niños podemos aprender nuevamente  el uso de nuestras propias facultades espirituales, y lo primero que debemos aprender es creer y amar como ellos, para ponerlas en práctica en nuestra relación personal con Dios.
Nosotros cuando fuimos niños, también creímos y amamos con esa misma intensidad y fortaleza, de manera que ahora como adultos, aún disponemos esas mismas capacidades en el alma. Lo único que tenemos que hacer es despertar o reactivar esas facultades.

De allí la gran bendición que Dios le concede a la Humanidad, la capacidad no solamente de procrearnos y reproducirnos, sino sobre todo, de convivir un breve tiempo junto con nuestros infantes, y así tener la magnífica oportunidad de fortalecer nuestra fe y el amor a Dios, por medio del ejemplo práctico que nos dan los niños pequeños de la familia.

Sin duda alguna, uno de los más grandes privilegios que Dios le ha otorgado a la mujer es la maternidad. La madre al crear y desarrollar ese profundo y poderoso vínculo amoroso con sus hijos, es capaz de percibir directamente en su alma la intensa fe, confianza y esperanza que sus hijos infantes le profesan a ella.
Es por esto, que la mujeres logran desarrollar una fervorosa relación personal con Dios, más activa y duradera que los hombres.

El cristianismo sin la esperanza de vida eterna sería un culto religioso manco y superficial.

« Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más dignos de compasión de todos los hombres. » 1 Corintios 15, 19

Les ruego que mediten unos segundos sobre esta afirmación que San Pablo le escribió a los Corintios en su carta, puesto que es uno de los mensajes más importantes del Evangelio, y el que mejor explica el firme fundamento espiritual y divino que posee el Nuevo Testamento de Jesucristo, el cual le otorga la primacía o la superioridad absoluta a la esperanza de Vida Eterna en el Reino de los Cielos, sobre cualquier otra expectativa o esperanza de conseguir algo pasajero en esta vida terrenal.

Dios le concede y pone a disposición de sus hijos o sus criaturas en este mundo, tanto numerosos bienes materiales para su cuerpo, como también muchos bienes espirituales para su alma inmortal. Pero Dios en su Misericordia y Amor infinitos, nos concede principalmente el bien supremo o máximo, al cual podemos aspirar los seres humanos: la vida eterna en el Reino de Dios.

Cada ser humano es libre de definir su preferencias y también de elegir aquellos bienes materiales y espirituales que más le atraen y con los que se conforma.
Algunos se conforman con los bienes terrenales que están a su disposición en este mundo y con las condiciones de vida que les depara el destino. Muchas de esas personas no creen en Dios ni tampoco en una vida nueva y eterna, como por ejemplo, los ateos y los librepensadores.
Mientras que los creyentes cristianos creemos y esperamos en Dios, en Jesucristo y en la vida eterna.
Si no esperamos con fervor la vida eterna y nos conformamos sólo con vivir lo mejor posible en este mundo, entonces estaríamos absteniéndonos voluntariamente de ese bien supremo, por el que Jesucristo murió en el Calvario y resucitó al tercer día. La obra, las enseñanzas y el sacrificio de Jesús habrían sido en vano.

Por medio de su santa Palabra escrita en la Biblia, Dios nos ha dicho la verdad, nos ha enseñado y también nos ha advertido sobre infinidad de asuntos y situaciones de la vida en este mundo.
Jesús en el evangelio de San Juan nos advirtió lo siguiente:
Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo. (Juan 16, 33)

Deseo referirme a la frase: En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo. El señor Jesucristo con este mensaje, nos está dando a conocer de antemano el sufrimiento y las penas que vamos a padecer en la vida, para que confiemos en Él a pesar de todo lo que nos suceda, y sobre todo, para que aprendamos a soportarlo con paciencia y esperanza.
Recordemos los dichos populares:
– Dios no nos prueba más allá de lo que podemos soportar.
– Dios aprieta, pero no ahoga.

Si confiamos firmemente en Jesús y creemos que él por su gran amor hacia los creyentes, desea lo mejor para nosotros y nuestras familias, no es justo ni correcto que aceptemos sólamente las bendiciones y favores que nos otorga, pero en cambio las pruebas y las experiencias difíciles no las queremos aceptar y las rechazamos.
Dios conoce muy bien nuestras penas y necesidades. Las conoce incluso mejor que nosotros mismos y el Espíritu Santo no nos desampara jamás y está siempre obrando sobre nosotros.

Es una grande y triste equivocación imaginarnos al Dios Creador y Todopoderoso como un simple proveedor o repartidor de favores materiales, o bien como solucionador de problemas, como si la religión fuera una tienda abierta y libre, en la que cada quien y cuando así lo desee, puede tomar lo que necesita para resolver sus problemitas personales. Los creyentes cristianos no debemos permitir que sólo seamos unos suplicantes de peticiones materiales.

Todos los días cuando rezamos el Padre Nuestro, le rogamos que se haga su voluntad soberana en la tierra, pero después, al elevar nuestras oraciones siempre insistimos con nuestras peticiones, en que para nosotros sería mucho mejor, si Dios hiciera NUESTRA voluntad y no la suya.

Los creyentes cristianos igual que el resto de la humanidad, tenemos que aceptar, primero, que la vida humana es un misterio que nunca comprenderemos completamente, y segundo, que todos los seres humanos sin excepción, tenemos que soportar inevitablemente sufrimientos, penas y adversidades, mientras estemos en este mundo.

¿Será el espacio infinito del universo, lo que Jesucristo anunció como el Reino de los Cielos?

Alégrense los cielos y regocíjese la tierra; y digan entre las naciones: El Señor reina. 1 Crónicas 16:31

El Señor ha establecido su trono en los cielos, y su reino domina sobre todo. Salmo 103, 19

Seguramente muchos creyentes cristianos nos hemos preguntado: ¿cómo será el Reino de los Cielos ? y ¿dónde estará?
En mis intentos por imaginarme cómo podría ser ese Reino y dónde podría estar, me he concentrado en lo que la humanidad desde hace miles de años conoce como el cielo o firmamento: la bóveda celeste ubicada arriba de nosotros, en la que se encuentran los astros y las estrellas.
He fijado mi interés en el firmamento por la sencilla y lógica razón, de que así lo indicó Jesús en el Evangelio: de los Cielos.

En la Antigüedad los sabios y astrónomos de las civilizaciones más adelantadas de la época que fueron los egipcios, los babilonios y los griegos, creían y afirmaban que el universo era esférico y finito. Fue apenas alrededor del año 1700, cuando el físico inglés Isaac Newton publica su conocida teoría de la gravitación universal y comprueba junto a varios astrónomos de la época, que el universo no tiene límites ni tampoco es esférico. Para Newton el universo es infinito e inalterable, es decir, eterno.

Hoy en día, algunos astrónomos están trabajando en base a teorías cosmológicas e interpretaciones de la teoría Cuántica, las cuales afirman que además del universo visible y conocido, deben existir varios universos o mundos paralelos, a los cuales los seres humanos no tenemos acceso.
La Palabra de Dios se refiere en innumerables versículos y pasajes a los cielos, como lugar donde Dios tiene su trono y en el que reina soberanamente así como en la tierra.

San Juan declara en el capítulo 4 de su evangelio (Juan 4, 24): Dios es espíritu, y los que le adoran deben adorarle en espíritu y en verdad.
Si Dios es espíritu, su reino tiene que ser necesariamente espiritual, y al ser de naturaleza espiritual es igualmente invisible y eterno, y en consecuencia debe ser otro universo paralelo, pero real y existente porque así lo afirma la palabra de Dios.

En la oración fundamental de todo cristiano el Padre Nuestro, que el Señor Jesucristo nos enseñó y nos pidió que rezaramos, dice en la tercera frase: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo”.
Desde hace más de dos mil años los creyentes cristianos hemos estado rogándole a Dios por medio de la oración Padre Nuestro, que su voluntad sea hecha simultáneamente en dos mundos diferentes y paralelos: en el mundo terrenal, por nosotros los seres mortales que existimos aquí todavía, y en el mundo celestial, por las almas inmortales que existen allá, desde que murieron y pasaron a esa mejor vida eterna.
En el Reino de los Cielos viven las almas de todos aquellos cristianos que han muerto antes de nosotros y que creyeron en espíritu y en verdad en Dios. Esas almas humanas en la eternidad deben hacer también la voluntad de Dios, así como nosotros aquí en la tierra, mientras vivamos en nuestro cuerpo mortal.

Las almas inmortales de todos los seres humanos que han existido y que han muerto, siguen existiendo y viviendo espiritualmente en la eternidad.  Eso lo afirmó claramente  Jesucristo cuando le dijo a los Fariseos: “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos, ustedes están muy equivocados.”(Marcos 12, 27). Sería completamente absurdo y no tendría ningún sentido, que hubiese un Dios eterno de seres humanos muertos que no existen en absoluto, que son la nada.
Dios Todopoderoso y eterno posee y reina en un mundo espiritual poblado por almas que ya viven eternamente junto con Él, los ángeles y las huestes celestiales.

Les ruego que no duden de la Palabra de Dios, porque es la verdad eterna que no cambia nunca y es el alimento espiritual para nuestra fe y nuestra esperanza en Jesucristo. Sabemos que para Dios Todopoderoso y Creador del universo, no hay nada imposible.

Imposible para mí como cristiano, es que Dios NO haya creado a los seres humanos con un espíritu inmortal a imagen y semejanza suya, y que después de la muerte, el espíritu humano o alma, NO siga existiendo con una vida eterna y abundante en el Reino de los Cielos.

Si en una noche con el cielo despejado y lleno de estrellas, se les ocurre mirar hacia arriba, les sugiero que piensen y recuerden que en algún lugar de esos cielos infinitos está el trono de Dios, y que allí Jesucristo nos prometió preparar nuestra futura morada eterna.

La eternidad es tan cierta y segura como lo será nuestra muerte algún día.

« No se turbe vuestro corazón; creed en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo hubiera dicho; porque voy a preparar un lugar para vosotros. » Juan 14, 1-2

Según la Biblia, sabemos que Dios envió a su Hijo Jesucristo para anunciar y para demostrar con su vida ejemplar y su muerte en la Cruz, que los seres humanos después de nuestra muerte, también iniciamos una nueva vida eterna y abundante.
Esa fue la obra más importante que el Señor Jesucristo hizo en su breve paso por este mundo, y fue también la que tuvo que hacer Él mismo en persona como Hijo de Dios encarnado, para poder mostrar a la humanidad, el gran amor y la misericordia de Dios hacia nosotros, mediante su sacrificio en la cruz, y al mismo tiempo, poder dar la evidencia de la resurrección, la cual ocurrió al tercer día de su muerte.

Para vivir eternamente es necesario morir primero.
En primer lugar, porque en el preciso momento de la muerte, es cuando nuestra alma inmortal se separa del cuerpo inerte, y en segundo lugar, porque la vida eterna es una vida espiritual nueva. Dicho de otra manera: tenemos que morir en este mundo, para que después nuestra alma inmortal viva en la eternidad.

El gran Apostol San Pablo lo explica claramente en su carta a los filipenses en el capítulo 1, 21-23: «Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor.»

Si creemos firmemente que Jesús es el camino, la verdad y la vida eterna, podremos aprender así como San Pablo a vivir con tal esperanza, de que al morir también nosotros, seamos capaces de desear estar con Cristo en la eternidad.

Jesús dijo, que Él había venido para que tengamos vida y la tengamos en ABUNDANCIA, es decir, una vida plena y mucho mejor que esta pobre vida llena de enfermedades, adversidades, sufrimientos, injusticias y angustias.

Pregunto: ¿Quién como adulto mayor en su sano juicio y siendo sincero consigo mismo, puede considerar su vida terrenal como una vida abundante y hermosa? La respuesta la conocemos todos muy bien: ¡Nadie!

En la tierra no existe ningún Paraíso. Nunca ha habido paz ni justicia entre los hombres en este mundo, ni la habrá en el futuro. La educación y la ciencia jamás superarán las debilidades naturales y defectos del ser humano. La maldad y las guerras seguirán plagando de sufrimiento y de muerte a la humanidad.

Si el mismo Jesucristo siendo Hijo de Dios, vivió una vida terrenal durísima: primero, fue injustamente rechazado por sus propios hermanos de raza judía; después, fue insultado, perseguido y humillado por los sacerdotes de Israel; y finalmente, a pesar de ser absolutamente inocente, fue condenado a morir crucificado, la cual era la muerte más humillante y más dolorosa en esos tiempos.
Imagínense ustedes entonces, ¿qué podemos esperar nosotros como mortales pecadores de esta vida cruel?

Jesús descendió de los Cielos y vivió como un ser humano común, para enseñarnos a vivir y a morir con la esperanza de la vida eterna, y para que nos aferráramos a ella como un ancla firme y segura en nuestros corazones.

Los creyentes cristianos debemos considerarnos más que privilegiados, por tener la magnífica oportunidad de apoderarnos de la promesa de vida eterna, que por pura Gracia y por amor, nos ofrece Jesucristo una y otra vez, a aquellos que creen en Él de todo corazón.

La esperanza cristiana de vida eterna en el Reino de los Cielos, nos da fuerzas y nos sostiene durante la dura e injusta vida en este mundo, y después de la muerte, ella conducirá nuestra alma hasta las eternas moradas, que Jesús prometió preparar para nosotros.