Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo

“Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob?
Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.”
Mateo 22, 32

Todos los cristianos conocemos muy bien ésta frase que hace de título, y cada vez que rezamos el Padre Nuestro, lo expresamos una y otra vez de forma automática.
Lo hemos pronunciado en voz alta o bien lo hemos meditado en silenciosa oración ya tantas veces, que no estamos concientes del gran significado que tiene para nosotros, y sobre todo, para nuestra fe en Dios y nuestra esperanza en el Reino de los cielos.

El Padre Nuestro es la única oración, que Jesucristo dejó como precioso y divino legado en la Biblia a los cristianos de todas las generaciones, y nos pidió que haciendo uso de élla, rogáramos a Dios por nosotros y por los nuestros.

Existen muchas interpretaciones pormenorizadas de connotados Padres de la iglesia y de ilustres teólogos como Orígenes de Alejandría, Juan Crisóstomo, San Agustín de Hipona, etc; que proponen diferentes explicaciones y orientaciones muy valiosas sobre el texto, los cuales nos pueden ayudar a comprender mejor el significado y el mensaje implícito que esa grandiosa oración tiene para el fortalecimiento de nuestra fe.

Pero además, debe haber también infinidad de interpretaciones personales del texto del Padre Nuestro, que cada creyente para sí mismo, haya podido hacer al escudriñar la oración con reverencia y reflexión.
Un buen día, meditando yo sobre el sentido de esa frase de la oración, me vino como un relámpago a la mente el pensamiento sobre el glorioso hecho, de que el Reino de los cielos es una realidad tan verdadera como es la tierra, donde existen almas humanas vivas que igualmente están sujetos a la voluntad de Dios, nosotros los que aún estamos aquí y aquellos que ya murieron y pasaron a mejor vida, y viven allá.

Al recordar lo que Jesús le dijo a los judíos saduceos: “Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.”  y vincularlo con la frase del Padre Nuestro: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo; fue entonces cuando tomé conciencia del significado y de la trascendencia de ese ruego concreto: Que no solamente existimos los seres humanos que vivimos en la tierra en éstos momentos, sino que simultáneamente existen las almas espirituales que viven en el Cielo desde tiempos inmemoriales. Es decir, los que murieron antes de nosotros y aquellos queridos familiares y amigos, que ya fallecieron. Nuestros muertos viven eternamente desde que partieron de éste mundo y sólo por esa razón, rogamos a Dios para que se haga su voluntad aquí en la tierra como en el cielo.

Por medio de la Biblia se nos ha revelado que Dios rige de modo soberano tanto en el universo material, del que la tierra forma parte, como en el reino espiritual de los Cielos. Deseo detenerme aquí un instante para comentar algo muy importante sobre la palabra revelar, la cual significa: manifestar algo que estaba oculto o bien descubrir alguna cosa escondida, que da luz y conocimiento a aquel que la busca.

En el caso muy particular de la Biblia es la comunicación de Dios con su criatura.  Lo que nuestro Creador nos manifiesta en su Santa Palabra, son realidades y verdades espirituales que para el ser humano siempre han estado ocultas por ser inmateriales e invisibles, y que por lo tanto no podían ser percibidas por nuestros sentidos. Esa es la razón por la que Dios nos las tiene que revelar, ya que de no haber sido así, no nos habríamos enterado nunca de esas realidades espirituales.

Otra cosa muy diferente es la palabra imaginar, que significa crear en la mente una imagen o un retrato de una cosa material y visible ya conocida, por medio de nuestra propia fantasía

Una vez explicado esto, hagamos una comparación entre una revelación de Dios como la del Reino de los Cielos; y una imaginación humana como la de El Dorado, aquella famosa leyenda de una ciudad de oro, la cual los descubridores europeos estuvieron buscando en vano durante siglos en la selva tropical sudamericana. La ciudad de oro nunca fue encontrada, porque esa leyenda había sido una creación de la fantasía, es decir, una imagen mental de enormes cantidades de oro y piedras preciosas, que era lo único en que estaban interesados los descubridores: los tesoros materiales ya conocidos.

Por el contrario, el Reino de los Cielos tuvo que ser revelado por Dios, porque al ser de naturaleza espiritual e invisible, era totalmente desconocido por los hombres antiguos ya que no lo habían visto jamás, y por consiguiente, era imposible que se lo pudieran imaginar y mucho menos todavía desearlo. Por supuesto, todo depende de la voluntad de creer y de la fe, facultades humanas éstas, con las que Dios nos dotó a los seres humanos, para poder relacionarse y comunicarse directamente con nosotros.

El apostol Pablo en su primera carta a los corintios, menciona esa gran revelación por el Espíritu de Dios: Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las cosas que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios.
1. Corintios 2, 9-10
Si creemos en Dios, tenemos que creer igualmente en su Santa Palabra, que está plasmada en la Biblia, y tenemos que creer en Jesucristo su Hijo amado, en quien Dios se complace.

Según Jesús, el Reino de los Cielos esta poblado no solamente de ángeles, sino también por todos aquellos hombres, mujeres  y niños que después de morir, por obra de la infinita Gracia y Misericordia de Dios, sus espíritus o almas fueron destinados a vivir eternamente cerca de Dios en su Reino.

Así lo afirma el Señor Jesucristo: « Yo se lo digo: vendrán muchos del oriente y del occidente para sentarse a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos », Mateo 8, 11

Esa es la gloriosa esperanza viva que debe permanecer anclada en el corazón de cada creyente cristiano, que cree firmemente en la promesa de vida eterna y del Reino de los Cielos que nos trajo Jesús cuando vino al mundo.

Y con ése divino propósito Jesús nos enseño el Padre Nuestro, para que al orar y al repetirlo a diario, nos ayudara a afianzar y robustecer nuestra esperanza en su maravillosa promesa.

El Reino de los Cielos no es un producto de la imaginación de los hombres, como lamentablemente mucha gente incrédula en nuestra sociedad asi lo considera hoy en día.  El Reino de Dios es incluso más real y más verdadero que éste mundo material en el que vivimos un tiempo tan corto. Un mundo de apariencias que no es permanente y en el que todo pasa y cambia sin cesar. Mientras que el Reino de Dios es eterno y firme.

En el antiguo testamento está escrito: « Dios no es hombre, para que mienta; ni hijo de hombre para que se arrepienta: Él dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará? » Números 23, 19

Dios no miente nunca, mientras que nosotros sí mentimos y engañamos, y no sólo engañamos a los demás todos los días con nuestro comportamiento fingido y con nuestras mentiras no tan piadosas, sino que sobre todo, nos engañamos a nosotros mismos por medio de nuestras falsas creencias y las propias imaginaciones que inventamos en nuestra mente.

Así como a diario estamos fingiendo y engañando, de esa misma manera fingen y nos engañan los demás, por lo que la mentira en el mundo es algo natural y muy humano. Por esa razón, el mundo no es otra cosa que un gran escenario teatral, donde cada quién con su propia máscara actúa y finge según sea la situación en que se encuentre y lo que más le convenga. Y por supuesto, las mentiras forman parte importante de los libretos de nuestros roles personales.

Esa es la realidad de las apariencias que vemos en el mundo, y aquel que no quiere creer que la vida en éste mundo terrenal está saturada de mentiras, es simplemente un crédulo incauto y soñador que vive en la luna.
Si hay que creer, creamos en Dios y en su Santa Palabra en primer lugar, y en segundo lugar siempre, creamos en los hombres y en las mujeres. Procuremos no cambiar nunca éste orden de preeminencia. Ese es mi humilde consejo.

En la casa de Mi Padre hay muchas moradas, si no fuera así, os lo hubiera dicho; porque voy a preparar un lugar para vosotros. Juan 14, 2

Porque sabemos que si nuestra casa terrenal, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en el cielo.
2. Corintios 5, 1

El ladrón no viene sino para hurtar, y matar, y destruir: yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia. Juan 10, 10

Esta frase del Señor Jesucristo que hace de título de este escrito, fue dicha a sus discípulos cuando se acercaba el momento de su muerte en la Cruz y se despedía de ellos, y les anunciaba: “Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, que adonde yo voy, vosotros no podéis venir.” Simón Pedro le dice: “Señor, ¿adónde vas?” Jesús le respondió: “Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde”.
“No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mi”. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo hubiera dicho; porque voy a preparar un lugar para vosotros.”

Al leer este diálogo con sus discípulos, Jesús transmite un mensaje claro y comprensible, que cualquier lector de la Biblia que lo lea con profunda fe en Él, es capaz de captar su significado de inmediato y de aceptarlo como una gran verdad, que Jesús le reveló a la humanidad, cuando vivió entre nosotros hace más de 2000 años. Si estas palabras dichas por Jesús, que quedaron escritas y plasmadas en las Santas Escrituras para las generaciones venideras, son leídas sin fe, sin prestar atención y sin interés, pasan desapercibidas o incomprendidas, lamentablemente.
Creo firmemente que tanto los Discípulos como los Apóstoles de Jesucristo, creyeron todas sus enseñazas y mensajes, que ahora nosotros tenemos el privilegio de poder leer.   

Hace poco tiempo, tuve la oportunidad de escuchar algunas entrevistas que le hicieron diversos canales de televisión a Facundo Cabral, un cantor, conferencista y escritor místico cristiano de Argentina. En varias de sus entrevistas, Cabral dijo la siguiente frase, que por cierto, nunca antes yo la había escuchado o leído: “La muerte no es morir, es mudanza o cambio de residencia”. Esa sola frase en el preciso instante en que la escuché, me fascinó de tal manera, que se me quedó grabada en la memoría y seguí pensando en ella, hasta hoy cuando en un momento de inspiración, me dí cuenta de que esa frase tiene relación directa con este diálogo entre Jesús y sus discípulos.

El término mudanza significa un cambio de lugar de vivienda principalmente, aunque también puede conllevar un cambio de vida. La palabra morada significa mansión o vivienda donde se vive, y la palabra tabernáculo quiere decir: la carpa, donde habitaban los antiguos hebreos.

Si analizamos la frase “La muerte no es morir, es mudanza o cambio de residencia” después de haber comprendido y aceptado este diálogo como verdadero, cualquier creyente no debería tener dificultad en llegar a la conclusión, de que la muerte del cuerpo es efectivamente el último cambio de residencia, que hace el alma desde este mundo hacia el Reino de los Cielos.
   
El Señor Jesucristo nos promete vida eterna en el Reino de los Cielos, y no descanso eterno, tal como de forma equivocada y sorprendente está escrito en la liturgia católica y protestante para funerales:  Concédele el descanso eterno, oh Señor. Descansa en Paz!

Para mi como creyente ha sido siempre un verdadero enigma, que lo que se predica y se dice en las misas católicas y servicios religiosos protestantes, no coincide con lo que dice la Palabra de Dios en la Biblia e incluso se contradice muchas veces, como en este caso del Evangelio de Juan.

El Señor Jesucristo nunca habló sobre descanso eterno, si no que habló siempre sobre la vida eterna y para que tengamos vida en abundancia en el Reino de Dios, después de nuestra muerte. Jesús dijo: en la casa de mi Padre hay muchas moradas, y NO dijo: hay muchos sepulcros para descansar en paz.

Cuando Simón Pedro le pregunta: “Señor, ¿adonde vas?” Jesús le respondió: “Adonde yo voy no puedes SEGUIRME AHORA: me SEGUIRÁS MÁS TARDE”.
Es muy necesario tener claro, que Jesús cuando habló con los discipulos y todos sus seguidores, siempre dirigía sus palabras y enseñanzas a las almas espirituales de las personas, que fueron creadas a imagen y semejanza de Dios, y que en consecuencia, están destinadas a vivir eternamente, porque son inmortales.

Recuerden que en el instante de la muerte, el alma se separa del cuerpo. El alma espiritual regresa a Dios a quien pertenece y el cuerpo regresa a la tierra, a la que pertenece. El alma continúa su vida espiritual y por lo tanto, eterna, y el cuerpo se descompone, quedando finalmente solo los huesos en el sepulcro.
La mejor y más clara evidencia de que el alma se separa del cuerpo en el momento de la muerte, la encontramos también en las Sagradas Escrituras, en la escena descrita de la Crucifixión, en la conversación que tuvieron Jesús con el malhechor arrepentido, quien estaba a su lado: “Y dijo a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso.”

Confiemos y aferrémonos en primer lugar, a las palabras y enseñanzas que dijo el Señor Jesucristo y que han quedado escritas en la Biblia, donde cada uno las podemos leer y nos podemos apropiar de ellás como el gran tesoro espiritual, que representa para la salvación de nuestras almas.

Desafortunadamente, las iglesias y sus autoridades en los últimos tres siglos han estando interpretando de manera equivocada la Palabra de Dios y en muchos casos, la han alterado tanto, que mucho de lo que éllos predican  y hacen no se corresponde con lo que está escrito en la Santa Biblia. Esa es la razón principal de la gravísima crisis de confianza y de espiritualidad, por la que estan atravezando las iglesias tradicionales en todo el mundo desde hace años.

Recordemos entonces, que la muerte es en realidad una mudanza o cambio de vivienda, por medio de la cual, nuestra alma pasará a vivir en una de las moradas que estarán preparadas para nosotros en el Reino de Dios, donde tendremos vida en abundancia, así como lo ha prometido el Señor Jesucristo, nuestro Redentor y Salvador.

El Reino de Dios en los cielos, ¿será el Reino del amor espiritual?

Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo el que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él. 1. Juan 4, 7-9

¿Se pueden ustedes imaginar vivir eternamente en un universo espiritual, donde nuestra alma sienta siempre la experiencia maravillosa y única de estar enamorado?
Para el creyente cristiano es bueno y conveniente pensar en las futuras alegrías del Reino de los cielos, prometido por el Señor Jesucristo, porque eso nos ayuda a reafirmar y fortalecer nuestra propia esperanza.
Aún cuando el Reino de los Cielos es un misterio divino que los seres humanos nunca podremos descifrar, sí podemos hacer sobre ese lugar unos ejercicios con nuestra imaginación.

El origen y la fuente del amor espiritual es Dios, porque Dios es amor, tal como lo afirma San Juan en su primera carta. Entonces, si Dios es amor, es lógico suponer que en el Reino de Dios, todo está inspirado y conducido por el amor.

Todos los que hemos vivido la experiencia del enamoramiento alguna vez, sabemos que es un sentimiento excelente, bello y muy agradable, el cual ha sido descrito incluso con la expresión: estar en el séptimo cielo. Esta expresión, por cierto, tiene su origen en las teorías del astrónomo greco-egipcio Tolomeo, que pensaba que el universo se dividía en varios cielos, el séptimo era el último al que el hombre podía llegar tras alcanzar la perfección.

El amor espiritual por ser de origen divino, es perfecto en sí mismo. Esta extraordinaria cualidad del amor verdadero, le sirvió a San Agustín de fundamento e inspiración para escribir su célebre recomendación a la humanidad: “Ama y haz lo que quieras. Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; que en el fondo de tu corazón está la raíz del amor, pues de esta raíz lo único que puede salir son cosas buenas.”

Dejemos inspirarnos por el amor en nuestra búsqueda de la felicidad mientras vivamos aquí en este mundo cruel, y también, para ejercitar nuestra imaginación sobre la vida eterna.

El ser humano fue creado por Dios para la felicidad eterna.

Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo. Juan 16, 33

La esperanza es una de las virtudes o facultades humanas más importantes para la vida. Y sin embargo, la mayoría de la gente no está tan consciente de lo esencial que es para nuestra vida diaria. Esperanza significa: el acto de esperar algo que NO se ve, porque es un acontecimiento en el futuro.
La gran relevancia de la esperanza consiste en que es el estímulo espiritual que nos da el aliento, la fortaleza y el vigor necesarios, para alcanzar una meta o un objetivo que nos hemos propuesto.

Las acciones humanas dependen de tener fe y esperanza, cuando decidimos emprender cualquier actividad afanosa y compleja que implica riesgos. ¿Quién va a navegar en alta mar o a casarse o a engendrar hijos, o a lanzar semillas sobre la tierra para la siembra y no está confiando y esperando siempre que todo le va a salir bien?
Por consiguiente, son la esperanza y esa fe que confía en el futuro las que sustentan y amparan la vida en cualquier situación de desenlace dudoso.

Si la vida en este mundo es el mejor ejemplo de un largo y penoso proceso de etapas laboriosas, duras y complejas, ¿no es mucho mejor confiar y esperar en Dios que en lo demás?
El Señor Jesucristo, siempre con la verdad en sus Palabras y sus actos, enseñó y advirtió a sus discípulos y al pueblo que lo escuchaba, en relación con la dura vida en este mundo, diciéndoles: “En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido al mundo”.

La vida en sí misma, consiste en una lucha por satisfacer necesidades y aspiraciones: unas necesidades materiales en el mundo visible exterior y otras necesidades espirituales en nuestra alma. Es decir, que cada uno de nosotros está luchando en dos arenas o frentes simultáneamente, y como si eso no fuera suficiente, la lucha es, además, constante. De esta situación resulta, entonces, la dureza que caracteriza la vida.

Precísamente, porque la vida en este mundo es una lucha constante, Jesucristo nos reveló la promesa de vida eterna en el Reino de los cielos, para que por medio de la fe, naciera la gran esperanza en los creyentes cristianos, la cual nos proveerá el aliento, el vigor y la fortaleza que necesitamos para vencer en todas las luchas que nos depare el destino, esperando confiados en la felicidad eterna prometida, después de entregarle nuestro espíritu a Dios, al morir.

Si la vida terrenal es comparada con una lucha, la esperanza cristiana se podría comparar con un barco que nos transporta y nos conduce a nuestra meta final. Basándome en esa visión, escribí la siguiente alegoría náutica:

El amor de Dios, cual viento espiritual inagotable, está soplando siempre. Por eso, para aprovecharlo sólo tenemos que izar las velas de nuestra fe, para que con la viva esperanza como navío, seamos capaces de navegar sin temor alguno en el tempestuoso mar de la vida, rumbo a las playas eternas de nuestra patria celestial.

¿Sabías que Dios nos ha equipado con un chaleco salvavidas espiritual?

En Dios solamente espera en silencio mi alma; de Él viene mi salvación. Salmo 62, 1

Un modo muy efectivo de explicar asuntos abstractos o difíciles de comprender, consiste en recurrir a los ejemplos y a las comparaciones de algo más conocido. Ese es justamente el caso de la maravillosa promesa de Jesucristo a la Humanidad, de que después de la muerte inevitable, nos espera una nueva vida eterna. Comprender e imaginarnos la vida eterna es para nosotros algo sumamente difícil.

Ésta revelación divina se fundamenta a su vez en el Libro de Génesis, en donde se puede leer, que Dios creó al ser humano insuflando el alma inmortal en su cuerpo mortal de carne y huesos. Es por eso que en la larga historia del Cristianismo, se ha afirmado y predicado siempre que las personas vivimos dos vidas: la vida terrenal en este mundo material y la vida eterna espiritual en el más allá o después de la muerte.

El médico y filósofo inglés Thomas Browne (1605-1682), tratando de ilustrar la doble vida humana con un ejemplo conocido del reino animal,  escribió  en su libro La religión del médico, la siguiente comparación:
« Así el hombre es ese gran y verdadero anfibio cuya naturaleza está capacitada para vivir no sólo como otras criaturas en diferentes elementos, sino en mundos bien separados y distintos; pues aún cuando para los sentidos no haya más que un solo mundo, para la razón hay dos: uno visible, otro invisible.»

Anfibio es un ser vivo que puede vivir en dos mundos muy diferentes: el acuático y el terrestre. Los que hemos estudiado ciencias naturales en la escuela sabemos que los animales anfibios como el sapo, viven su primera etapa de vida en el agua como renacuajos, y después que se han transformado en sapos, viven en la tierra posteriormente.

Si Dios Todopoderoso pudo crear animalejos como los sapos, las salamandras y las ranas, capaces de vivir dos vidas, con mucho más razón creó a imagen y semejanza suya al ser humano con un espíritu inmortal, destinado a vivir eternamente en ese otro mundo que Jesús llamó el Paraíso. El supremo propósito de nuestra alma y su razón de ser es conducirnos a Dios en esta vida terrenal, y después de la muerte al Reino de los Cielos.

Según mi opinión, otro propósito muy particular del alma humana es el de servir como un chaleco salvavidas espiritual. A continuación les doy la explicación: Lo que le da alegría y color a esta vida dura que vivimos en este mundo, son esos bellos estados del alma, que surgen de nuestra alma de niño que guardamos en nuestro interior como reliquia de nuestra infancia, los cuales emergen espontáneamente en el precíso instante en que los necesitamos, para endulzar las inevitables tristezas, sinsabores, problemas y dificultades que nos agobian de vez en cuando.

Sin el condimento del buen ánimo, la diversión, la alegría de vivir, el humor, el deleite en las cosas sencillas y el encanto de la paz interior, atributos todos del alma de niño, la vida humana no sería digna de ser llamada vida.

El alma de niño tiene además en nosotros otra función importantísima de socorro y protección, ya que es también el chaleco salvavidas espiritual con el que hemos sido equipados por Dios, para poder mantenernos a flote en esos mares de penas y aflicciones, que en ciertas ocasiones, el destino nos obliga atravesar en nuestra vida.

El cristiano esperanzado tiene los pies en la tierra y el corazón en el Reino de los Cielos

« Por eso, nos sentimos plenamente seguros, sabiendo que habitar en este cuerpo es vivir en el exilio, lejos del Señor ». 2 Corintios 5, 6

San Pablo, le explicaba a los Corintios, que al creer firmemente en la esperanza de la vida eterna en el Reino de los Cielos, la vida en el mundo terrenal era para él como si estuviera viviendo en el exilio, es decir, vivir teniendo ese anhelo de regresar algún día a la patria celestial con el Señor Jesucristo.

Pablo fue un modelo ejemplar de cristiano esperanzado, que supo interpretar y explicar magistralmente las enseñazas de Jesús a los pueblos del mundo.

Cientos de millones de personas, que se han visto forzados a emigrar de sus países de origen, saben lo que es vivir en el extranjero, vivir en un país diferente y extraño a la tierra que les vió nacer, y por consiguiente, han experimentado y sentido igualmente ese deseo de volver a su patria querida.

San Agustín en su obra « Confesiones » expresa con otras palabras, la misma experiencia de San Pablo de vivir como exilado en este mundo y anhelando la patria eterna, con esta bella frase : « Señor Dios, nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti »

Aquellos creyentes que creen en Jesucristo y se han apoderado de su promesa de vida eterna, logran vivir y morir conducidos por la gran esperanza cristiana, la cual los hace suspirar por la patria de arriba, la patria eterna y definitiva.

Así como en el idioma español se usa la expresión simbólica pasar a mejor vida en vez del verbo morir, en el idioma alemán se usa también en lugar de morir, el verbo heimgehen que significa volver a casa.

San Pablo les aclara también a los Corintios en su carta, quién es el autor de ese anhelo en el corazón del cristiano esperanzado: « Mas el que nos hizo para esto mismo, es Dios; el cual nos ha dado la prenda del Espíritu. » 2 Corintios 5, 5

Esperemos con fe, perseverancia y humildad, que Dios nos conceda la Gracia de fortalecer aún más nuestra esperanza en la vida eterna, para así ser también capaces de vivir con los pies en la tierra y el corazón en el Reino de los Cielos.

 

El Evangelio nos enseña a vivir y a morir con metas eternas

El anhelo de ser inmortal no es una simple ilusión ni mucho menos un sueño pueril, por el contrario, es el deseo natural y legítimo del ser humano de que su existencia no finalize en la nada, sino que pueda continuar viviendo una vida mejor y para siempre, después de la muerte inevitable y necesaria de su cuerpo.

Fueron muchos los antiguos emperadores, faraones y reyes de diferentes civilizaciones, quienes motivados por su anhelo de inmortalidad, dejaron para la posteridad estatuas y monumentos de piedra con su imagen, con el fin de perpetuar su gloria personal, los cuales han servido de mudos testimonios de ese deseo profundo y universal que sentimos todos los seres humanos de todas las épocas.

Ese anhelo natural de inmortalidad se origina y surge espontáneamente de nuestra alma divina e inmortal, por lo general en ciertas ocasiones cuando pensamos en la muerte inexorable que nos espera, cuando nos enfermamos de gravedad o enfrentamos una situación de peligro de muerte, y finalmente, en la ancianidad. La Buena Nueva de nuestro Señor Jesucristo revelada a la Humanidad sobre la realidad de la Vida Eterna y la existencia del Reino de los Cielos, no solo sirvió como testimonio de esa verdad de Dios anunciada al mundo por Jesús mismo, sino también sirvió como divina comprobación de que poseemos un alma y además, como justificación del por qué y para qué, los hombres y la mujeres sentimos ese anhelo de vivir eternamente.

Cuando por la Gracia de Dios, un individuo alcanza creer firmemente en Jesucristo y en el testimonio que dió con su vida y enseñazas, es en ese momento en que el anhelo  de inmortalidad se convierte en una necesidad vital, haciéndose el deseo más firme y más consciente. El simple hecho de sentir esa necesidad es para esa persona la confirmación irrebatible de que posee un alma divina y que toma conciencia de ello.

Una vez que se haya dado el acto de fe en Dios en la conciencia del creyente, o bien el salto de fe –„de la plena inseguridad humana a la plena seguridad de lo divino“ como lo describió el teólogo danés Kierkegaard-, es cuando el cristiano  comienza a aceptar su alma como algo real, es decir, a identificarse con su alma inmortal.

Dios creó a todos los seres humanos con un cuerpo mortal y un alma divina e inmortal, que es justamente de donde brota ese deseo de vivir para siempre con Dios.

El rey David en sus salmos logra expresar de modo magistral el anhelo de inmortalidad que llegó a sentir en algunas ocasiones:

„Como el ciervo anhela las corrientes de agua, así suspira por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente;„ Salmo 42, 1-2.

Todos sabemos que la necesidad es la falta de algo, y es ésta conmovedora súplica de David que nos evidencia claramente, su formidable fe en Dios y el gran afecto con que él se identificaba con su propia alma.

Si tú amigo lector, por la maravillosa Gracia de Dios, llegaras a sentir ese deseo de ser inmortal, te ruego que acudas a Dios con gratitud y le abras tu corazón, para que el Espíritu Santo te guíe a dar el paso inicial de fe que necesitas para creer en Jesús y en su Evangelio. Cuando llegues a creer y aceptar con pleno convencimiento que tu propia alma es ciertamente una realidad espiritual, serás capaz entonces de identificarte de forma consciente con ella y con dos de sus divinos atributos más relevantes como son: ser la huella que Dios dejó de sí en nosotros y la inmortalidad. Cuando reconozcas el alma como tu propio ser, ese reconocimiento supone conocerte a tí mismo, y a partir de allí, poder elevarte a Dios.

El mismo Jesús dió a entender muy claramente que el espíritu (el alma) es el que da vida al cuerpo y que el alma es inmortal, cuando dijo:

« El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. » Juan 6, 63

« Y no temáis á los que matan el cuerpo, mas al alma no pueden matar: temed antes á aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno. » Mateo 10, 28

En los cuatro evangelios del nuevo testamento, Jesús siempre mantuvo la perspectiva eterna al transmitir sus mensajes y al dar sus enseñanzas sobre el Reino de los Cielos, es decir, sobre la meta eterna por excelencia. Sin embargo, para poder captar y percatarse del sentido eterno y alcance trascendental de las palabras de Jesucristo en la lectura del evangelio, es indispensable que el lector crea plenamente en la promesa del Reino de los Cielos, y por consiguiente, que lo acepte como la grandiosa realidad indiscutible de la fe cristiana desde hace más de 2’000 años!