Con esta
reflexión deseo contribuir a aclarar la confusión, que ha sido creada en
relación al uso de la palabra “felicidad” en los medios de comunicación y especialmente
en la literatura cristiana.
El anhelo de ser feliz forma parte de nuestra propia naturaleza. Todos los
seres humanos deseamos ser felices en la vida, pero pesar de que siempre estamos
buscando la felicidad, no logramos encontrarla.
El conocido psiquiatra austríaco Victor Frankl tratando de explicar la
dificultad de encontrar la felicidad, escribió lo siguiente: “La felicidad
es como una mariposa. Cuanto más la persigues, más huye. Pero si vuelves la
atención hacia otras cosas, ella viene y suavemente se posa en tu hombro.”
Pareciera que a los comerciantes y los medios de comunicación al leer esta explicación del Dr. Frankl, como que les gustó mucho y la adoptaron, puesto que ellos no hacen nada más que ofrecernos en venta miles de productos, viajes, cursos, servicios, etc, todos los días, con el único fin de atraer nuestra atención para que compremos algo, y sin embargo, la anhelada felicidad no se posa en ninguno de nuestros hombros.
La razón principal
del fracaso de esa estrategia, es que la felicidad, al igual que el amor
verdadero, no se puede comprar ni vender, porque es una vivencia espiritual que
brota del alma y se goza interiormente. Solamente si volvemos nuestra atencion
y nuestro amor hacia Dios, podremos esperar alcanzar la felicidad algún día.
Así lo afirman y lo confirman las Sagradas Escrituras tanto en el Antiguo Testamento
como en el Evangelio del Señor Jesucristo, al utilizar las palabras:
bienaventurado y bienaventuranzas.
La palabra ventura viene del latín y significa: la suerte o la fortuna
que han de venir; y Bienaventurado
quiere decir en el sentido bíbico: Aquel que gozará de Dios en el cielo.
La palabra “felicidad” como se conoce hoy en día no existió en la Antigüedad, porque fue creada hace apenas unos 200 años en las sociedades europeas influenciadas por la filosofía de Epicuro o Hedonismo, la cual defiende el disfrute máximo de la vida y de sus placeres, mientras que en el Nuevo Testamento, la felicidad siempre ha estado relacionada con la fe en Dios y la promesa de Jesús sobre la vida eterna en el Reino de los Cielos.
El término
moderno “felicidad” tiene las siguientes definiciones (diccionario Larousse):
1. Estado de ánimo de quien recibe de la vida lo que espera o desea.
2. Sentimiento de satisfacción y alegría experimentado ante la consecución de
un bien o un deseo.
3. Falta de sucesos desagradables en una acción, buena suerte.
Si analizamos
bien estas definiciones, se nota que lo que describen son satisfacciones o
alegrías momentáneas que aparecen y desaparecen de vez en cuando, y que apenas
duran unos instantes.
Por el contrario, la verdadera felicidad es un estado del alma duradero o una
actitud hacia la vida, caracterizada por amor, paz y tranquilidad interior que
llenan de regocijo al corazón.
Alguien que no
posea paz, amor y calma en su corazón, no puede ser una persona feliz.
Pregunto al lector: ¿Cómo puede alguien ser feliz si siente: rencores,
envidias, angustias, preocupaciones, remordimientos, desesperación, conflictos,
pesadumbres, inquietudes, etc?
Supongo que ustedes estarán de acuerdo conmigo, en que alguien así y que no
crea en Dios, es sencillamente imposible
que pueda ser feliz.
Por eso, únicamente Dios con su inconmensurable amor y misericordia es capaz de concedernos la paz, el amor y la calma en el alma, que todos necesitamos para sentir la verdadera felicidad, aunque sea por algunos períodos de la vida.
No debemos olvidar que Dios por su Gracia ha dispuesto desde la Creación del universo, que los seres humanos exclusivamente durante el corto período de la infancia, podamos experimentar ese maravilloso estado espiritual de felicidad, que caracteriza a todos los niños del mundo.
Con el transcurso del tiempo al dejar de ser niños y convertirnos en personas adultas, en nuestra conciencia y vida espiritual se van despertando nuevas pasiones y estados de ánimo, que terminan por debilitar la paz y la tranquilidad interior de antes, y así se da inicio a nuestra agitada y alterada edad adulta.
TODO en nuestra vida depende de Dios nuestro Creador y Señor, porque Él nos ha creado y nos ha insuflado su espíritu en nuestro cuerpo de carne y huesos, es por eso que nuestra alma está hecha a imagen y semejanza suya. Por medio del Espíritu Santo, Dios y el Señor Jesucristo obran directamente sobre el alma humana y de esa manera pueden intervenir en nuestras vidas.
La sociedad
materialista actual, debido a la gran influencia del afán por disfrutar al
máximo todo lo que las empresas le ofrecen, se ha entregado al consumo y a los
placeres, para alcanzar la felicidad, cuando en realidad lo que hacen es
perseguir el viento, como dijo Salomón en Eclesiastés, ya que así nunca la
encontrarán.
De ese modo, la mayoría de la gente ha dejado de creer en Dios, para creer en
esa falsa ilusión de la felicidad, que los medios de comunicación les ha metido
en sus cabezas, a través del apabullante machaqueo de la publicidad.
Los cristianos seguimos creyendo y esperando en nuestro Señor Jesucristo, apoyados firmemente en nuestra fe y esperanza de que la promesa de vida eterna en el Reino de los cielos, se hará realidad cuando llegue el Tiempo de Salvación, escogido por Dios Padre.
San Agustín, hablando sobre la felicidad escribió: «La vida que es digna de ser llamada así, no es más que una vida feliz. Y no será feliz, si no es eterna.»
Jesús dijo, «El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”. Juan 10, 10
Esa vida en
abundancia que nos promete Jesucristo, solamente puede ser la vida eterna en el
Reino de los Cielos.
Y de eso, yo en lo personal, no tengo la menor duda.