El sufrimiento es la disciplina divina que Dios permite por amor, para la salvación eterna de nuestra alma.

Las desgracias, el sufrimiento y la aflicción tienen en la vida humana un lugar privilegiado, eso ha sido siempre una realidad constante en la historia de la humanidad,  y sigue siendo así, incluso hoy en día en nuestra época moderna, a pesar de todo el avance de la ciencia y de las innumerables comodidades que nos ofrecen los nuevos inventos tecnológicos y los bienes de consumo, con los que se trata de hacer la existencia menos penosa que en el pasado.

Para el místico alemán Maestro Eckhart (1260 – 1328), el deseo y la necesidad de Dios que siente el ser humano, caracterizan la condición de ser la única criatura, a la que Dios le donó su espíritu: nuestra alma.

LA PERSONA QUE SUFRE ES UNA PERSONA NECESITADA.
El sufrimiento nos convierte de forma instantánea en personas necesitadas. Y a mayor sufrimiento, mayor será la necesidad que nos apremie.

Es sumamente interesante como Eckhart explica la transformación que tiene lugar en el individuo cuando sufre. El sufrimiento genera en nosotros una serie de deseos insatisfechos que nos hacen conscientes de que nos falta algo, o dicho de otra manera, nos hace sentir la ausencia de Dios, que es lo que hace surgir en la persona el recuerdo de Dios. Según Eckhart, la condición natural del hombre es ser hijo de Dios, y cuando la persona se siente hijo de Dios, es cuando vive efectivamente conforme a su naturaleza. El convertirse en hijo de Dios es ante todo un proceso de transformación diario, para el cual Eckhart encuentra una representación metafórica muy hermosa. Él compara este proceso de transformación con la quema de la madera: «Cuando el fuego hace su efecto y enciende la madera y se prende, el fuego hace a la madera muy fina y delicada … y hace que la madera en sí, se asemeje más y más al fuego.”  

Cuando estamos sanos, cuando todo marcha adecuadamente y vivimos en un ámbito estable y próspero, esas son las condiciones que conocemos como: la normalidad. Parte de esa normalidad en el ser humano, la constituyen las pasiones innatas entre las que destacan principalmente: la vanidad y el orgullo.

El libro de Eclesiastés en el Viejo Testamento se inicia con estas palabras : « Vanidad de vanidades ! –dijo el Predicador-, vanidad de vanidades, todo es vanidad. » Más adelante en el texto, dice en versículo 14: « Miré todas las obras que se hacen debajo el sol y he visto que todo es vanidad y aflicción de espíritu. « 

La vanidad humana se podría comparar con un objeto vacío que contiene sólo aire, y que como un globo, se infla y se desinfla muy fácilmente. Se dice que la vanidad tiene alas doradas, por la facilidad con que se infla, sube a la cabeza y se apodera de nuestra mente. La vanidad y el orgullo poseen la particular capacidad de aturdir la conciencia, el intelecto y a la memoria de tal manera, que los embriaga reduciendo su claridad de percibir la realidad. El individuo no está ya consciente de su extrema fragilidad natural y se olvida de su gran vulnerabilidad a las desgracias, al dolor y al sufrimiento.

El individuo dominado por la vanidad y el orgullo cuando actúa, sabe muy bien lo que hace y lo que siente, pero no está muy consciente ni de las causas que lo motivan, ni tampoco de las consecuencias de sus acciones.

La vanidad tiene tanto poder de influencia en nuestra mente, que si se lo permitimos, nos puede hacer creer que somos indestructibles, que somos capaces de todo y por esfuerzo propio, que somos dueños de nuestra vida y de nuestro destino, y sobre todo, que somos libres e independientes y que no necesitamos a Dios.

Poseemos la fabulosa facultad de negar la frágil realidad que somos y la de crear en su lugar, por obra de nuestra mente, una realidad de indestructibilidad imaginaria que nos agrade más, siendo capaces de percibir esa ilusión, como si fuera la realidad en la que actuamos. Nos encanta soñar con los ojos abiertos, mientras las circunstancias de la vida sean favorables y nos sintamos a gusto. Sin embargo, sólo hasta que la siguiente tormenta del destino nos golpee y nos despierte.

Cuando caemos en desgracia por una contrariedad inesperada: un peligroso accidente, una grave enfermedad, una desilusión amorosa, un fracaso estrepitoso, la desocupación, la ruina, etc; nuestra vanidad cae también en picada y nos desinflamos. El sufrimiento y la aflicción que entran entonces en escena en nuestra vida, se encargan con esmero de que toquemos fondo más temprano que tarde, de que nos percatemos nuevamente de lo frágil que somos, y de que reingresemos a nuestra realidad verdadera.

Poco tiempo después, nos damos cuenta de que ante Dios no somos nada, y de cómo, en última instancia, dependemos de Dios para estar vivos y sanos. De cómo dependemos de Dios, para que nuestro corazón siga palpitando, o para que nuestro metabolismo bioquímico genere la inmensidad de procesos, hormonas y enzimas indispensables para poder estar sanos y funcionar bien.

Aún cuando en la sociedad moderna, en las universidades y en el mundo laboral más bien se fomenta el orgullo, la vanidad y una actitud de vida sin tomar en cuenta a Dios,  Él por su parte, en su misericordia y amor hacia su criatura, continuará haciéndonos sentir su divina disciplina cada vez que la necesitemos, para mantener a la vanidad en su mínimo y recordarnos nuestra condición de dependencia como hijos suyos que somos en Cristo, nuestro Redentor.

Los salmos son un maravilloso ejemplo de la manifestación de la clara conciencia que el rey David tuvo de sí mismo, de sus virtudes y defectos personales, de su condición de ser criatura de Dios y en consecuencia,  de estar muy consciente de su dependencia filial hacia Dios, así como un niño pequeño depende de su madre y de su padre.

En su estrecha relación personal con Dios, es David también un modelo universal de fe, humildad y sencillez, ya que a pesar de haber sido coronado Rey de Judá, demostró poseer caracter y dominio de sí, al no permitir que la vanidad y el orgullo le enfriaran su ardiente celo y el temor de Dios, cuando durante su reinado dispuso de poderes, lujos y riquezas.

En esta vida todo ser humano padece sufrimientos y penas que no se pueden evitar. Ese es uno de los misterios inescrutables de la vida humana.

Debido a que el sufrimiento forma parte integrante de la vida, es en consecuencia universal e inevitable.

El gran desafío para nosotros consiste entonces, en la forma de asumir el sufrimiento y de padecerlo, para que con la ayuda y el consuelo de Dios logremos transformarnos en la aflicción  y aprendamos a coexistir con élla.

A continuación transcribo una pequeña porción de una de las obras más conocidas del Maestro Eckhart titulada “El libro del consuelo divino”:

Según la verdad natural, Dios es la fuente única y el manatial único de todo bien, de la verdad esencial y del consuelo, mientras que todo lo que no es Dios, no es en si mismo más que natural amargura, desconsuelo y sufrimiento, y nada añade a la bondad que es de Dios, sino que menoscaba, tapa y oculta la dulzura, el deleite y el consuelo que da Dios.

Si lo que me hace sufrir es un perjuicio por cosas materiales, eso es un signo inequívoco de que de verdad me gustan las cosas materiales y que de verdad me gusta el sufrimiento y el desconsuelo y los busco. ¿Que tiene entonces de extraño que sufra y esté triste?  En realidad, a Dios y al mundo entero les resulta del todo imposible hacer que el hombre encuentre el consuelo verdadero en las personas. Pero, si lo que uno ama en la persona es sólo Dios y ama a la persona sólo en Dios, por todas partes encontrará consuelo verdadero, justo y equitativo.

El apostol Pablo en su segunda carta a los Corintios dice sobre el consuelo de Dios lo siguiente:

« Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios. Así como abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación. » 2. Corintios 3-5

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