¿Cuál es la mejor actitud ante nuestro envejecimiento y el deterioro progresivo del cuerpo?

« Por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día. » 2. Corintios 4,16

Para poder comprender claramente lo que San Pablo les dijo a los antiguos cristianos de Corintio en el versículo de arriba, debo explicarles que con el término hombre exterior se referían en esa época al cuerpo de las personas, y con el de hombre interior se referían al espíritu o alma humana. Pablo invitaba a los creyentes de Cristo a no desanimarse, por el hecho de que con el paso de los años el cuerpo se va deteriorando por el envejecimiento natural, porque mientras los cuerpos se desmoronan inevitablemente, el alma inmortal se va renovando cada día.

Esa es una maravillosa afirmación de San Pablo, con la que anunció con sus propias palabras a toda la humanidad hace 2000 años, que el alma por ser inmortal se va regenerando con el transcurso del tiempo, y que por lo tanto, el alma ni envejece ni se deteriora.

Esta es una enseñaza más, de las innumerables que se encuentran en la Biblia, revelada por el gran Apostol Pablo a todos los hombres y mujeres que han creído, creen y seguirán creyendo en la Palabra de Dios, que Jesucristo nos anunció y nos dejó como testimonio en su Evangelio.

Hoy así como en la Antigüedad, el proceso de envejecimiento del cuerpo sigue causando inquietud, perplejidad, pesar y desánimo en la gran mayoría de las personas, porque creen que lo único que tienen es su cuerpo, y además creen que después de la muerte su existencia se acaba y viene la nada.

San Pablo en su misión como gran evangelizador y propagador de las enseñanzas de Jesús, se dedicó con insistencia a aclarar los mensajes claves del Evangelio a las multitudes, y este a los corintios es uno de ellos: Pablo compara al cuerpo de carne con un recipiente de barro y a su contenido, que es el alma inmortal, con un tesoro.
Pero nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios. 2. Cor 4, 7

San Pablo insiste en recordarnos que el cuerpo no es el único tesoro que poseemos en esta vida terrenal, sino que es nuestra alma inmortal, la cual vivirá eternamente. Me pregunto: ¿Cómo puede ser tesoro un recipiente de carne y huesos, que se enferma, que duele, que se envejece indeteniblemente y que al final, muere y se descompone? Nuestro gran tesoro inalterable es el alma espiritual e inmortal que tenemos dentro del cuerpo y que fue creada a imagen y semejanza del Dios creador y eterno.

Si creemos que nuestra verdadera existencia como seres humanos surge del alma inmortal que no envejece ni se deteriora, no deberíamos dejarnos afectar ni desanimar por el envejecimiento del cuerpo frágil y perecedero, ni tampoco darle excesiva importancia al aspecto exterior de nuestro recipiente o cáscara de carne, tratando de evitar que se vea viejo, ya que eso simplemente es una misión imposible.

Cuando lleguemos a la edad madura, sigamos este consejo de San Pablo y aprendamos a identificarnos más con nuestra alma, así como también aprendamos a aceptar con fortaleza de ánimo el envejecimiento del cuerpo como proceso natural y necesario que es.

Jesucristo nos enseñó con sus grandiosas revelaciones, con su muerte en la Cruz y con su Resurrección, que después de la muerte del cuerpo, se inicia para el alma una vida eterna en el Reino de los Cielos, para todos aquellos que crean en Él.

Los cristianos deberíamos identificarnos más con nuestra alma inmortal que con nuestro cuerpo mortal.

« entonces volverá el polvo a la tierra como lo que era, y el espíritu volverá a Dios que lo dio. » Eclesiástes 12, 7

Debido a la enorme importancia que tiene para la fe cristiana, deseo insistir una vez más sobre el hecho de que somos unos seres compuestos de un cuerpo mortal y un alma inmortal. Esta es una realidad que como creyentes deberíamos tenerla siempre presente. Sin un alma inmortal que pueda seguir viviendo después de la muerte del cuerpo, no hubiera habido ninguna religión en la antigüedad ni la habría tampoco en el presente, porque la vida futura espiritual es el fundamento básico de todas las creencias religiosas en el mundo.

Recordemos, que la muerte no es más que la separación del alma y el cuerpo, el cual al morir inicia su proceso natural de descomposición, mientras que el alma inicia su vida espiritual eterna. En el Calvario estando también crucificado junto a Jesús, el ladrón arrepentido le dijo unos momentos antes de morir: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le dijo: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 39-43). Este versículo tan conocido, comprueba claramente la separación del alma y el cuerpo en el instante en que la persona muere.

En esta época moderna en que vivimos, estas realidades de la dualidad alma y cuerpo del ser humano y la muerte como su separación definitiva, casi nunca son mencionadas ni recordadas. Eso es debido al materialismo existente en la sociedad, que consiste en admitir como única sustancia la material, negando la espiritualidad y la inmortalidad del alma humana. Ese materialismo, que ha sido propagado tanto en los sistemas educativos como en los medios de comunicación por el sistema económico predominante, solamente le interesa hablar del cuerpo y de sus necesidades como alimentación, salud, vestido, vivienda, transporte, etc. En consecuencia, todo lo espiritual y los temas relacionados con Dios y su importancia en la vida humana, han sido excluidos e ignorados en los medios y en la formación de la opinión pública.

Durante décadas nos han enseñado que descendemos de los monos y que lo único que poseemos es un cuerpo de carne y huesos, el cual debemos cuidar, atender, alimentar, embellecer con cosméticos y hasta con operaciones estéticas para esconder su deterioro por el envejecimiento inevitable. Por lo tanto, hemos aprendido a identificarnos únicamente con nuestro cuerpo.

Sin embargo, los cristianos que conocemos el maravilloso poder de la fe y creemos en nuestro señor Jesucristo y en las Sagradas Escrituras, podemos traer a la memoria las enseñanzas contenidas en el Evangelio, y además, recurrir a la verdad de la existencia de nuestra alma y de nuestras propias vivencias espirituales experimentadas en nuestra vida como creyentes.

Si crees que posees un espíritu inmortal dentro de tu cuerpo, te invito a identificarte más con tu alma que con tu cuerpo frágil y mortal. Te invito a apoyar tu existencia sobre la base de tu alma eterna, la cual está destinada por Dios a vivir por los siglos de los siglos por Obra y Gracia del Espíritu Santo, así como lo anunció Jesús una y otra vez en su Evangelio.

Cuando estoy con mi nieto, me siento más cerca de Dios

«Algunas personas le presentaban los niños para que los tocara, pero los discípulos les reprendían. Jesús, al ver esto, se indignó y les dijo: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos.» Marcos 10, 13-16

Mi primer nieto va a cumplir el próximo mes de septiembre apenas dos años de edad. La experiencia de ser abuelo por primera vez, de poder cargar al nieto recién nacido en los brazos, y después, de tener la oportunidad de verlo crecer y compartir con él un día a la semana; ha sido para mí un acontecimiento tan prodigioso, que lo considero un verdadero privilegio. Ciertamente, todos los abuelos y abuelas han vivido también con sus respectivos nietos experiencias de amor maravillosas y muchos momentos tiernos, que les son inolvidables. Sin embargo, deseo darles a conocer lo que me ha movido a calificar mis viviencias de abuelo como un privilegio.

El primer cambio imperceptible que uno como abuelo tiene que reconocer, es el que ha sucedido en nuestro estado anímico como personas mayores, que misteriosamente nos capacita percibir a nuestros nietos con una mayor profundidad, como si estuvieramos apreciando algo más en ellos, algo como un brillo que sale de su interior y que nos cautiva atrayendo nuestra atención. Algo que cuando joven no fui capaz de apreciar ni de sentir con mis propios hijos, cuando estaban pequeños.

Para mí, ese brillo natural que poseen e irradian todos los niños no es más que el amor puro y candoroso que es manifestado por su alma vigorosa, y al cual yo le he puesto el nombre de brillo de amor. La enorme capacidad que poseen los niños pequeños de amar espiritualmente y sin condiciones, es precísamente lo que les hace transmitir a los demás ese encanto y esa ternura irresistibles que los caracterizan.

Estoy plenamente de acuerdo con la opinión del místico español Juan de la Cruz cuando al referirse a las huellas de Dios en este mundo, escribió la siguiente frase: „El alma, hecha a imagen y semejanza de Dios, es la mejor huella que Dios dejó de sí en la creación”.

Jesucristo nos lo reveló y lo enseñó en la memorable escena con los niños, en que Él les dice a sus discípulos: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos.»

En nuestros tiernos y cariñosos hijos o nietos pequeños, tenemos los adultos el grandioso privilegio de contemplar y percibir en plena acción y durante el brevísimo período de la infancia, cómo las cualidades espirituales invisibles del alma divina se hacen visibles. Sólo hace falta en primer lugar, creer que éllas existen teniendo siempre presente que el cuerpo las esconde, y en segundo lugar, desear verlas conscientemente mediante la observación atenta y cuidadosa de todo lo que hacen y dicen los niños.

Tanto la historia de los tres Reyes magos que vinieron del Oriente para adorar al recien nacido Niño-Dios, como también ese acto insólito y hasta revolucionario de Jesús, de elevar al niño al primer plano y de ponerlo como ejemplo para los adultos, marcaron el inicio de un proceso de cambio en el concepto tradicional sobre la infancia y de su nuevo significado religioso.

A partir de la edad media comienzan a aparecer en el arte de la pintura, la representación de niños pequeños como ángeles y el niño Jesús o el Niño-Dios, en murales de iglesias y en cuadros con motivos religiosos. El alma pura, amorosa y vigorosa de los niños es lo que los hacen semejantes los ángeles de Dios, pero los pintores como no podían pintar algo invisible como es el alma, tuvieron que materializarla por medio de la figura de sus cuerpecitos.

Después de haberles dado esta explicación personal, espero que ahora comprendan mejor, por qué cuando estoy con mi nieto, me siento más cerca de Dios.

Ante la muerte, lo único que podemos encomendar a Dios es nuestro espíritu o alma.

Y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: « Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu » y dicho esto, expiró. Lucas 23, 46

Si alguien dudaba, en primer lugar, de la inmortalidad del espíritu humano o alma, y en segundo lugar, de que en el preciso instante de la muerte, nuestro espíritu se separa del cuerpo para volver al Dios Creador a vivir eternamente, y el cuerpo regresa a la tierra a la que pertenece y donde es sepultado, le recomiendo encarecidamente que lea una vez más con fe y atención, las últimas palabras que dijo Jesús antes de morir: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

No pueden ser más claras y sencillas, las divinas Palabras que salieron de la boca de nuestro Señor Jesucristo, cuando se encarnó y estuvo en este mundo para traerle sus grandiosas revelaciones y enseñazas a la humanidad.

El significado del verbo encomendar en esa frase es: poner bajo el cuidado de alguien.
Antes de morir, Jesús puso su alma bajo el cuidado de Dios. Es bueno resaltar, que Jesús encomendó únicamente su espíritu sin su cuerpo.

Esto es una evidencia más de lo verdadero y legítimo que es el antiguo concepto cristiano de la dualidad cuerpo y alma de la naturaleza humana. Es decir, que los seres humanos somos la fusión perfecta de dos dimensiones el cuerpo y el alma, siendo esta última la que nos caracteriza. El cuerpo no es más que un mero instrumento del que se sirve el alma, la cual esta hecha a imagen y semejanza de Dios.

Esa maravillosa realidad espiritual, que es la huella que Dios dejó de sí en nosotros, no se ha enseñado a fondo a las masas de creyentes en el mundo. Según mi humilde opinión, la falta de un conocimiento detallado de nuestra dimensión espiritual, es la causa de la ignorancia espiritual que se percibe en la mayoría de los cristianos sobre su propia naturaleza espiritual y sobre los atributos del alma humana.

La gran mayoría de los creyentes no saben con certeza que disponen de facultades espirituales invisibles, las cuales sienten y manifiestan en cada instante de sus vidas, y eso es desafortunadamente así, porque nadie se los ha enseñado. No saben que su existencia tiene la capacidad de moverse entre las dimensiones de lo carnal y de lo espiritual, y que por lo tanto, todos están llamados a vivir una vida mística por la Gracia de Dios y con la guía del Espíritu Santo. No saben que todos necesitan tener una relación espiritual directa, íntima y afectuosa con Dios, su Padre celestial.

Yo no lo supe durante más de 50 años, a pesar de haber sido criado en una familia católica, de haber estudiado en colegios religiosos e incluso de haber sido catequista. Y así como me sucedió a mí, supongo que debe ser la misma condición de ignorancia espiritual en que se encuentran infinidad de creyentes laicos en todo el mundo.

El místico español San Juan de la Cruz refiriéndose a la importancia de ese conocimieno para el creyente, escribió lo siguiente:
« Esta introspección o “conocimiento de sí” es lo primero que tiene que hacer el alma para ir al conocimiento de Dios. El alma no puede amarse ni amar a Dios sin conocerse a sí misma sin constatar su origen divino».

¿Cuál es tu mayor consuelo en la vida y en la muerte?

« Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.»
Mateo 5, 5

La fe en Dios es una realidad muy necesaria ante nuestra muerte ineludible y no un asunto sin importancia y sin beneficio personal, como mucha gente atrevida lo considera hoy en día .
Una verdadera fe es lo que cuenta, puesto que no se trata de practicar exteriormente una religión o un ritual tradicional, sino una auténtica fe en Dios para vivir y para morir, es decir, una fe que ilumine la vida cuando todo se vuelva oscuro y tormentoso en el presente o en el futuro.

El consuelo que igualmente viene de Dios, es una realidad espiritual que como bálsamo divino, alivia y conforta nuestro corazón cuando está quebrantado y apesumbrado por las penas que nos depara el destino. Sabemos muy bien que en la vida no solamente tenemos experiencias buenas, agradables y enriquecedoras, sino que además padecemos una serie de vivencias tristes, decepciones, enfermedades, fracasos y la pérdida de seres queridos. Así es la vida en este mundo: dura e impredecible.

La pala de la aflicción que cava hoyos de sufrimiento inesperadamente en nuestra vida, son llenados por Dios con su consuelo misericordioso, el cual va mitigando nuestras penas lentamente hasta quitarlas del todo. Los creyentes tenemos a nuestro alcance un consuelo muy particular y eficaz en los momentos de penas y sufrimientos.
El rey David aún disponiendo de todo el poder y las riquezas durante su reinado en Judea, siempre acudía a Dios en oración durante sus momentos de aflicción y de angustias: « En medio de mis angustias y grandes preocupaciones, tú me diste consuelo y alegría. »
Salmo 94,19

No obstante, como cada quién posee la plena libertad de conducir su vida y escoger lo que considere más conveniente, los seres humanos tendemos a buscar consuelo también en diversas fuentes, por ejemplo: Los amigos de la bebida y los tragos buscan su consuelo en el alcohol, tratando de ahogar sus penas. Los ambiciosos, quienes creen que el dinero es la solución ideal para todos sus problemas, se sienten consolados cuando sus cuentas bancarias están repletas. Y algunos otros recurren a las drogas ilegales o narcóticos creyendo encontrar en esas sustancias la consolación que tanto necesitan.

El amor y el consuelo de Dios, son sin duda alguna, necesidades espirituales primordiales del alma humana. Los que creemos en el amor y en el consuelo de nuestro Señor Jesucristo, los hemos recibidos y experimentado en nuestras propias vidas. Si algunos de ustedes no creen, ustedes mismos se estarían privando de uno de los más grandes consuelos que se encuentran en las Sagradas Escrituras.

« que nuestro Señor Jesucristo mismo, y Dios nuestro Padre, que nos amó y nos dio consuelo eterno y buena esperanza por gracia, consuele vuestros corazones y os afirme en toda obra y palabra buena. »
2 Tesalonicenses 2, 16-17

Hemos nacido para la vida eterna

«Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano.» Juan 10, 27-29

En algunas ocasiones hemos pensado sobre el sentido de nuestra vida, y es probable que durante los años jóvenes nos hayamos preguntado: ¿para qué hemos nacido? Sobre esa pregunta uno escucha respuestas como: he nacido para amar a mi pareja, he nacido para ayudar a los más necesitados, he nacido para ser futbolista, he nacido para la música, etc. Todas las respuestas son válidas y la mayoría refleja la vocación o el talento natural que cada persona ha descubierto en sí misma y que en su vida ha logrado poner en práctica, lo cual podríamos llamar nuestro destino actual en este mundo.

Sin embargo, cuando ya hemos avanzado en edad y nos damos cuenta que nos estamos acercando cada vez más a nuestra muerte inevitable, surge entonces aún con más fuerza el interrogante: ¿y para qué he venido a este mundo, si pronto lo voy a dejar? o dicho de otra manera: ¿Cuál será mi destino último después de morir?

Para los que creemos en el Señor Jesucristo y en lo que Él dijo y nos prometió en el Nuevo Testamento, sabemos que después de nuestra muerte, nos espera una vida eterna en el Reino de los Cielos.
Jesús anunció a la humanidad hace más de 2 mil años, que después de morir y por poseer un espíritu inmortal, los cristianos iniciamos una nueva vida eterna y abundante en el Paraíso celestial. A partir de ese grandioso anuncio, la temible muerte, que antes significaba sólo el final definitivo y absurdo de la existencia humana, recibió un nuevo sentido trascendental para los cristianos: como ese momento crucial que tenemos que atravezar, para iniciar la tan anhelada vida eterna con el señor Jesucristo.

Recordemos lo que Jesús le contestó al malhechor arrepentido que estaba crucificado a su lado, antes de morir: « Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Él le dijo: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso. » Lucas 23, 42-43

El creyente que ha creído y se ha apoderado de la siguiente promesa de Jesús escrita en el Evangelio de San Juan: « No se turbe vuestro corazón; creed en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo hubiera dicho; porque voy a preparar un lugar para vosotros. » (Juan 14, 1-2); aprende con los años a considerar su vida pasajera y corta en éste mundo, como un peregrinaje necesario y transitorio hacia el Padre Celestial y hacia nuestra morada eterna y final.

Debido a estos pasajes que he mencionado y muchos otros más que se encuentran en la Biblia, es que he tratado de sintetizar en una sola frase, la respuesta a la que nosotros como creyentes cristianos podríamos recurrir, cuando en los tiempos de dificultades, sufrimientos y enfermedad nos sobrevenga la pregunta existencial: ¿para qué he nacido en este mundo, si algún día voy a morir?

Gracias a la obra redentora de nuestro Señor Jesucristo y a la incomensurable Gracia y Misericordia de Dios, podemos con fe y esperanza decirle a nuestro preocupado corazón, que hemos nacido para la vida eterna.