Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. Lucas 23, 42-43

Estos versículos narran el breve diálogo que tuvo Jesucristo, con el malhechor crucificado que estaba a su lado, antes de morir en la cruz. Este testimonio del Evangelio de San Lucas, es una clara evidencia que nos permite comprender mejor, la divina obra de la Gracia y la Misericordia de Dios en la salvación eterna del alma de un pecador, debido al grandioso mérito que obtuvo Cristo Jesús al sacrificarse voluntariamente por amor a la humanidad, para lograr expiar y  perdonar nuestros pecados.

Expiar significa borrar las culpas por medio de un sacrificio. Jesús, el Hijo de Dios, se hizo hombre y llevó nuestros pecados en su propio cuerpo hasta su muerte en la cruz del Calvario. Hemos visto el castigo que se le impuso para que nosotros también podamos ser perdonados, tener paz y estar reconciliados con Él. Debido a que Jesucristo, verdaderamente santo y puro en su vida libre de pecado alguno, se encargó de cumplir la ley divina recibiendo el castigo que merecíamos, y precísamente por su sacrificio es que Dios puede perdonar nuestros pecados. Eso es lo que se conoce en el nuevo Testamento, como las doctrinas de la gracia y de la reconciliación.

En relación con estas doctrinas fundamentales de la fe cristiana, el predicador inglés Charles H. Spurgeon en su autobiografía hace la siguiente afirmación esclarecedora:
Cuando estuve en las manos del Espíritu Santo, convencido de mi pecado, supe cuál era la justicia de Dios. Cualquiera que sea el significado del pecado para otras personas, para mí se convirtió en una carga insoportable. No tanto porque yo temiera al infierno, sino porque temía al pecado. Constantemente sentí una profunda preocupación por la gloria del nombre de Dios y la pureza de Su dominio espiritual. Sentí que buscar el perdón de manera injusta no apaciguaría mi conciencia. Y entonces me vino la pregunta: “¿Cómo puede Dios ser justo y justificarme a mí que soy culpable?”. La pregunta me preocupó. No pude encontrar la respuesta a eso. Y ciertamente nunca podría haber inventado una respuesta que hubiera tranquilizado mi conciencia.

Para mí, la doctrina de la expiación es una de las pruebas más seguras de la inspiración divina de las Sagradas Escrituras. ¿Quién hubiera pensado que el Principe justo muera por el rebelde injusto? Esta no es una doctrina de mitología humana, ni un sueño de imaginación poética. Esta forma de expiación es conocida por los hombres, sólo porque fue un hecho realizado por el Señor Jesucristo; nadie podría haberlo inventado. Dios mismo lo creó.

Así como el malhechor habló personalmente con Jesús, así mismo podemos nosotros hablar directamente con Él, cuando arrepentidos de nuestros pecados, oramos en espíritu y en verdad. No hace falta en realidad ningún intermediario humano entre Jesucristo y nosotros, ya que para esa función y muchas más, Jesús envió al Espíritu Santo o “El Consolador” a este mundo terrenal, como una especie de compensación por Su ausencia física, para realizar las funciones que Él hubiera hecho, si hubiera permanecido entre nosotros.
Pero cuando Él, el Espíritu de verdad, venga, os guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oiga, y os hará saber lo que habrá de venir. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo hará saber. Juan 16, 13-14

Entre esas funciones está la de revelar la verdad de Dios. La presencia del Espíritu dentro de nosotros, nos permite comprender mejor la Palabra de Dios. Él es el guía fundamental, que va al lado de nosotros, mostrando el camino, abriendo el entendimiento y conduciendo nuestra vida espiritual. Él nos revela las realidades espirituales más importantes: la existencia de Dios, de nuestra alma y del Reino de los Cielos. Sin tal guía, estaríamos expuestos a dejarnos extraviar del camino que nos señaló el Senor Jesucristo. Una parte decisiva de la Verdad que Él revela, es lo que el mismo Jesús afirmo ser: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mi.(Juan 14, 6)

De todos los dones dados por Dios a la humanidad, no hay uno más grande que la presencia del Espíritu Santo. El Espíritu tiene muchas funciones y actividades. Primero, Él obra en el alma de todos nosotros, de manera directa e imperceptible. Jesús le dijo a Sus discípulos que Él enviaría al Espíritu de Dios al mundo para “convencer al mundo de pecado, y de justicia, y de juicio” (Juan 16, 8).

Otra función importante del Espiritu Santo es la de conceder los dones espirituales, que describe el apóstol Pablo en 1. Corintios 12, otorgados a los creyentes, para que podamos funcionar como el cuerpo de Cristo en el mundo.

El Espíritu Santo al obrar sobre los creyentes también produce frutos espirituales en nuestras vidas, como son: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Estas no son las obras de la carne, la cual es incapaz de producir tales frutos espirituales, sino que es el producto de la presencia del Espíritu de Dios en nuestras almas.

El conocimiento de que el Espíritu Santo obra en nuestras vidas, de que Él ejerce todas estas funciones divinas, de que Él mora con nosotros para siempre y que nunca nos desamparará, es causa de gran gozo y consuelo para cualquier creyente cristiano.

Conocer y creer la obra del Espíritu Santo, es de suprema importancia precisamente en estos tiempos modernos, cuando las iglesias tradicionales están atravesando una grave crisis de fe y de espiritualidad, por no cumplir estrictamente las enseñanzas del Evangelio de Jesús y por dejarse influenciar del materialismo y del escepticismo religioso, que reinan en la sociedad de consumo occidental.

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