Cada individuo es el gran protagonista en el drama más importante del mundo: el de su propia existencia.

En realidad, nosotros no somos ni muy secundarios, ni tan insignificantes como a veces lo pensamos. Según sea la situación en que nos encontremos y la función que debemos desempeñar en ciertas ocasiones, cada uno de nosotros tiene también innumerables oportunidades de ser el protagonista principal.

En el transcurso de nuestra vida son muchos los diferentes papeles o roles que desempeñamos. La mayoría de esos papeles son tan comunes y los hacemos durante tantos años que los hemos interiorizado y forman ya parte de nuestra existencia. Por consiguiente, cuando estamos desempeñando esos roles, no estamos realmente conscientes de la importancia del papel que hacemos como protagonistas, y precísamente por eso, con esta reflexión deseo motivarlos a tomar conciencia sobre este asunto.

Si reflexionáramos sobre el significado de cada uno de esos papeles y si, además, tomáramos conciencia de la gran importancia que tienen para nosotros los familiares y amigos, nos daríamos cuenta más a menudo del valor y de la gran relevancia que tienen nuestros actos y palabras en esos momentos.

Algunos de esos papeles y funciones importantes que hacemos a diario son los siguientes: hijo, padre, hermano, tío, esposo, abuelo, jefe, trabajador, amigo, amante, consejero, confidente, guía, oyente, maestro, protector, compañero, socio, dueño, chofer, tutor, representante, padrino, novio, jugador, acompañante, consolador, etc, etc.

En el escenario de nuestra vida somos siempre el protagonista principal o el personaje estelar de los acontecimientos que se dan en nuestra vida interior espiritual, es decir, en nuestra conciencia y mente.

Cada quien es protagonista y único responsable de sus propias decisiones, de sus actos, de las palabras que dice, de sus relaciones con los demás; en resumen de lograr o de malograr su proyecto de vida.

Cada uno es responsable de conocerse bien a sí mismo, de vivir de acuerdo con lo que le dicta su fe en Dios y su conciencia, de conocer sus talentos naturales, de seguir los anhelos de su corazón y de encontrarle el sentido a su vida. ¿Existe acaso para el individuo, una obra más valiosa y más importante que esa en su vida?

¿De qué nos sirve interesarnos por los otros y estar pendientes de lo que hacen o digan los demás, si no sabemos bien lo que somos, ni sabemos lo que queremos hacer de nuestra vida y no escuchamos la voz de nuestra propia conciencia?

Por estas y muchas razones más, no deberíamos estar tan interesados ni sentir envidia de aquellas personas que los medios de comunicación y la publicidad han seleccionado como los prominentes y las estrellas del escenario mundial, ya que muchos de esos personajes han sido pregonados para hacerlos famosos, y así con ellos, dedicarse a ganar mucho dinero por medio de películas, eventos deportivos, conciertos de música, espectáculos, etc.

Nuestra vida personal es el escenario más importante de todos los escenarios en que podamos participar o desempeñar un papel en el transcurso de nuestra existencia.

Así lo afirma Jesucristo con otras palabras cuando dice en el evangelio de San Mateo:
«Pues ¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma? O ¿qué dará un hombre a cambio de su alma?». (Mateo16, 26).

Como evidencia de esa afirmación, nada más tenemos que fijarnos en la vida privada de muchos personajes ilustres, famosos y prominentes a lo largo de la historia, para constatar la enorme disparidad entre sus vidas públicas y sus vidas privadas y familiares. La gran mayoría de ellos malograron su propia vida, porque terminaron alejándose de Dios, suicidándose, divorciándose varias veces, arruinados, sometidos a las drogas y al alcohol, etc.

Hagamos lo que hagamos durante nuestra vida, bien sean obras sobresalientes o obras ordinarias y sencillas, cuando cada uno de nosotros esté agonizando y moribundo, cuando ya nada ni nadie de este mundo limitado e insuficiente nos pueda salvar, y nos encontremos solos frente a la muerte, habrá al final únicamente dos grandes protagonistas que formarán parte de nuestro drama existencial: nuestra alma y Dios.

En los tiempos de Jesús, los fariseos eran las figuras más prominentes de la sociedad hebrea. Ellos conformaban la élite de la comunidad judía de Jerusalén y además eran los maestros de la ley judaica. A pesar de poseer los mayores conocimientos sobre las Sagradas Escrituras, los fariseos, por falta de fe y de humildad, fracasaron al no reconocer a Jesús como su Mesías, a quien esperaban desde muchos siglos antes. Ellos fallaron en su papel histórico y no realizaron la obra que les correspondía hacer como sacerdotes que eran.

Este es un ejemplo de tantos que han ocurrido en el mundo, en el cual los personajes ilustres y mejor educados de una nación no supieron cumplir bien con su papel en el momento cumbre de su trayectoria.

Fueron los sencillos pastores y pescadores del pueblo ordinario, los que Dios en su plan divino escogió para encontrarse con Jesús, reconocerlo como el Mesías y darlo a conocer en el mundo antiguo.

«En aquella misma hora Jesús se alegró en espíritu, y dijo:
―Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, que escondiste estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños: así, Padre, porque así te agradó». (Lucas 10, 21)

El Espíritu Santo es quien nos concede los dones y los talentos para actuar, y nos guía en nuestras tareas y actividades.
No debemos olvidar nunca que Dios todo lo sabe y que no estamos solos en esas luchas que se dan en nuestra alma una y otra vez, en ese combate espiritual interior en el que somos el protagonista principal. Si acudimos a Dios para pedirle ayuda y fortaleza él nos las dará.

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