… porque en El vivimos, nos movemos y existimos, así como algunos de vuestros mismos poetas han dicho: « Porque también nosotros somos linaje suyo ». Hechos 17, 28
Dependemos de Dios, debido a que los seres humanos fuimos creados por Él y no fue el hombre el que se creó a sí mismo de la nada. Y lo más importante, es que Dios nos creó con un espíritu o alma inmortal a imagen y semejanza suya.
Somos tan dependientes de Dios, sencillamente porque la realidad de nuestra vida diaria y todo lo que hacemos con el cuerpo, lo determina y lo dirige el alma a través de nuestros intelecto, voluntad, conciencia, deseos, sentimientos, etc. De no ser así, tendríamos una existencia igual a la de nuestros « parientes cercanos »: los monos y gorilas.
Por haber sido creado por Dios y por haber sido dotado de alma inmortal y divina, es que el ser humano siente la necesidad espiritual de acudir y de encontrarse con Dios, con el propósito de recibir gracia, consejo, orientación, socorro, consuelo, esperanza, fortaleza, paz interior y sentido de vida.
Muchos de ustedes se preguntarán:¿pero cómo es posible que en las sociedades modernas de los países más industrializados, haya tanta gente que vive como si Dios no existiera para ellos? Eso es el resultado de la vanidad y del orgullo humano.
La vanidad y el orgullo poseen la particular capacidad de aturdir la conciencia, el intelecto y a la memoria de tal manera, que los embriaga reduciendo su claridad de percibir la realidad. La vanidad tiene tanto poder de influencia en nuestra mente, que si se lo permitimos, nos puede hacer creer que somos casi dioses, que somos capaces de todo y por esfuerzo propio, que somos dueños de nuestra vida y de nuestro futuro, y sobre todo, que somos libres e independientes y que no necesitamos recurrir a Dios.
Esa gente vive en su propia ilusión y se la pasan soñando despiertos. En su vida pública que muestran a los demás, dan la apariencia de estar bien y sin aflicciones, pero en su vida interior espiritual y secreta que es la verdadera, no lo sabemos.
Recordemos siempre, que las apariencias engañan.
Cuando caemos en desgracia por una contrariedad inesperada: un grave accidente, una seria enfermedad, una desilusión amorosa, un fracaso estrepitoso, la desocupación, la ruina, etc; nuestra vanidad cae también en picada y nos desinflamos. Poco tiempo después, nos damos cuenta de que ante Dios no somos nada, y de cómo, en última instancia, dependemos de Dios para estar vivos y sanos.
Aún cuando en la sociedad moderna, en las universidades y en el mundo laboral más bien se fomenta el orgullo, la vanidad y una actitud de vida sin tomar en cuenta a Dios, Él por su parte, en su gran misericordia y amor hacia su criatura, continuará haciéndonos sentir su divina disciplina cada vez que la necesitemos, para mantener a la vanidad en su mínimo y recordarnos nuestra condición de dependencia como hijos suyos que somos en Cristo, nuestro Redentor.