Nuestro cuerpo esbelto y hermoso nos lleva a la muerte inevitable

¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?    Romanos 7, 24

San Pablo en su carta a los Romanos, describe una lucha interior que experimenta en sí mismo entre su espíritu y su cuerpo carnal, de la cual él había tomado clara conciencia previamente. Pablo aludió allí en particular a la naturaleza pecadora y débil del cuerpo humano, se refirió a esos instintos carnales o inclinaciones naturales que algunas veces nos conducen a pecar contra Dios.

Basándome en esta frase con la que Pablo se lamenta sobre su lucha personal, deseo sin embargo, tratar otra realidad de la naturaleza humana que siempre tendemos a reprimir y a ignorar en nuestras vidas: la mortalidad de nuestro cuerpo y la inmortalidad de nuestra alma.

A pesar de que sabemos muy bien que nuestro cuerpo es muy susceptible a enfermedades, accidentes y padecimientos, que se deteriora progresivamente con el avance de nuestra edad , y que finalmente muere; nos empeñamos en considerar el cuerpo como lo más valioso e importante de nuestra vida y hacemos todos los esfuerzos imaginables para conservarlo joven, sano, esbelto y hermoso. Mientras que a nuestra alma inmortal, la cual sigue existiendo eternamente después de la muerte del cuerpo, así como nos lo enseñó Jesucristo en su Evangelio, la ignoramos completamente y no le prestamos atención ni cuidado alguno para su felicidad.

El culto al cuerpo y a la belleza corporal en la sociedad moderna, promovido y acentuado por los medios de comunicación, es tan intenso que para muchos jóvenes se ha convertido en una verdadera obsesión, la cual como toda obsesión resulta ser negativa, puesto que los conduce a realizar prácticas y consumir productos nocivos para su propia salud.

Si nuestro cuerpo mortal efectivamente nos lleva a la muerte inevitable, los creyentes cristianos deberíamos entonces con más razón, recordar siempre que poseemos un alma inmortal y que hemos nacido para vivir una vida eterna, esa nueva vida prometida por nuestro Señor Jesucristo en el Reino de los Cielos, por Obra y Gracia de Dios Padre.

Así como lo recordó y agradeció San Pablo en el versículo siguiente en Romanos 7, 25, al afirmar con júbilo:
¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!

 

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