“Qué bien salvan las apariencias! Con justa razón profetizó Isaías de ustedes cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.” Mateo 15, 7-8
Mi reflexión anterior la terminé con una frase del escritor francés Victor Hugo: “El cuerpo humano no es más que apariencia y esconde nuestra realidad. La realidad es el alma.” Esta afirmación es muy cierta, pero debido a que no es tan fácil de comprender bien el sentido práctico que se desea transmitir, voy a tratar de ilustrarlo con algunas experiencias y situaciones que todos conocemos.
Nadie puede saber ni notar lo que pensamos y sentimos, si nosotros no queremos que los demás se enteren. Los pensamientos, sentimientos, la intención y la voluntad son invisibles porque son espirituales, es decir, son generados por nuestra alma y por lo tanto serán secretos para los otros, mientras no decidamos hacerlos público por medio de palabras, gestos y comportamientos determinados que los manifiesten. Nuestro cuerpo visible es en consecuencia, el instrumento del que se sirve nuestra conciencia y voluntad para manifestar, disimular o esconder nuestra vida interior espiritual, según sean las decisiones que tomemos de hacer lo que más nos convenga, de acuerdo a la situación en que nos encontremos.
Una de las caracteríticas naturales y exclusivas del ser humano es que somos capaces de aparentar, fingir y actuar desempeñando todo tipo de roles con nuestro cuerpo. Por cierto, de esa cualidad humana proviene la palabra persona, que en latin se llamaba a la máscara, que se colocaba un actor en una obra teatral. Hoy en día la expresión persona equivale jurídicamente a ser humano, pero en el fondo también nos hace entender de forma figurada pero muy clara, que las apariencias engañan y que en la vida pública como gran escenario que es, todos desempeñamos papeles diversos aparentando unas veces más y otras veces menos, para poder quedar bien y convivir armoniosamente con los demás.
La vida espiritual es aquélla que se desarrolla y acontece a escondidas de los demás, la cual consiste en nuestra conciencia, asi como tambien los pensamientos, sentimientos, vivencias, deseos, pasiones que guardamos en el corazón y en la memoria, hasta que lleguen el tiempo y la ocasión oportuna en que decidimos soberanamente, compartirlos con alguna persona o bien directamente con Dios. Debido a que nuestra vida espiritual es para los demás absolutamente inaccesible, es la que cuenta y vale para nosotros. La vida espiritual es la verdadera y es además la que nutre y le da vida a nuestra vida pública.
Sólo el Espíritu de Dios es capaz de ver en nuestra interioridad, en nuestra alma; y por consiguiente, conoce muy bien nuestros pensamientos, deseos e intenciones.
Debido a que en nuestro interior tenemos el alma, con la cual Dios nos ha llenado y dado la vida, disponemos igualmente de la capacidad de percibir, conocer y unirnos espiritualmente a otras personas por medio del amor y de la intuición.
El sufrimiento anímico es un interesante ejemplo de una experiencia humana de la vida interior espiritual, que el cuerpo generalmente esconde, tanto es así que la palabra sufrir proviene del latin sufferre, que significa textualmente soportar o llevar una carga a ocultas, es decir, secretamente. Las preocupaciones, angustias, despechos, celos, rencores, decepciones, frustraciones, humillaciones, tristezas, envidias, miedos y toda esa gama de pasiones y sentimientos negativos que soportamos secretamente en el corazón; representan algunos de los sufrimientos que a veces y hasta durante mucho tiempo ocultamos con resignación detrás de nuestra máscara sonriente.
Los compositores tienden a expresar poéticamente sus sufrimientos en los textos de sus canciones románticas. El famoso bolero Perfidia cantado por el tenor Alfredo Sadel comienza así:
Nadie comprende lo que sufro yo
tanto que ya no puedo sollozar.
Solo temblando de ansiedad estoy
Todos me miran y se van.