¡Dios sí existe!… ¡Nosotros somos los que no existimos!

« Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, La luna y las estrellas que tú formaste, Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, Y el hijo de Adán, para que lo visites? » Salmo 8, 3-4

« cuando no sabéis lo que será mañana. Pues ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. » Santiago 4, 14

En esta oportunidad voy referirme al tema de los ateos o los librepensadores, como se autodenominan hoy en día, que niegan la existencia de Dios y del alma humana, y quienes en las últimas décadas, han estado haciendo campañas publicitarias (algunas muy perversas) en los medios de comunicación contra las religiones.

Las causas naturales del ateísmo o la duda de la existencia de Dios son la vanidad y el orgullo, caraterísticas éstas propias del ser humano, las cuales han sido estimuladas y potenciadas por el avance vertiginoso de los conocimientos científicos y la tecnología alcanzado en los últimos siglos, que han alentado al hombre y a la mujer modernos a creerse que « todo lo saben y todo lo pueden », y así de inflados y de engreídos, se sienten que están ahora más que capacitados para negar todo lo que no es observable y comprobable por la ciencia. El orgullo y la vanidad no sólo ofuscan o ciegan la mente, sino también endurecen el corazón.

La frase que aparece como título de esta reflexión es del poeta mexicano Amado Nervo, quién la escribió en uno de sus poemas. Esa frase al leerla me gustó, porque en el fondo expresa una gran verdad, de que ante Dios como Creador del Universo, somos nosotros, tal como dice Santiago en su epístola, criaturas con una vida terrenal tan fugaz como la neblina, que aparece y poco después desaparece, cuando la comparamos con la existencia eterna de Dios.
Sólo como información: ¡Un arbol de olivo puede alcanzar una edad de 1.000 a 2.000 años!

La persona atea está tan cegada por su excesiva vanidad, que ni siquiera se da cuenta de que al negar la existencia de Dios se está negando a sí misma y en consecuencia se anula.

En las sociedades modernas de los países occidentales desde hace décadas, una buena parte de la población está atravezando una crisis existencial, la cual se manifiesta por medio de una sensación de falta de sentido de su propia vida y de carencia de propósito. Ese complejo de vacío existencial ha sido estudiado y comprobado por muchos psicoterapeutas.

En Europa, a raíz de un reciente debate sobre la libertad del ciudadano moderno relacionado con la solicitud formal del derecho a morir, ha surgido recientemente la inaudita práctica del suicidio asistido. Afortunadamente la eutanasia y el suicidio médicamente asistido continúan siendo penalizadas en la mayor parte de Europa. En ocasiones algunos casos polémicos y esporádicos que aparecen en los medios, consiguen reanimar el debate sobre el reconocimiento del derecho a morir. Sin embargo, en algunos países ya es una actividad legal. Cada año son miles de europeos que viajan como turistas a esos pocos países para quitarse la vida legalmente.

Según mi opinión, esta grave crisis existencial y la falta de sentido de la vida son la consecuencias lógicas del auge del ateísmo, del enfriamiento de la fe en Dios, de la pérdida del interés por lo divino y del olvido de la propia espiritualidad, que se derivan de ese frívolo estilo de vida de la sociedad actual, con el que pretendiendo ignorar a Dios y la tradición cristiana, nos hemos entregado al placer y al consumo sin riendas y sin miramientos.

« Descartada la esperanza de la eternidad, el sufrimiento humano parece doble e irremediablemente absurdo.» Raniero Cantalamessa (teólogo asesor del Vaticano)

Medita mucho sobre el cielo, que esa esperanza te ayudará a seguir adelante y a olvidar la fatiga del camino.

« Yo considero que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se revelará en nosotros. »
Romanos 8, 18

« Porque solamente en esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve? En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia. » Romanos 8, 24-25

San Pablo fue un gran apóstol del Evangelio, porque supo magistralmente interpretar y transmitir el mensaje de Jesucristo con palabras que lo hicieron más comprensible a toda la humanidad. Muchos de nosotros cuando escuchamos las expresiones fe y esperanza por primera vez, no comprendimos en aquél tiempo su gran importancia para la vida, y mucha gente hoy en día, aún no la han logrado comprender bien.

La fe y la esperanza son tan necesarias para los seres humanos, que sin éllas la vida humana sería impensable, puesto que no seríamos personas sino animales actuando guiados por los instintos biológicos conocidos. La esperanza es la espera de algo y el anhelo de alcanzar en el FUTURO lo esperado. Se podría decir entonces, que somos seres que vivimos orientados hacia el futuro llenos de buenas expectativas, porque siempre estamos mirando hacia el futuro, hacia el mañana, hacia lo que está por venir. El día que dejemos de esperar algo del futuro, a partir de ese día no tendremos más ganas de vivir o nuestra vida se convertirá simplemente en un vivir muriendo. Sin esperanza la vida pierde sentido y vigor.

Es natural que estemos siempre esperando lo mejor y tengamos buenas expectativas para nosotros y nuestros seres queridos, pero cuando menos lo esperamos, ese futuro incierto también nos traerá a todos sin excepción, esos tiempos de tristeza, sufrimiento, amargura, angustia, pena, dolor, enfermedad, duelo, agonía y finalmente el de la muerte, que forman parte de la realidad cambiante e inevitable de la vida humana en este mundo.

Antes de ser crucificado Jesús les dijo a sus Discípulos con la clara intención de animarlos a perseverar en la fe y en la esperanza: « Estas cosas os he hablado, para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción: mas confiad, yo he vencido al mundo. » Juan 16, 33.

La promesa de vida eterna en el Reino de los Cielos más allá de la muerte que anunció el Señor Jesucristo, es la maravillosa revelación de Dios para toda la humanidad, de que la existencia de nuestro espíritu o alma inmortal no termina aquí en este mundo al morir, sino que después nos espera una nueva vida espiritual y eterna. Esa es la gloriosa esperanza cristiana, que ha sido capaz de consolar, fortalecer y hacer perseverar hasta el final a los creyentes cristianos en medio de los infortunios, enfermedades, sufrimientos y demás golpes de la vida, durante los más de dos mil años de historia del cristianismo.

Todo lo que aparece escrito sobre la esperanza en el Nuevo Testamento lo ha dicho prácticamente San Pablo, por eso y con toda razón, se le podría llamar el predicador de la esperanza cristiana.
En su carta a los Colosenses (Col. 1, 23), Pablo nos exhorta a que permanezcamos anclados en nuestra fe en Jesucristo así como firmes e inconmovibles en la esperanza de vida eterna.

La vida verdadera la vivimos secretamente porque nuestro cuerpo la esconde.

“Qué bien salvan las apariencias! Con justa razón profetizó Isaías de ustedes cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.” Mateo 15, 7-8

Mi reflexión anterior la terminé con una frase del escritor francés Victor Hugo: “El cuerpo humano no es más que apariencia y esconde nuestra realidad. La realidad es el alma.” Esta afirmación es muy cierta, pero debido a que no es tan fácil de comprender bien el sentido práctico que se desea transmitir, voy a tratar de ilustrarlo con algunas experiencias y situaciones que todos conocemos.

Nadie puede saber ni notar lo que pensamos y sentimos, si nosotros no queremos que los demás se enteren. Los pensamientos, sentimientos, la intención y la voluntad son invisibles porque son espirituales, es decir, son generados por nuestra alma y por lo tanto serán secretos para los otros, mientras no decidamos hacerlos público por medio de palabras, gestos y comportamientos determinados que los manifiesten. Nuestro cuerpo visible es en consecuencia, el instrumento del que se sirve nuestra conciencia y voluntad para manifestar, disimular o esconder nuestra vida interior espiritual, según sean las decisiones que tomemos de hacer lo que más nos convenga, de acuerdo a la situación en que nos encontremos.

Una de las caracteríticas naturales y exclusivas del ser humano es que somos capaces de aparentar, fingir y actuar desempeñando todo tipo de roles con nuestro cuerpo. Por cierto, de esa cualidad humana proviene la palabra persona, que en latin se llamaba a la máscara, que se colocaba un actor en una obra teatral. Hoy en día la expresión persona equivale jurídicamente a ser humano, pero en el fondo también nos hace entender de forma figurada pero muy clara, que las apariencias engañan y que en la vida pública como gran escenario que es, todos desempeñamos papeles diversos aparentando unas veces más y otras veces menos, para poder quedar bien y convivir armoniosamente con los demás.

La vida espiritual es aquélla que se desarrolla y acontece a escondidas de los demás, la cual consiste en nuestra conciencia, asi como tambien los pensamientos, sentimientos, vivencias, deseos, pasiones que guardamos en el corazón y en la memoria, hasta que lleguen el tiempo y la ocasión oportuna en que decidimos soberanamente, compartirlos con alguna persona o bien directamente con Dios. Debido a que nuestra vida espiritual es para los demás absolutamente inaccesible, es la que cuenta y vale para nosotros. La vida espiritual es la verdadera y es además la que nutre y le da vida a nuestra vida pública.

Sólo el Espíritu de Dios es capaz de ver en nuestra interioridad, en nuestra alma; y por consiguiente, conoce muy bien nuestros pensamientos, deseos e intenciones.
Debido a que en nuestro interior tenemos el alma, con la cual Dios nos ha llenado y dado la vida, disponemos igualmente de la capacidad de percibir, conocer y unirnos espiritualmente a otras personas por medio del amor y de la intuición.

El sufrimiento anímico es un interesante ejemplo de una experiencia humana de la vida interior espiritual, que el cuerpo generalmente esconde, tanto es así que la palabra sufrir proviene del latin sufferre, que significa textualmente soportar o llevar una carga a ocultas, es decir, secretamente. Las preocupaciones, angustias, despechos, celos, rencores, decepciones, frustraciones, humillaciones, tristezas, envidias, miedos y toda esa gama de pasiones y sentimientos negativos que soportamos secretamente en el corazón; representan algunos de los sufrimientos que a veces y hasta durante mucho tiempo ocultamos con resignación detrás de nuestra máscara sonriente.

Los compositores tienden a expresar poéticamente sus sufrimientos en los textos de sus canciones románticas. El famoso bolero Perfidia cantado por el tenor Alfredo Sadel comienza así:
Nadie comprende lo que sufro yo
tanto que ya no puedo sollozar.
Solo temblando de ansiedad estoy
Todos me miran y se van.

 

La realidad de que somos la fusión de un alma y un cuerpo de carne, es esencial para comprendernos y valorarnos mejor.

« Porque yo sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita nada bueno; porque el querer está presente en mí, pero el hacer el bien, no. » Romanos 7, 18

« Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne, pues éstos se oponen el uno al otro, de manera que no podéis hacer lo que deseáis. » Gálatas 5, 17

A estas alturas de la historia y del desarrollo de la ciencia en la humanidad, aunque tú no lo creas, todavía los científicos, expertos y letrados en el campo de la ciencias naturales no se han puesto de acuerdo sobre una definición, que describa lo qué es un ser humano de forma apropiada y certera. Los biólogos afirman que descendemos de los monos y que por ese proceso imaginario y fantasioso que denominan evolución, nos hemos ido transformando durante cientos de miles de años en lo que hoy somos: el Homo sapiens, es decir, el mono que sabe o el animal inteligente.

Algunos teólogos modernos por su parte, dicen ahora que somos una unidad inseparable de cuerpo y espíritu, y los antiguos teólogos de la Iglesia, afirmaban hace siglos que somos una dualidad, es decir, un compuesto de cuerpo y alma, dos sustancias diferentes y separables: la carne mortal y el espíritu inmortal.

Yo como creyente cristiano acepto la versión original de la Biblia, de que los seres humanos fuimos creados por Dios del barro de la tierra y que nos insufló el espíritu humano o alma. Y creo, tal como lo dijo Jesucristo en el Evangelio, que el cuerpo humano muere, pero el espíritu no muere, porque es inmortal y eterno.

Alguién definió al ser humano como un animal religioso, y tuvo mucha razón según mi opinión, porque efectívamente el hombre es el único ser vivo que es capaz de creer y adorar un Dios.

Yo prefiero definir al ser humano como un alma o espíritu que habita en un cuerpo de carne, que a veces se comporta como un animal y en algunas ocasiones hasta peor que un animal. Es evidente que los humanos tenemos un cuerpo de carne, nervios, pelos y huesos parecido al de los animales, y que además, poseemos unos instintos biológicos similares a los animales superiores. ¡Pero NO somos animales!

Somos seres racionales de naturaleza espiritual porque poseemos un espíritu hecho a imagen y semejanza de Dios. El alma es justamente lo que nos hace seres únicos, irrepetibles y conscientes adoradores de Dios, y también nos hace muy diferentes de los animales. Estas son algunas cualidades del espíritu humano: la conciencia, el amor, la fe, la esperanza, el sacrificio por amor, la piedad, el perdón, la compasión, la misericordia, la lástima, la ternura, el consuelo, el arrepentimiento, el respeto, la tolerancia, la humildad, la vanagloria, el orgullo, el odio, el rencor, la envidia, la inspiración, el discernimiento, etc.

Pero como todas esas cualidades espirituales son invisibles, los super inteligentes científicos, biólogos y naturistas que han estudiado al ser humano, simplemente las han ignorado y se han concentrado en estudiar sólo las partes y funciones visibles del cuerpo. Esa ha sido su lamentable equivocación histórica. Mencionamos a continuación algunos de nuestros instintos y funciones animales: el sexo, el hambre, la sed, el sueño, el miedo, la sobrevivencia, evacuar, orinar, la percepción sensorial, etc.

Si observamos con atención nuestro comportamiento en las ocupaciones cotidianas, notaremos que las manifestaciones de nuestras cualidades espirituales superan con creces a las manifestaciones de nuestros instintos animales. Por eso el gran escritor francés Victor Hugo, quién si fue un agudo y genial observador, hizo su famosa y acertada afirmación:
“El cuerpo humano no es más que apariencia y esconde nuestra realidad. La realidad es el alma.”

La oración es la respiración del alma humana.

« Pero él se retiraba a lugares desiertos para orar. » Lucas 5, 16

« De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario. Allí se puso a orar. » Marcos 1, 35

Cuando alguién, a quién conocemos y le tenemos cariño y que está lejos de nosotros o bien tenemos mucho tiempo que no lo vemos, solamente requerimos dedicarle unos pensamientos recordándolo, y eso es generalmente suficiente, para sentirnos con la ayuda de nuestra memoria, un poco más cerca de esa persona por unos instantes.

En nuestra relación personal con Dios sucede algo similar, si por algún acontecimiento crucial en nuestra vida o debido a un determinado estado de pesar de nuestra alma, pensamos espontáneamente en Dios, ese pensamiento logra también que nos sintamos cerca a Dios.

Según la Palabra de Dios, los seres humanos somos la fusión perfecta de un cuerpo de carne y un espíritu. El supremo propósito de nuestro espíritu o alma es conducirnos a Dios en esta vida terrenal, y después de la muerte al Reino de los Cielos, según la gloriosa promesa de nuestro Señor Jesucristo.

Si el mismo Jesucristo, siendo el Hijo de Dios, le daba tanta importancia a la oración para comunicarse con Dios Padre, imagínense nosotros siendo apenas unos seres imperfectos, débiles y engañosos, resulta lógico pensar que nuestra necesidad de rezar debe ser todavía mucho mayor. Así como nuestro cuerpo requiere del aire que respiramos para funcionar, igualmente nuestra alma necesita la oración para pedirle a Dios que nos conceda el perdón, la fortaleza y el consuelo que tanto necesitamos en esta vida llena de contrariedades, sufrimientos, enfermedades y luchas.

Además, Jesús por medio de su obra redentora en el Calvario nos ha otorgado el gran privilegio a los creyentes cristianos, de poder dirigirnos a Dios en oración usando también la palabra Padre, tal cual como Jesús la usó por primera vez en toda la historia del Pueblo de Israel y sus profetas, y la cual fue registrada en la Biblia como primicia por el Evangelista Marcos en el capítulo 14, versículo 36:
« Y decía: ! Abbá, Padre!; todo es posible para tí; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú. »

El amor incondicional entre la madre y sus hijos es un gran privilegio de las mujeres.

« Pero (la mujer) se salvará engendrando hijos, si permanece en fe, amor y santidad, con modestia »
1 Timoteo 2,15

Hay que reconocer que es muy cierto, que durante milenios en casi todas las civilizaciones y pueblos originarios del mundo, las mujeres han tenido menos derechos y libertades que los hombres. Las comunidades y sociedades estaban dominadas por los hombres, quienes desempeñaban las funciones más importantes en todos los cargos y profesiones. En la familia, los hijos varones fueron siempre más estimados y favorecidos que las hembras. Las hembras se encargaban exclusivamente de la crianza de los niños, de los quehaceres del hogar y de la confección de telas y ropa.

Mirando el pasado y ahora que en estos tiempos modernos, la situación de los derechos y libertades de las mujeres ha cambiado tanto, no es posible para nadie y tampoco sería justo, hacer ningún juicio de valor en relación al trato que anteriormente le dieron los hombres a las mujeres.

Si como cristianos creemos en la Providencia y en la soberanía de Dios sobre todo lo que sucede en este mundo, tenemos por lo tanto que aceptar, que las relaciones y el trato entre hombres y mujeres en toda la humanidad es la soberana voluntad de Dios, independientemente de si nosotros estamos de acuerdo o no. Resumiendo, Dios sabe muy bien lo que hace en su creación y sabe todo lo que nos conviene, aunque no nos agrade.

Voy a referirme a un privilegio exclusivo de las mujeres, el cual creo que es el más maravilloso de todos, pero que sin embargo y desafortunadamente, ha estado perdiendo en la mujer moderna el valor y la reputación que tuvo en la antigüedad. Se trata del amor verdadero e incondicional que puede surgir y desarrollarse entre una madre y sus hijos.
Si existe un amor humano, que se asemeja al amor de Dios hacia nosotros, ese sería el amor de madre.

Una vez adultos, los hombres y especialmente las mujeres, se concentran en la búsqueda del amor romántico entre parejas, deseando con ardor conseguir esa relación sentimental perfecta que los pueda unir a una persona para convivir y compartir felizmente la vida juntos. Pero resulta que en la dura realidad de la vida, tanto en los tiempos pasados como en estos tiempos modernos de libertades y derechos, la tan anhelada relación idílica, no se llega a dar en la gran mayoría de las parejas o bién nunca se encuentra el alma gemela.

Dios en su gran misericordia y justicia, le ha otorgado a la mujer el glorioso don del amor de madre como exclusivo privilegio, quizás para compensar la posible falta de una relación feliz con su marido y también para premiarla por todos los sacrificios, los renunciamientos, los dolores, los trabajos, las preocupaciones, las cargas, las responsabilidades, etc; que las mujeres al engendrar hijos tienen que padecer y desempeñar en su papel de madres, hasta el último aliento en el día de su muerte.

Si el amor verdadero es la virtud y vivencia espiritual más grandiosa e importante en la existencia de un ser humano, se podría afirmar en consecuencia, que el amor de madre es el gran privilegio divino de las mujeres.
« He aquí, don del SEÑOR son los hijos; y recompensa es el fruto del vientre » Salmo 127, 3