El Reino Espiritual de Dios

Cuando un creyente cristiano en algún momento de su vida, se toma el tiempo para meditar sobre ese gran misterio divino que es el destino final de su existencia después de morir, es muy razonable, que trate de imaginarse cómo podría ser la vida eterna prometida por Jesucristo en su Evangelio, y que llegue incluso a figurarse su propia visión de la patria celestial.

Ese ejercicio intuitivo de la fantasia, por medio del cual, cada quien se imagina la vida eterna a su manera, lo considero no solo muy positivo,  sino de enorme provecho para toda aquella persona que en su corazón cobije y acaricie esa maravillosa esperanza.

La propia visión de la eternidad no es más que la reafirmación personal de la suprema esperanza del cristiano, porque uno está esperando convencido, de que la promesa de Jesús se cumplirá cuando llegue el tiempo justo.
Asi como cualquier cristiano, tambien yo tengo mi visión muy personal del Reino de los Cielos. Para mí el Reino de Dios debe ser un reino espiritual.

Me lo imagino como una dimensión o un mundo espiritual totalmente distinto a lo que conocemos de nuestro mundo material y visible.
Si Dios es espíritu, como lo afirma San Juan en su Evangelio (Juan 4, 24), entonces el Reino de Dios o Reino de los Cielos que dió a conocer Jesucristo, tiene que ser forzosamente como es Dios: espiritual.

Considerando que Dios como creador del Universo, insufló su espíritu en el hombre y la mujer, y que en consecuencia por ser los recipientes del alma, somos las únicas criaturas hechas a su imagen y semejanza, y que además, por habernos concedido el maravilloso privilegio de llamarnos hijos de Dios por la Obra Redentora y la Gracia de nuestro Señor Jesucristo, se puede deducir concluyendo, que los seres humanos somos de naturaleza espiritual y por lo tanto, somos tambien seres que poseemos un espíritu o bien seres con espiritualidad.

El Espíritu Santo que está contínuamente obrando en todos nosotros como el gran guía y consolador de Dios, a quien Jesucristo envió para hacer el papel de nuestro aliado durante nuestro paso por el mundo terrenal, según mi forma de creer, actúa directamente sobre nuestra dimensión espiritual, concretamente sobre las grandes potencias espirituales del alma humana, que son entre otras: la conciencia, la voluntad, el entendimiento, la memoria, la fe, el amor y la esperanza.

En este orden de ideas, mi concepción del ser humano es claramente dualista, ya que estoy convencido de que nuestra naturaleza está compuesta de dos dimensiones antagónicas que a su vez poseen cualidades y fuentes vitales distintas: el cuerpo material y el alma espiritual.

En una escena relatada en el Evangelio de San Mateo, Jesús se refiere de forma muy clara e instructiva a dos entidades o componentes diferentes del ser humano: el cuerpo y el alma; afirmando de forma irrebatible que el alma está dotada de su propia fuente vital y que al morir el cuerpo, el alma es capaz de seguir existiendo.
“No teman a los que sólo pueden matar el cuerpo, pero no el alma; teman más bien al que puede destruir alma y cuerpo en el infierno.”
San Mateo 10, 28

Hay otra escena en la que Jesús se refiere por última vez al Reino de Dios y ésta vez no lo hace en forma de parábola sino que hace una afirmación categórica y directa, la cual según mi opinión, no permite en absoluto ningún espacio para interpretaciones de significados diferentes a lo que expresó fiel y exactamente con sus palabras. Esa ocasión es cuando estaba Jesús ante Pilato en el pretorio y éste le pregunta:
¿Eres tú el rey de los judíos?
Jesús respondió: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí».
Juan 18, 36

Poco después estando Jesús ya clavado en la cruz, en la escena que relata el Evangelio de San Lucas sobre la conversación que sostuvieron Jesús y el ladrón arrepentido quién estaba colgado a su lado:
“Y decía: Jesús acuerdate de mí cuando vengas con tu Reino. Jesús le dijo: Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.  Lucas 23, 42-43

Esta maravillosa respuesta de Jesús al ladrón, con quien compartía su terrible agonía, es para mí el más grandioso testimonio para la humanidad de la inconmesurable Gracia y amor de Dios para un pecador arrepentido, y además, es la divina revelación más demostrativa, de que al morir un ser humano y separarse en ese momento el alma del cuerpo, el alma regresa a Dios su Creador y el cuerpo regresa a la tierra a la que pertenece.

Las almas de todos los seres humanos que han existido y que han muerto, siguen existiendo y viviendo espiritualmente en la eternidad.  Eso lo afirmó claramente  Jesucristo cuando le dijo a los Fariseos:
 “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos, ustedes están muy equivocados.”(Marcos 12, 27).

Sería completamente absurdo y no tendría ningún sentido, que hubiese un Dios eterno de seres muertos que ya no existen en absoluto, que son la nada.
Jesucristo con su respuesta a los doctores de la ley judaica, trató de quitarles el velo de suprema ignorancia que tenían en su entendimiento de seres mortales limitados, en relación con la vida eterna y la muerte del cuerpo humano.

Un Dios Todopoderoso y eterno no puede ser Dios y no puede poseer y señorear un Reino eterno de seres mortales insignificantes de carne y huesos, que tienen una existencia como la de las moscas, que solamente viven un par de días y después no existen más.

En la oración fundamental y perfecta de todo cristiano el Padre Nuestro, que nuestro Señor Jesucristo nos enseñó y nos pidió que rezaramos, dice en la tercera frase: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo”
Desde hace más de dos mil años los creyentes cristianos hemos estado rogándole a Dios por medio del Padre Nuestro, que su voluntad sea hecha simultáneamente en dos mundos o dos realidades diferentes, en el mundo terrenal y en el mundo celestial, por seres mortales que existen en el primero, y por seres eternos que existen en el segundo.

En el Reino de los Cielos viven los seres espirituales, quienes desde la eternidad también deben hacer la santa y soberana voluntad de Dios, como nosotros aquí en la tierra mientras vivimos en nuestro cuerpo mortal.
Por eso, repito lo que Jesús dijo: «Dios es un Dios de vivos y no un Dios de muertos.«
La muerte consiste en la separación del alma y del cuerpo, asi como también en la separación definitiva entre los seres mortales del mundo material y las almas vivientes que inician su vida eterna en el Reino espiritual de Dios.

Cada individuo es el gran protagonista en el drama más importante del mundo: el de su propia existencia.

En realidad, nosotros no somos ni muy secundarios, ni tan insignificantes como a veces lo pensamos. Según sea la situación en que nos encontremos y la función que debemos desempeñar en ciertas ocasiones, cada uno de nosotros tiene también innumerables oportunidades de ser el protagonista principal.

En el transcurso de nuestra vida son muchos los diferentes papeles o roles que desempeñamos. La mayoría de esos papeles son tan comunes y los hacemos durante tantos años que los hemos interiorizado y forman ya parte de nuestra existencia. Por consiguiente, cuando estamos desempeñando esos roles, no estamos realmente conscientes de la importancia del papel que hacemos como protagonistas, y precísamente por eso, con esta reflexión deseo motivarlos a tomar conciencia sobre este asunto.

Si reflexionáramos sobre el significado de cada uno de esos papeles y si, además, tomáramos conciencia de la gran importancia que tienen para nosotros los familiares y amigos, nos daríamos cuenta más a menudo del valor y de la gran relevancia que tienen nuestros actos y palabras en esos momentos.

Algunos de esos papeles y funciones importantes que hacemos a diario son los siguientes: hijo, padre, hermano, tío, esposo, abuelo, jefe, trabajador, amigo, amante, consejero, confidente, guía, oyente, maestro, protector, compañero, socio, dueño, chofer, tutor, representante, padrino, novio, jugador, acompañante, consolador, etc, etc.

En el escenario de nuestra vida somos siempre el protagonista principal o el personaje estelar de los acontecimientos que se dan en nuestra vida interior espiritual, es decir, en nuestra conciencia y mente.

Cada quien es protagonista y único responsable de sus propias decisiones, de sus actos, de las palabras que dice, de sus relaciones con los demás; en resumen de lograr o de malograr su proyecto de vida.

Cada uno es responsable de conocerse bien a sí mismo, de vivir de acuerdo con lo que le dicta su fe en Dios y su conciencia, de conocer sus talentos naturales, de seguir los anhelos de su corazón y de encontrarle el sentido a su vida. ¿Existe acaso para el individuo, una obra más valiosa y más importante que esa en su vida?

¿De qué nos sirve interesarnos por los otros y estar pendientes de lo que hacen o digan los demás, si no sabemos bien lo que somos, ni sabemos lo que queremos hacer de nuestra vida y no escuchamos la voz de nuestra propia conciencia?

Por estas y muchas razones más, no deberíamos estar tan interesados ni sentir envidia de aquellas personas que los medios de comunicación y la publicidad han seleccionado como los prominentes y las estrellas del escenario mundial, ya que muchos de esos personajes han sido pregonados para hacerlos famosos, y así con ellos, dedicarse a ganar mucho dinero por medio de películas, eventos deportivos, conciertos de música, espectáculos, etc.

Nuestra vida personal es el escenario más importante de todos los escenarios en que podamos participar o desempeñar un papel en el transcurso de nuestra existencia.

Así lo afirma Jesucristo con otras palabras cuando dice en el evangelio de San Mateo:
«Pues ¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma? O ¿qué dará un hombre a cambio de su alma?». (Mateo16, 26).

Como evidencia de esa afirmación, nada más tenemos que fijarnos en la vida privada de muchos personajes ilustres, famosos y prominentes a lo largo de la historia, para constatar la enorme disparidad entre sus vidas públicas y sus vidas privadas y familiares. La gran mayoría de ellos malograron su propia vida, porque terminaron alejándose de Dios, suicidándose, divorciándose varias veces, arruinados, sometidos a las drogas y al alcohol, etc.

Hagamos lo que hagamos durante nuestra vida, bien sean obras sobresalientes o obras ordinarias y sencillas, cuando cada uno de nosotros esté agonizando y moribundo, cuando ya nada ni nadie de este mundo limitado e insuficiente nos pueda salvar, y nos encontremos solos frente a la muerte, habrá al final únicamente dos grandes protagonistas que formarán parte de nuestro drama existencial: nuestra alma y Dios.

En los tiempos de Jesús, los fariseos eran las figuras más prominentes de la sociedad hebrea. Ellos conformaban la élite de la comunidad judía de Jerusalén y además eran los maestros de la ley judaica. A pesar de poseer los mayores conocimientos sobre las Sagradas Escrituras, los fariseos, por falta de fe y de humildad, fracasaron al no reconocer a Jesús como su Mesías, a quien esperaban desde muchos siglos antes. Ellos fallaron en su papel histórico y no realizaron la obra que les correspondía hacer como sacerdotes que eran.

Este es un ejemplo de tantos que han ocurrido en el mundo, en el cual los personajes ilustres y mejor educados de una nación no supieron cumplir bien con su papel en el momento cumbre de su trayectoria.

Fueron los sencillos pastores y pescadores del pueblo ordinario, los que Dios en su plan divino escogió para encontrarse con Jesús, reconocerlo como el Mesías y darlo a conocer en el mundo antiguo.

«En aquella misma hora Jesús se alegró en espíritu, y dijo:
―Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, que escondiste estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños: así, Padre, porque así te agradó». (Lucas 10, 21)

El Espíritu Santo es quien nos concede los dones y los talentos para actuar, y nos guía en nuestras tareas y actividades.
No debemos olvidar nunca que Dios todo lo sabe y que no estamos solos en esas luchas que se dan en nuestra alma una y otra vez, en ese combate espiritual interior en el que somos el protagonista principal. Si acudimos a Dios para pedirle ayuda y fortaleza él nos las dará.