Si cuando fuímos niños confiamos tanto en nuestros padres, como adultos igual podemos confiar en Dios, nuestro Padre celestial.

Confía en el SEÑOR con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propio entendimiento. Reconócele en todos tus caminos, y Él enderezará tus sendas. Proverbios 3, 5-6

La vida en este mundo para los seres humanos está repleta de incertidumbres, riesgos, dificultades, peligros, fracasos, sufrimientos, apariencias, falsedad, hipocresía, pleitos entre personas, contrariedades, desgracias imprevisibles, etc.
En resumen, la vida sigue siendo un misterio para todo individuo, en primer lugar, porque nadie es capáz de saber lo que le sucederá en el futuro, y en segundo lugar, porque tampoco es posible conocer con certeza las causas de lo que sucede en nuestras vidas, haya sido bueno o malo.
Existen innumerables factores y circunstancias que intervienen directamente en nuestras vidas que no podemos controlar. Ni siquiera todas nuestras acciones voluntarias las podemos dominar, puesto que a veces hacemos incluso lo contrario de lo que hubieramos deseado hacer.

Cuando fuimos niños pudimos contar con la vigilancia, la protección y los consejos de nuestros padres y abuelos, quienes nos educaron durante la etapa de la niñez y adolecencia. Los padres pueden guiar y aconsejar bien a sus hijos, por la experiencia que tienen sobre la vida, puesto que ya han vivido en carne propia duras y dolorosas pruebas.
En la etapa de adulto, el creyente cristiano tiene el privilegio de acudir a Dios en la búsqueda de la necesaria sabiduría y la guía para dirigir su vida, y así poder sentirse seguro y acostarse a dormir sin miedo, porque Dios Todopoderoso es su tranquilidad. Si nuestro padres estuvieron apenas en algo facultados por sus experiencias, para enseñarnos y guiarnos en nuestro camino como níños, imagínense el maravilloso privilegio de tener a Dios y al Espíritu Santo como nuestros consejeros y consoladores durante toda la vida, tanto en los tiempos de bienestar como en los tiempos de desgracias o enfermedades.

Ahora bien, lo más importante que un cristiano tiene que hacer, es creer en Jesucristo y confiar en Él con todo su corazón y con toda su mente, así exactamente como confiábamos en nuestros padres cuando fuímos niños pequeños. Los infantes confían total y plenamente en sus madres, y además, no dudan ni siquiera un instante de sus palabras y de las promesas que ellas les hacen. Los infantes confían en sus padres y sienten una dependencia total de ellos.
El momento en que logres confiar en Dios y depender de Él de esa misma manera, a partir de ese instante tendrás y sentirás una paz y una tranquilidad interiores indescriptibles, sólo comparables a como te sentías cuando al tener algún problema, acudías a tu mamá por consuelo y protección, mientras ella te amparaba entre su falda.

Abba, es decir Padre, así con esa preciosa palabra nos enseñó Jesús a dirigirnos a Dios Todopoderoso, y aún nos sigue invitando a considerarlo como nuestro Padre Celestial por siempre.
Acércate con fe y humildad a Jesús y ruégale, que te ayude a confiar más en Dios Padre.

El temor de Dios es el principio de la sabiduría, Proverbios 1, 7.

La gran importancia que Dios le da a los hijos y a la función maternal de la mujer

« El que reciba a un niño como este en mi nombre, me recibe a mí; y el que a mí me recibe, no me recibe a mí sino al que me envió. » Marcos 9, 37

La mujer en su condición de madre recibe muchos dones y beneficios de parte de Dios. La maternidad la convierte en la persona transmisora de vida, al dar a luz a sus hijos, y después de ese milagro de la naturaleza, les transmite y da a los hijos: su amor, alimento, atención, cuidado, consuelo, protección, amparo, asistencia, consejos, sabiduría, confianza, seguridad, enseñanza y muchos buenos valores más.
Todo éste caudal de bienes que la madre le da a sus hijos, son necesidades básicas de los niños, que requieren ser satisfechas para lograr su sano desarrollo intelectual, corporal y espiritual.

Jesús en el Evangelio de Marcos, describe un privilegio más que tienen las madres cuando reciben al nacer a cada uno de sus hijos en nombre de Jesús: el honor de recibirlo también a Él en sus corazones. ¡Cuán grande es esa bendición de Dios!
La dependencia del niño pequeño de su madre es total, y en consecuencia, la necesidad que tiene el niño de estar siempre junto a ella o en su cercanía, también es total.
Es evidente que Dios ha creado a la mujer con la función maternal en su cuerpo, para la reproducción de la especie humana y ha dispuesto para ella la crianza de los hijos.

En contraste con todo esto que he mencionado hasta ahora, deseo referirme a continuación a los cambios de conceptos y de prioridades que se han estado dando en la mujer moderna:
En la actualidad, las jóvenes madres casadas consideran más importante ir a trabajar como empleadas para ganar un dinero adicional, que quedarse en casa con sus hijos para atenderlos como ellos se merecen. Uno se pregunta en estos casos: ¿Quién necesita más de la madre, los hijos o la empresa donde trabaja?
¿Qué es más importante y necesario para el bebé, la atención y el cariño de su madre o la ropita infantil costosa que está de moda?
¿Vale la pena sacrificar por un dinero adicional, las bellas vivencias de amor y satisfacción que tiene la madre con su pequeño hijo, y terminar la jornada de trabajo con sentimientos de culpa por ser mala madre?

Muchas mujeres emancipadas afirman públicamente, que ellas son las dueñas de su cuerpo y que tienen el derecho de hacer lo que les provoque con su propio cuerpo. Pregunto: ¿Cuál es el propósito principal de los senos, dar de mamar leche materna a sus hijos o hacerlos más grandes y atractivos con silicón para los hombres?
Otras mujeres que asumen estar « liberadas del dominio de los hombres», proclaman que ellas no quieren ser reducidas « a ser sólo un simple útero reproductor para tener hijos », sino que ellas más bien desean hacer carreras profesionales en las empresas y alcanzar altos cargos de gerencia y de responsabilidad. Pregunto:
¿Y los hijos que tanto las necesitan y extrañan, dónde y con quién están?
¿No es mayor la responsabilidad que tienen como madres y no es muchísimo más importante la crianza de sus hijos, para que puedan arreglárselas bien cuando sean adultos?

Estos son apenas dos ejemplos de las creencias absurdas que los medios de comunicación han estado imponiendo sobre el nuevo estilo de vida de la mujer moderna y emancipada.
Cuando los seres humanos en el transcurso de la historia de la humanidad, se han atrevido a desafiar y a luchar contra la naturaleza, siempre han sido ellos los primeros en salir malogrados y derrotados en esa lucha. Y cuando han cometido la locura de desafiar y oponerse a la voluntad de Dios, han terminado mucho peor.
Hoy en día en nuestra sociedad se está repitiendo ese grave error una vez más y está sucediendo frente a nuestros ojos.

Querida madre, te ruego que reflexiones y recuerdes que Dios sabe mucho mejor que tú, sobre lo que más te conviene a tí y a tu familia para el tiempo presente y para el futuro. Aférrate a Dios y a su Palabra, pídele que te guíe en todas las decisiones importantes que involucren a tus seres queridos. Escucha a tu propia conciencia y no a lo que dice y hace la gente debido a las nuevas modas en la sociedad.

(La esposa) está revestida de fortaleza y dignidad, y afronta confiada el porvenir. Abre su boca con sabiduría y hay en sus labios una enseñanza fiel. Vigila la marcha de su casa y no come el pan ociosamente. Sus hijos se levantan y la felicitan, y también su marido la elogia. Proverbios 25-28

La verdadera felicidad en esta vida mortal es imposible, la vida será feliz cuando sea eterna.

« El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia. » Juan 10, 10

En la conocida parábola del redil, Jesucristo concluye su alegoría al Buen Pastor con esa estupenda frase: « yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.»
¿Cómo se podría imaginar uno, la vida abundante que nos ofrece Jesús?
En mi caso personal, la imagino primero, como una vida espiritual inagotable que no termina nunca, y segundo, con una existencia verdaderamente feliz y un gozo indescriptible. Una vida en estas condiciones, solamente puede ser la vida eterna en el Reino de los Cielos, que Jesús nos promete.

Es bien sabido, que nuestra vida en este mundo es temporal, y que además, no es siempre feliz sino apenas en algunos períodos y momentos contados. En esta vida terrenal no sólo existen los problemas, dificultades y adversidades que causan en nosotros diferentes grados de malestar y sufrimiento, sino que aún en esas ocasiones en que estamos felices, satisfechos y contentos porque tenemos buena salud, prosperidad, a nuestros seres queridos cerca, paz y tranquilidad; y que son precísamente cuando nos deseamos que nuestra vida en esas circunstancias sea interminable, surge entonces de repente, el pensamiento sobre la certeza de que algún día vamos a morir, y ese hecho inevitable y temible estropea nuestra felicidad.
Es por estas razones, que San Agustín en su obra la ciudad de Dios hace esa afirmación que hace de título de esta reflexión, la cual al leerla me impresionó por la inspiración y sabiduría que contiene.

Cuando los seres humanos viven bajo circunstancias adversas y atraviezan numerosas aflicciones, es normal y necesario que dirijan su mirada hacia el porvenir y pongan su esperanza en un futuro mejor, en una vida mejor.
Jesucristo con su divina revelación de la existencia de la vida eterna en el Reino de Dios, le ha manifestado a la Humanidad que ese futuro mejor es una realidad espiritual, que estuvo oculta.
Desde la venida de Jesús al mundo, los creyentes cristianos pudiendo visualizar por medio de la fe la vida eterna, han puesto su firme esperanza en esa vida mejor, en la que tendrán vida en abundancia.

«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en El, no se pierda, mas tenga vida eterna.» Juan 3, 16