La concordia y la discordia entre los seres humanos son fenómenos espirituales, que están sujetos a la soberana Providencia de Dios.

Existe esta curiosa expresión en el idioma alemán: «da scheiden sich die Geister«; que se usa para describir esa circunstancia tan común que se presenta cuando dentro de un grupo armónico de personas afines, emergen de repente desacuerdos y disputas sobre un tema particular. La expresión dice textualmente en español: allí los espíritus se desunen, cuando por divergencias de opinión sobre algún punto se dividen los integrantes de un grupo.

Ese es exactamente el mismo fenómeno del altercado que se da una y otra vez entre las parejas casadas, los enamorados, los amigos, los compañeros de trabajo, etc., es decir, personas que normalmente se entienden muy bien cuando están juntas.

El fenónemo de la discordia, el cual en sí mismo es desagradable y enojoso, porque nos hace pasar malos ratos, nos altera y nos quita la acostumbrada serenidad; además de ser repentino, es también imprevisible e involuntario. No se sabe cuándo va suceder ni dónde, tampoco se sabe la causa exacta que lo desencadena ni cómo controlarlo. En consecuencia, el altercado es un misterio más de los tantos que existen en nuestra vida, pero al que estamos muy bien habituados, y aunque no nos guste experimentarlo, lo hemos tenido que aceptar como algo normal e inevitable.

Ningún neurobiólogo ni psiquiatra en el mundo, nos puede explicar el origen y los causas de las desavenencias y discordias que se dan entre los seres humanos. En relación a esta incompetencia, la ciencia y la medicina no pueden en absoluto argumentar que no han tenido interés, ni tiempo, ni suficientes individuos de experimentación para poder resolver el enigma.
Por esa razón me atrevo a afirmar, que la gran mayoría de los fenómenos de la vida humana que la ciencia y la medicina modernas desconocen, son sobrenaturales.

A esos misterios inexplicables, la ciencia los cubre discretamente con un grueso manto de silencio como si no formaran parte de la realidad en que vivimos, procurando así que sean olvidados, y cuando ya se les hace imposible ocultarlos como es el caso de la muerte, entonces los médicos se encogen de hombros, inclinan la cabeza y se marchan abatidos, deseando en secreto que se los trague la tierra por el peso de la impotencia.
Cuando se trata de asuntos sobrenaturales o realidades espirituales invisibles le toca el turno de actuar a nuestra fe, esa prodigiosa capacidad espiritual que poseemos para traspasar los límites que nos impone el mundo natural visible. Por lo tanto, no nos queda otra alternativa que creer en Dios o no creer.

Y si en efecto son realidades espirituales, lo mejor que podemos hacer es acudir a las sagradas escrituras para buscar allí algún esclarecimiento, que nos ayude a conocernos mejor y sobre todo a comprender nuestra manera de comportarnos y de reaccionar ante las diversas situaciones que se nos puedan presentar.

Al revisar la Biblia, encontré los siguientes versículos relacionados con nuestro tema:

„Pero Dios envió un espíritu de discordia entre Abimelec y los habitantes de Siquem, y éstos traicionaron a Abimelec.“  Jueces 9, 23

„Esto dice Yavé: Ese día, te vendrán ideas al espíritu y tendrás en la cabeza malas intenciones.“  Ezequiel 38, 10

„Entonces te tomará el espíritu de Yavé y serás cambiado en otro hombre.“  Primer Libro de Samuel 10, 6

Como ustedes mismos bien pueden constatar, el Espíritu de Dios siempre ha obrado e intervenido directamente sobre los seres humanos, lo hizo en la Antigüedad y lo continúa haciendo hoy en día.

La explicación de las causas primarias de las discordias y los conflictos están en la sabia y soberana Providencia de Dios, en el plan que tiene Dios para cada individuo durante su existencia y que los seres humanos desconocemos totalmente. Así lo testimonia la Biblia de forma clara e indiscutible.

La gente de los pueblos antíguos que se mencionan en la Biblia, no fueron ni un ápice menos inteligentes, ni menos capaces de comprender asuntos complejos y profundos que nosotros. Ellos tuvieron que aceptar la realidad inevitable de la vida y sus propios destinos, de igual manera como nosotros tenemos que aceptar la realidad inevitable de hoy y nuestros destinos individuales, que también están en las manos de Dios.

Ningún ser humano normal estando en su sano juicio, se desea ni procura premeditadamente tener altercados, discordias, conflictos y demás pleitos con su querida esposa, hijos, familiares, amigos, compañeros y extraños. Todos sin exepción, somos arrastrados a ello por una fuerza espiritual superior que es más fuerte que nosotros.

Hace casi 2000 años Agustín, Obispo de Hipona y uno de los pilares fundamentales de la Iglesia cristiana universal, afirmó que el cuerpo humano es instrumento del alma. Según Agustín el alma posee al cuerpo, usa de él y lo gobierna. Él escribió textualmente: «El alma es cierta substancia dotada de razón que está allí para dominar y regir al cuerpo». «Es el hombre un alma racional que tiene un cuerpo mortal y terreno para su uso».

Para Agustín el ser humano es esencialmente el alma y el cuerpo no es un componente de igual rango, y por eso considera que el hombre y la mujer valen muchísimo más por su espíritu que por su cuerpo y que las personas lo que más deben estimar y aferrarse es a su espíritu.

Cada quién es libre de creer y de aceptar esa explicación. En mi caso particular, a mí me pareció genial y muy lógica su tesis sobre el orden del universo y sobre la relación que existe entre el alma y el cuerpo.

Después de haber vivido mis propias experiencias espirituales, estoy igualmente convencido de que Dios a través del Espíritu Santo interviene directamente sobre nuestra alma, y que el alma a su vez gobierna al cuerpo.
Primero sucede el cambio súbito en el estado de ánimo en nuestro interior, y después, lo manifiesta el cuerpo. Estando inicialmente serenos, primero recibimos una chispa espiritual imperceptible proveniente del Espíritu de Dios, la cual desencadena en nosotros una reacción que manifestamos de inmediato con palabras y gestos, expresando así nuestra discordia e irritación al otro. El oyente reacciona a nuestra alteración de la misma manera con su irritación, y así de fácil y en un instante, se ha provocado una discordia con su correspondiente mal rato.

El otro interesante fenómeno espiritual es el de simpatizar o congeniar con alguien. Lo misterioso del congeniar es que simpatizamos más con determinadas personas que con otras, así como hay también relaciones que funcionan bien y otras que no prosperan.

La palabra congeniar proviene del latin y esta formada por el prefijo con- que expresa la idea de encuentro, y la palabra genius con la que llamaban los antíguos romanos a un tipo de espíritu. En consecuencia, congeniar significa en latín: encuentro o reunión de espíritus.

San Pablo en su carta a los Gálatas escribe lo siguiente sobre la obra del Espíritu Santo:

Por el contrario, el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia. Gálatas 5, 22

Si vivimos animados por el Espíritu, dejémonos conducir también por él. Gálatas 5, 25

El Espíritu Santo en su divina acción sobre el alma humana, igualmente interviene para que la personas se unan, se encuentren y establezcan relaciones duraderas.

Existe un fenómeno espiritual que llama mucho la atención: el entusiasmo y la pasión con que algunas personas emprenden una actividad o labor determinada. El entusiasmo es un fervor interior, es una fuerza que anima y proporciona una energía adicional a la persona que lo experimenta. Las personas que están llenas de entusiasmo o de una pasión se destacan claramente, se les nota en su comportamiento, en sus ojos y en su forma de hablar. De esas personas se dice, que le han puesto el alma a las actividades que realizan.

Cuando hacemos algo con ganas porque nos gusta, decimos que la actividad esta acorde con nuestra alma, y si por el contrario hacemos algo sin tener ganas, decimos  entonces, que no tenemos el alma puesta en lo que estamos haciendo. Una experiencia muy común que nos sirve perfectamente de ejemplo, es la de besar a alguien. No es lo mismo darle un beso con ganas a alguien que nos gusta y amamos, que darle un beso sin ganas a alguien con quien no simpatizamos.

El amor verdadero es la fuerza espiritual más poderosa que existe, no solamente porque nos hace capaces de hacer cualquier acto heróico, esfuerzo o sacrificio por alguien que amamos, sino también por la indestructibilidad de los lazos invisibles que nos unen con nuestros seres amados.
Cuando hacemos las cosas por amor a alguien o a algo, es el alma el que gobierna al cuerpo. Sabemos muy bien que el amor entre las almas es el adhesivo espiritual universal, que une a las personas en innumerables tipos de relaciones y en diferentes grados de intensidad.

También sabemos en secreto muy bien, que nuestra propia vida es un gran misterio y que es muchísimo más lo que desconocemos y lo que no esta en nuestro poder de decidir ni de controlar, que lo que de verdad esta en nuestras manos, ya que es la realidad en la que vivimos o el destino, con la activa colaboración del transcurso del tiempo que como un arroyo invisible, nos va llevando y deparando todas las situaciones o vivencias que experimentamos día a día, de acuerdo al sabio plan, que Dios ha preparado para cada uno de nosotros. Es decir, la voluntad de Dios.

Cada vez que rezamos el Padre Nuestro, rogamos que se haga su voluntad en el Cielo así como en la tierra. Eso significa que tenemos que aprender a aceptar todo lo que sucede en nuestras vidas y que no ha sido posible evitar, por no haber estado en nuestro poder evitarlo, sino por voluntad soberana y absoluta de Dios. Aceptar las adversidades, los fracasos y los sufrimientos que nos suceden sin comprenderlos en absoluto, no es nada fácil. Es un proceso de aprendizaje muy lento que requiere de confiar en Dios como nuestro Creador y Padre Celestial, y de mucha humildad para someternos a su voluntad y dejarnos conducir por él.

Debemos aprender a creer que Dios efectivamente nos ama como hijos y que desea en primer lugar la salvación de nuestras almas, que es lo único que se puede salvar, aúnque el cuerpo tenga necesariamente que sufrir y finalmente morir.

Debemos también aprender a conocer, a amar y a estar pendiente de nuestra propia alma, con el mismo interés y la dedicación con que atendemos al cuerpo. El alma es el rastro que Dios dejó en nosotros y que nuestro cuerpo físico esconde muy bien. Por eso el alma es el mayor y el único tesoro divino que poseemos, ya que es la esencia espiritual de lo que somos, es inmortal y por consiguiente después de la muerte, vivirá eternamente.

Nosotros nos fijamos sólo en las apariencias de la gente, mientras que Dios ve también nuestra alma, mira el corazón.

Y Jehová respondió a Samuel: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo he rechazado; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; porque el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón.” 1 Samuel 16, 7

Así como Dios a ustedes les a puesto en sus almas una pasión, un entusiasmo o un ímpetu para hacer algo en particular por el que ustedes se esfuerzan mucho, a mí me ha puesto en el alma la inspiración y la vehemencia para difundir y escribir sobre las realidades espirituales de nuestra alma, sobre el amor de Dios para la humanidad y sobre la promesa de Jesucristo de vida eterna en el Reino de los cielos. 

Pablo ya dijo cuál es el fruto del Espíritu Santo, y si estamos siendo animados por él, dejémonos conducir confiadamente.
Dios sabe mucho mejor que nosotros lo que nos conviene para esta vida terrenal y para la vida eterna, porque Él sabe perfectamente quiénes somos, así como también nuestro presente y nuestro futuro.

Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. Lucas 23, 42-43

Estos versículos narran el breve diálogo que tuvo Jesucristo, con el malhechor crucificado que estaba a su lado, antes de morir en la cruz. Este testimonio del Evangelio de San Lucas, es una clara evidencia que nos permite comprender mejor, la divina obra de la Gracia y la Misericordia de Dios en la salvación eterna del alma de un pecador, debido al grandioso mérito que obtuvo Cristo Jesús al sacrificarse voluntariamente por amor a la humanidad, para lograr expiar y  perdonar nuestros pecados.

Expiar significa borrar las culpas por medio de un sacrificio. Jesús, el Hijo de Dios, se hizo hombre y llevó nuestros pecados en su propio cuerpo hasta su muerte en la cruz del Calvario. Hemos visto el castigo que se le impuso para que nosotros también podamos ser perdonados, tener paz y estar reconciliados con Él. Debido a que Jesucristo, verdaderamente santo y puro en su vida libre de pecado alguno, se encargó de cumplir la ley divina recibiendo el castigo que merecíamos, y precísamente por su sacrificio es que Dios puede perdonar nuestros pecados. Eso es lo que se conoce en el nuevo Testamento, como las doctrinas de la gracia y de la reconciliación.

En relación con estas doctrinas fundamentales de la fe cristiana, el predicador inglés Charles H. Spurgeon en su autobiografía hace la siguiente afirmación esclarecedora:
Cuando estuve en las manos del Espíritu Santo, convencido de mi pecado, supe cuál era la justicia de Dios. Cualquiera que sea el significado del pecado para otras personas, para mí se convirtió en una carga insoportable. No tanto porque yo temiera al infierno, sino porque temía al pecado. Constantemente sentí una profunda preocupación por la gloria del nombre de Dios y la pureza de Su dominio espiritual. Sentí que buscar el perdón de manera injusta no apaciguaría mi conciencia. Y entonces me vino la pregunta: “¿Cómo puede Dios ser justo y justificarme a mí que soy culpable?”. La pregunta me preocupó. No pude encontrar la respuesta a eso. Y ciertamente nunca podría haber inventado una respuesta que hubiera tranquilizado mi conciencia.

Para mí, la doctrina de la expiación es una de las pruebas más seguras de la inspiración divina de las Sagradas Escrituras. ¿Quién hubiera pensado que el Principe justo muera por el rebelde injusto? Esta no es una doctrina de mitología humana, ni un sueño de imaginación poética. Esta forma de expiación es conocida por los hombres, sólo porque fue un hecho realizado por el Señor Jesucristo; nadie podría haberlo inventado. Dios mismo lo creó.

Así como el malhechor habló personalmente con Jesús, así mismo podemos nosotros hablar directamente con Él, cuando arrepentidos de nuestros pecados, oramos en espíritu y en verdad. No hace falta en realidad ningún intermediario humano entre Jesucristo y nosotros, ya que para esa función y muchas más, Jesús envió al Espíritu Santo o “El Consolador” a este mundo terrenal, como una especie de compensación por Su ausencia física, para realizar las funciones que Él hubiera hecho, si hubiera permanecido entre nosotros.
Pero cuando Él, el Espíritu de verdad, venga, os guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oiga, y os hará saber lo que habrá de venir. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo hará saber. Juan 16, 13-14

Entre esas funciones está la de revelar la verdad de Dios. La presencia del Espíritu dentro de nosotros, nos permite comprender mejor la Palabra de Dios. Él es el guía fundamental, que va al lado de nosotros, mostrando el camino, abriendo el entendimiento y conduciendo nuestra vida espiritual. Él nos revela las realidades espirituales más importantes: la existencia de Dios, de nuestra alma y del Reino de los Cielos. Sin tal guía, estaríamos expuestos a dejarnos extraviar del camino que nos señaló el Senor Jesucristo. Una parte decisiva de la Verdad que Él revela, es lo que el mismo Jesús afirmo ser: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mi.(Juan 14, 6)

De todos los dones dados por Dios a la humanidad, no hay uno más grande que la presencia del Espíritu Santo. El Espíritu tiene muchas funciones y actividades. Primero, Él obra en el alma de todos nosotros, de manera directa e imperceptible. Jesús le dijo a Sus discípulos que Él enviaría al Espíritu de Dios al mundo para “convencer al mundo de pecado, y de justicia, y de juicio” (Juan 16, 8).

Otra función importante del Espiritu Santo es la de conceder los dones espirituales, que describe el apóstol Pablo en 1. Corintios 12, otorgados a los creyentes, para que podamos funcionar como el cuerpo de Cristo en el mundo.

El Espíritu Santo al obrar sobre los creyentes también produce frutos espirituales en nuestras vidas, como son: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Estas no son las obras de la carne, la cual es incapaz de producir tales frutos espirituales, sino que es el producto de la presencia del Espíritu de Dios en nuestras almas.

El conocimiento de que el Espíritu Santo obra en nuestras vidas, de que Él ejerce todas estas funciones divinas, de que Él mora con nosotros para siempre y que nunca nos desamparará, es causa de gran gozo y consuelo para cualquier creyente cristiano.

Conocer y creer la obra del Espíritu Santo, es de suprema importancia precisamente en estos tiempos modernos, cuando las iglesias tradicionales están atravesando una grave crisis de fe y de espiritualidad, por no cumplir estrictamente las enseñanzas del Evangelio de Jesús y por dejarse influenciar del materialismo y del escepticismo religioso, que reinan en la sociedad de consumo occidental.

Cada persona es el gran protagonista de su propia vida. Nuestra existencia individual es el drama más importante del mundo.

Según sean la situación en que nos encontremos y la función que debemos desempeñar en ciertas ocasiones, cada uno de nosotros tiene también innumerables oportunidades de ser el protagonista o de hacer el papel principal.

En el transcurso de nuestra vida son muchísimos los diferentes papeles o roles que desempeñamos. La mayoría de esos papeles son tan comunes y los hacemos durante tantos años, que los hemos interiorizados y forman ya parte de nuestra existencia, y por consiguiente, cuando estamos en plena acción desempeñando esos roles, no estamos realmente conscientes de la importancia del papel que hacemos como protagonistas.

No es tan prominente o excelso el individuo que actúa, sino más bien la obra que hace y el papel que desempeña, según sea el entorno o escenario en que la persona se encuentre. En el gran escenario de nuestra propia vida, somos siempre el protagonista o el personaje estelar de los acontecimientos que se dan en nuestra vida espiritual, en nuestra conciencia y en nuestro corazón.

Cada quién es protagonista y único responsable de sus decisiones, de sus actos, de lo que dice o escribe, de sus relaciones con los demás, en resumen, de lograr o de malograr su proyecto de vida. Cada quien es responsable de conocerse bien a sí mismo, de estar de acuerdo con su propia conciencia, de conocer sus talentos naturales, de conocer los anhelos de su corazón y de encontrarle el sentido a su vida. ¿Existe acaso para el individuo, una obra más valiosa y más importante que ésa?

¿De que nos sirve interesarnos por los otros y estar pendientes de lo que piensen o digan los demás, sino sabemos bien quiénes somos, ni sabemos lo que queremos hacer de nuestra vida y no escuchamos la voz de nuestra conciencia?

Por éstas y muchas razones más, no deberíamos sentir envidia de aquellas personas que los medios de comunicación y la sociedad antojadiza han seleccionado como los prominentes y las estrellas del escenario público mundial, ya que muchos de esos personajes han sido promovidos más por intereses comerciales y por negocios, que por haber hecho obras realmente admirables. Nuestra vida personal es el escenario o el entorno más importante y más trascendente, de todos los escenarios en que podamos participar y desempeñar un papel durante el transcurso de nuestra existencia terrenal.

Así lo afirma Jesucristo con otras palabras cuando dice en el evangelio de San Mateo:
«Pues ¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma? O ¿qué dará un hombre a cambio de su alma?  Mateo 16, 26

Como evidencia de esa afirmación, nada más tenemos que fijarnos en la vida privada de muchos personajes ilustres, artistas famosos y prominentes a lo largo de la historia, para constatar la enorme disparidad entre su vidas públicas y sus vidas íntimas y familiares. La gran mayoría de ellos malograron su propia vida.

Hagamos lo que hagamos durante nuestra vida productiva, bien sean obras sobresalientes o bien obras comunes y sencillas, en el ocaso de nuestra vida, cuando cada uno de nosotros esté agonizando y moribundo, cuando ya nada ni nadie de este mundo nos pueda asistir, y nos encontremos a solas y en secreto frente a la muerte, habrán únicamente dos grandes protagonistas que figurarán al final de nuestro drama existencial: nuestra alma y Dios.

En los tiempos de Jesús, los fariseos y los escribas eran las figuras más prominentes de la sociedad hebrea,  ellos conformaban la élite de la comunidad judía de Jerusalen, y además, eran los maestros de la ley judaíca. A pesar de pertenecer a la casta más alta e instruida y de poseer todo ese bagaje de conocimientos sobre las sagradas escrituras, los fariseos por falta de fe y de humildad, fracasaron al no reconocer a Jesús como su Mesías, a quien por cierto, esperaban desde muchos siglos antes. Ellos fallaron en su papel histórico, no realizaron la obra máxima que les correspondía hacer como sacerdotes que eran. Los sacerdotes judíos eran los más idóneos y los que tenían la gran responsabilidad de hacer bien el papel de reconocer a su Mesías, pero se ofuscaron y se equivocaron.

Este es un buen ejemplo histórico, de tantos que han ocurrido en el mundo, en el cual los personajes ilustres y mejor educados de una nación, no supieron cumplir bien con su papel en el momento cumbre de su trayectoria.

Fueron los sencillos pastores y pescadores de la plebe, los escogidos por Dios en su plan divino para conocer a Jesús, reconocerlo como el Mesías y darlo a conocer en el mundo antiguo.

En aquella misma hora Jesús se alegró en espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, que escondiste estas cosas á los sabios y entendidos, y las has revelado á los pequeños: así, Padre, porque así te agradó. Lucas 10, 21

El Espíritu Santo es quien nos concede los dones y los talentos para actuar y nos guía en nuestras tareas y actividades.

Pero no debemos nunca olvidar, que Dios todo lo sabe y que no estamos solos en esas luchas que se dan en nuestra alma una y otra vez, en ese combate espiritual interior donde somos el protagonista principal. Si acudimos a Dios para pedirle ayuda y fortaleza, él nos las dará.

Me adhiero con gusto a una recomendación que el cardenal inglés John Newman, le dió a su congregación sobre la gran contribución que hacen los más sencillos feligreses a la parroquia, en uno de sus famosos sermones: «debemos sentirnos conformes con la suerte más humilde y más oscura, ya que en ella podemos ser los instrumentos de un bien muy grande, ….los grandes benefactores de la humanidad son frecuentemente ignorados.»

El Espíritu Santo es el verdadero autor de las buenas obras

En el caso de las conocidas como
buenas obras de los hombres y mujeres en las iglesias cristianas, se omite por lo general, concederle el mérito a quién lo merece y le corresponde, a ese que es el verdadero autor de las buenas obras que puede llegar a realizar el ser humano: el Espíritu Santo o Espíritu de Dios.

Hoy en día, el Espíritu Santo es el gran Ilustre Desconocido, a quién apenas se nombra y se le reconoce su maravillosa obra en nuestra alma, para que en consecuencia y con su divina guía, el individuo desee hacer esas buenas obras que son presenciadas y vistas por la gente.

Cuando alguien que ha sido inspirado y guiado en su corazón previamente por el Espíritu de Dios, para realizar una buena obra para el prójimo, y que por honrarse a sí mismo no reconoce de manera expresa la autoría del Espiritu Santo del impulso que lo motivó a actuar así, sino que piensa que el mérito ha sido únicamente suyo, se podría entonces afirmar, que esa persona se está vistiendo con plumas ajenas.

Todo acto humano voluntario lleva consigo una intención o un propósito. El pensamiento o la idea original que motiva al individuo a realizar el acto voluntario tiene únicamente dos testigos presenciales: la conciencia de la persona y Dios. Por lo tanto, la intencion inicial es absolutamente secreta, y nadie más tiene acceso directo a la verdad de la intención. Vemos las obras que hace la gente, pero no sabemos si la intención del corazón fue buena o mala y si fue sincera o falsa.

Sabemos que la conciencia, la voluntad y el intelecto son potencias del alma humana. Por ser de naturaleza espiritual son fuerzas invisibles e inmateriales, que juntas gobiernan los actos voluntarios de la persona. Lo que quiere decir, que primero tiene que surgir un pensamiento o un deseo del alma (acto interior), para que se genere el impulso y se desencadene una serie de procesos y acciones en el cuerpo y se realize finalmente el acto exterior (la obra) de la persona.

Sin el acto interior o impulso inicial en el alma o dimensión espiritual del individuo, no puede darse el acto exterior del cuerpo. El acto espiritual interior precede al acto corporal exterior o público.

Enaltecerse y honrarse a sí mismo con méritos de otros, no es muy bien visto ni por nuestros semejantes y ni mucho menos por Dios:
« Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. » Mateo, 23, 12

Aceptar con humildad nuestra dependencia de Dios y reconocer abiertamente la obra del Espiritu Santo en nuestra vida interior, es la actitud correcta con nosotros mismos y con respecto a Dios, de lo contrario nos engañamos a si mismo y nos burlamos de los demás.

Todo el que hace buenas obras a sus semejantes, de corazón y sin esperar nada a cambio, debería estar siempre consciente de que es un deudor muy afortunado del Espíritu Santo: el verdadero autor de las buenas obras!