No somos nada, mientras nuestra alma habite en este cuerpo tan frágil y mortal.

El hombre, como la hierba son sus días, florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció, y su lugar no la conocerá más.
Salmo 103, 15-16

Durante estos angustiantes tiempos de la pandemia del virus Covid-19, han pasado imágenes de horror en las pantallas delante de nuestros ojos asombrados, que nos mostraron enormes multitudes de muertos y enfermos causados por esta nueva enfermedad contagiosa y mortal, en todo el mundo.

Una insignificante y despreciable criatura como es un microbio, puso a temblar de repente a los gobiernos más poderosos del planeta y a sus formidables ejércitos, los cuales no pudieron hacer nada en contra con sus armas, porque el enemigo resultó ser invisible esta vez.

A los sistemas de salud en los países más desarrollados les fue aún peor, aunque cuentan con una infraestructura de modernos hospitales y con un equipamiento óptimo de sus servicios básicos de personal paramédico, ambulancias, emergencias y suministro de medicamentos; el virus los puso de rodillas y muchas clínicas colapsaron totalmente, por no estar bien preparadas para esta contingencia, a pesar de que hace decenas de años, la Organización mundial de la salud y círculos profesionales de epidemiólogos de todos los continentes, estuvieron advirtiendo en varias oportunidades sobre la alta probabilidad de que una pandemia, podía ocurrir en cualquier momento.

La pandemia ha sido una clara señal para toda la humanidad, la cual se puede interpretar y analizar desde diversos aspectos de la vida y perspectivas.
Desde la perspectiva de la fe cristiana, considero que la pandemia ha sido un mensaje divino dirigido a sacudir la conciencia de la gente en las sociedades de los países industrializados, donde se adoran innumerables ídolos, entre los cuales están, en primer lugar, el hombre mismo, quien por su orgullo, vanidad y vanagloria se cree un superhombre que puede vivir bien olvidándose de Dios y de su fragilidad, y en segundo lugar, todos los objetos materiales creados por sus manos: el dinero, las máquinas, las edificaciones, la tecnología y la medicina moderna; con los cuales se siente más que seguro e imbatible.

Mientras millones de personas morían y se enfermaban por el virus, la naturaleza por el contrario, se recuperaba con vigor y hasta los indefensos pajaritos en los bosques, cantaban alegremente como siempre y como si nada estuviera sucediendo.

Desde hace más de 3 mil años fueron escritos en el Viejo Testamento, párrafos como el del salmo 103 citado arriba, que describen con metáforas y enseñan la verdad sobre los seres humanos: el hombre es tan frágil y perecedero como la hierba, o dicho de otra manera: el hombre no es nada.

La similitud entre las expresiones simbólicas del versículo y la forma de contagiarnos con el virus es asombrosa. La frase dice: “florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció”.
En el caso concreto del Covid-19, sabemos que la via principal de contagio, sucede al aspirar aire con micropartículas de agua (aerosoles) que contienen el virus, las cuales son transportadas por el viento.
Por lo tanto, así como el viento pasa por la vulnerable flor del campo y muere, igualmente podemos morir así de fácil, si un soplo de viento contaminado con el virus pasa por nosotros.

Ahora bien, lo más importante y la gran diferencia es que lo único que muere del hombre es su cuerpo de carne y huesos, pero no su alma inmortal, la cual en el instante de la muerte, pasa a una vida más abundante, eterna y libre de sufrimientos. Entonces tengamos bien claro y recordemos siempre lo siguiente: es sólo por culpa de nuestro cuerpo, que no somos nada.