El reino de los cielos y nosotros

SERMÓN DE CHARLES H. SPURGEON (1834-1892), PREDICADOR BAPTISTA DE ORIGEN INGLÉS

Y el que nos ha hecho para lo mismo es Dios, el cual también nos ha dado las arras del Espíritu.
2 Corintios 5, 5

Nuestro texto nos presenta una gran obra de Dios con un objeto distinto: el hecho de que seamos «revestidos de nuestra casa celestial»; y mirando las palabras minuciosamente, vemos que el único designio se lleva a cabo mediante tres grandes procesos. El Señor ha obrado en nosotros deseos de gloria celestial. «El que nos ha hecho hacer lo mismo, es Dios.» El apóstol había hablado dos veces de gemir tras la casa celestial, y entendemos que aquí afirma que este gemido fue obrado en él por Dios. En segundo lugar, el Señor ha obrado en nosotros una aptitud para el mundo eterno, porque así puede entenderse el texto. El que nos ha preparado para la herencia celestial de la cual el Espíritu es la prenda. Luego, en tercer lugar, Dios ha dado a los creyentes, además de los deseos y la aptitud para ello, una prenda de la gloria que ha de ser revelada, la cual es la prenda del Espíritu Santo. Hablemos de estas tres cosas como el Espíritu Santo nos instruya.

La obra de Dios se ve en nuestras almas al causarnos deseos excitantes y vehementes después de haber sido «revestidos de nuestra casa que es del cielo».

Este ferviente deseo, del cual el apóstol ha estado hablando en los versículos anteriores, se compone de dos cosas: un gemido doloroso y la sensación de estar agobiados mientras estamos en esta vida presente, y un anhelo supremo por nuestra porción prometida en el mundo venidero. La insatisfacción con la idea misma de encontrar una ciudad continua aquí, que equivale incluso a gemir, es la condición de la mente del cristiano. «No miramos las cosas que se ven», no merecen una mirada; Son temporales y, por lo tanto, no son aptas para ser el gozo de un espíritu inmortal. El cristiano es el hombre más contento del mundo, pero es el menos contento con el mundo. Es como un viajero en una posada, perfectamente satisfecho con la posada y su alojamiento, considerándola como una posada, pero dejando fuera de toda consideración la idea de convertirla en su hogar. De paso, se alimenta y está agradecido, pero sus deseos lo llevan siempre hacia ese país mejor donde se preparan las muchas mansiones. El creyente es como un hombre en un barco de vela, muy contento con el buen barco por lo que es, y con la esperanza de que pueda llevarlo a salvo a través del mar, dispuesto a soportar todos sus inconvenientes sin quejarse; Pero si le preguntáis si preferiría vivir a bordo en ese estrecho camarote, os dirá que añora el tiempo en que el puerto esté a la vista, y los verdes campos, y las felices granjas de su tierra natal. Nosotros, hermanos míos, damos gracias a Dios por todos los nombramientos de la providencia; ya sea que nuestra porción sea grande o escasa, estamos contentos porque Dios la ha establecido: sin embargo, nuestra porción no está aquí, ni la tendríamos aquí si pudiéramos.

Ningún pensamiento sería más terrible para nosotros que la idea de tener nuestra porción en esta vida, en este mundo oscuro que rechazó el amor de Jesús y lo echó de su viña. Tenemos deseos que el mundo entero no podría satisfacer, tenemos anhelos insaciables que mil imperios no podrían satisfacer. El Creador nos ha hecho jadear y anhelar tras sí mismo, y todas las criaturas juntas no podrían deleitar nuestras almas sin su presencia.

Además de esta insatisfacción, reina en el corazón regenerado un anhelo supremo por el estado celestial. Cuando los creyentes están en su sano juicio, sus aspiraciones al cielo son tan fuertes que desprecian la muerte misma.

Sea lo que fuere lo que la separación del alma del cuerpo pueda implicar dolor o misterio, el creyente siente que podría atreverse a todo, a entrar de inmediato en los gozos inmarcesibles de la tierra de la gloria. A veces el heredero del cielo se impacienta por su esclavitud, y como un cautivo que, mirando por la estrecha ventana de su prisión, contempla los verdes campos de la tierra sin trabas, y observa las olas relampagueantes del océano, siempre libre, y oye los cantos de los inquilinos del aire no enjaulados, llora al ver su estrecha celda, y oye el tintineo de sus cadenas. Hay ocasiones en que los más pacientes de los desterrados del Señor sienten que la nostalgia del hogar se apodera de ellos. Como esas bestias que hemos visto a veces en los zoológicos, que se pasean de un lado a otro en sus madrigueras, y se rozan contra los barrotes, inquietas, infelices, prorrumpiendo de vez en cuando en feroces rugidos, como si anhelaran el bosque o la selva; Aun así, nosotros también nos irritamos y nos inquietamos en esta nuestra prisión, anhelando ser libres.

¿Qué es lo que hace que el cristiano anhele el cielo? ¿Qué es lo que hay en él que le hace inquieto hasta que llega a una tierra mejor? Es, en primer lugar, un deseo de lo invisible. La mente carnal está satisfecha con lo que los ojos pueden ver, las manos pueden tocar y el gusto disfrutar, pero el cristiano tiene un espíritu dentro de él que tiene pasiones y apetitos que los sentidos no pueden satisfacer. Este espíritu ha sido creado, desarrollado, iluminado e instruido por el Espíritu Santo, y vive en un mundo de realidades invisibles, de las cuales los hombres no regenerados no tienen conocimiento. Mientras está en este mundo pecaminoso y cuerpo terrenal, el espíritu se siente como un ciudadano exiliado de su tierra natal.

Estorbado por este cuerpo de barro, el espíritu, que es semejante a los ángeles, clama por la libertad; anhela ver al Gran Padre de los Espíritus, comulgar con las huestes de los espíritus puros que rodean para siempre el trono de Dios, tanto a los ángeles como a los hombres glorificados; anhela, de hecho, habitar en su verdadero elemento. Una criatura espiritual, engendrada desde lo alto, nunca puede descansar hasta que esté presente con el Señor.

Además, el espíritu cristiano anhela la santidad. El que nace de nuevo de simiente incorruptible, encuentra que su peor problema es el pecado. Mientras estaba en su estado natural, amó el pecado y buscó placer en él, pero ahora, habiendo nacido de Dios y hecho semejante a Dios, odia el pecado, la mención de él irrita sus oídos, el verlo en otros le causa una profunda tristeza, pero la presencia de él en su propio corazón es su plaga y su carga diarias.

En el espíritu del cristiano hay también un suspiro por el descanso: «Hay un descanso para el pueblo de Dios», como si Dios hubiera puesto en nosotros el anhelo de lo que ha preparado; Trabajamos diariamente para entrar en ese reposo. Hermanos, anhelamos el descanso, pero no podemos encontrarlo aquí. «Este no es nuestro descanso». No podemos encontrar descanso ni siquiera dentro de nosotros mismos. Las guerras y las luchas son continuas dentro del espíritu regenerado; la carne codicia contra el espíritu, y el espíritu guerrea contra la carne. Mientras estemos aquí, debe ser así. Estamos en el campo de la guerra, no en la cámara de la comodidad.

Este deseo divino se compone de otro elemento, a saber, la sed de comunión con Dios. Aquí, en el mejor de los casos, nuestro estado es descrito como «ausente del Señor». Disfrutamos de la comunión con Dios, porque «verdaderamente nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo», pero es remota y oscura. «Vemos a través de un cristal oscuro», y todavía no cara a cara. Tenemos el olor de sus vestidos desde lejos, y están perfumados con mirra, áloe y casia, pero el rey todavía está en sus palacios de marfil, y la puerta de perla está entre nosotros y él. ¡Oh, si pudiéramos llegar a él! ¡Oh, que incluso ahora nos abrazara y nos besara con los besos de su boca! Cuanto más ama el corazón a Cristo, más anhela la mayor cercanía posible a Él. La separación es muy dolorosa para una novia cuyo corazón arde por la presencia del novio; y tales anhelamos oír la dulcísima voz de nuestro Esposo y ver el semblante que es como el Líbano, excelente como los cedros. Que un alma salva anhele estar donde está su Salvador, no es un deseo antinatural. Estar con él es mucho mejor que lo mejor de la tierra, y sería extraño que no lo anheláramos. Dios, pues, ha obrado en nosotros esto en todas sus formas, nos ha hecho temer la idea de tener nuestra porción en esta vida, ha creado en nosotros un anhelo supremo por nuestro hogar celestial, nos ha enseñado a valorar las cosas invisibles y eternas, a suspirar por la santidad, a suspirar por el descanso sin pecado, y anhelar una comunión más estrecha con Dios en Cristo Jesús.

Hermanos míos, si habéis sentido un deseo como el que he descrito, dad la gloria de ello a Dios; bendecid y amad al Espíritu Santo que ha obrado esto mismo en vosotros, y pedidle que haga que los deseos sean aún más vehementes, porque son para su gloria.

Puedes estar muy seguro de que tienes la naturaleza de Dios en ti si estás suspirando por Dios; Y si tus anhelos son de tipo espiritual, ten por seguro que eres una persona espiritual. No está en el animal suspirar por los goces espirituales, ni tampoco está en el mero hombre carnal suspirar por las cosas celestiales. Lo que son tus deseos, eso es tu alma. Si realmente están insaciablemente hambrientos de santidad y de Dios, hay dentro de ustedes lo que es semejante a Dios, lo que es esencialmente santo, ciertamente hay una obra del Espíritu Santo dentro de sus corazones.

Este deseo de una porción en el mundo invisible es infundido primero en nosotros por la regeneración. La regeneración engendra en nosotros una naturaleza espiritual, y la naturaleza espiritual trae consigo sus propios anhelos y deseos; estos anhelos y deseos son en pos de la perfección y de Dios.

Estos deseos son ayudados además por la instrucción. Cuanto más nos enseña el Espíritu Santo sobre el mundo venidero, más lo anhelamos. Si un niño hubiera vivido en una mina, podría contentarse con el resplandor de la luz de las velas; pero si oyera hablar del sol, de los verdes campos y de las estrellas, puedes estar seguro de que el niño no sería feliz hasta que pudiera subir a la salida y contemplar por sí mismo el resplandor del que había oído hablar; y a medida que el Espíritu Santo nos revela el mundo venidero, sentimos anhelos dentro de nosotros, misteriosos pero poderosos, y suspiramos y clamamos por estar lejos de donde está Jesús.

Estos deseos se incrementan aún más por las aflicciones santificadas. Las espinas en nuestro nido nos hacen usar nuestras alas; La amargura de esta copa nos hace desear fervientemente beber del vino nuevo del reino. Los deseos celestiales se inflaman aún más por la comunión con Cristo. Tanto las experiencias dulces como las amargas pueden ser hechas para aumentar nuestros anhelos por el mundo venidero. Cuando un hombre ha conocido una vez lo que es la comunión con Jesús, entonces suspira por disfrutarla para siempre.

«Desde que probé las uvas, muchas veces anhelo ir
a donde mi amado Señor cuida de la viña,
y crecen todos los racimos». Amén.

«Dejar la tierra de los moribundos, para despertar en el reino de los vivos eternos.» El destino eterno del alma humana.

Ésta es una de las diversas expresiones que el predicador inglés Charles H. Spurgeon utilizó para describir lo que la muerte significaba para él como cristiano creyente.

Me imagino que cada persona a su manera y en algún momento de su vida ha pensado en la muerte y que se ha hecho su propia concepción de la muerte. Como también debe haber gente, que el pensamiento acerca de la muerte nunca les ha pasado por la mente, o ven la muerte como algo tan lejano como si jamás hubiese de llegar.

Todos sabemos muy bien que vamos a morir algun dia, pero supongo que es por nuestro instinto natural de supervivencia, que suprimimos los pensamientos acerca de nuestra muerte.

Sin embargo, creo que con la edad entramos en una etapa de nuestras vidas en el que uno reflexiona más a menudo sobre su propia existencia, y afloran entonces los temas de la muerte y de nuestro destino más allá. Éste es el momento preciso e indicado, para traer a nuestra memoria la maravillosa esperanza de la vida eterna, a la cual estamos llamados todos aquellos que creen en el señor Jesucristo, y que esa realidad de la vida eterna la podemos comenzar a vivir desde ahora, en la medida en que tengamos puesta la mirada en esa meta eterna.  

Como yo me encuentro en esa fase de la vida, quisiera compartir algunas reflexiones y pensamientos muy inspiradores, esperando que les puedan servir de inspiración igualmente a ustedes.

Desde el mismo instante de nuestra concepción, los seres humanos recibimos de Dios el alma inmortal como constituyente de nuestra existencia, que se manifiesta en esa fuerza substancial y el propósito natural de vivir que todos poseemos, a la que los antiguos sabios llamaron el ánimo o aliento de vida.

Nuestro ser está formado entonces de dos dimensiones: el cuerpo (dimensión física) y el alma (dimensión espiritual).

Pero no debemos olvidar que desde el momento en que nacemos, por estar sujetos a la muerte física, empezamos tambien a morir, al activarse algo así como la cuenta regresiva de nuestro tiempo de vida en este mundo.

En su obra “Sueño del infierno” el escritor español Francisco de Quevedo (1580-1645) escribe “ …ningún hombre muere de repente, y de descuidado y de divertido sí. Cómo puede morir de repente, quien desde que nace ve que va corriendo por la vida y lleva consigo la muerte? ….. No os habeis de llamar, no, gente que murió de repente, sino gente que murió incrédula, de que podía morir así.”

Puesto que nuestro cuerpo dentro de poco tiempo va a ser incorporado en el suelo, para servir, en el mejor de los casos, de abono orgánico, y que tenemos un alma inmortal, lo mejor que podemos hacer es pensar bien dónde va a pasar la eternidad esa alma nuestra.

El tiempo es corto y la eternidad larga, es razonable que vivamos esta breve vida a la luz de la eternidad.

Nuestra alma vive en un cuerpo muy frágil y susceptible a enfermedades o accidentes, que pueden en cualquier momento perjudicar sus funciones vitales, pudiéndonos convertir en un instante en enfermos, o dicho de otra manera: en moribundos curables. Después de transcurrido los años y de haber consumido nuestro tiempo de vida, ya una vez viejos, nos convertiremos en moribundos incurables, para algún día, por causa de muerte, tener que dejar ésta tierra para despertarnos en el reino de los vivos.

Sí, esa es la buena nueva (el evangelio) que Jesucristo, nos trajo y predicó para toda la humanidad. Una nueva tan buena que nada lo puede igualar, la bendita nueva de que Dios descendió al hombre para que el hombre al morir pueda ascender al reino de Dios.

Por eso es que el cristiano que cree firmemente en su Redentor Jesucristo quien resucitó y vive para siempre, concibe la muerte como un amanecer, como el momento en que empieza a cumplirse esa gloriosa esperanza viva, basada en las promesas de vida eterna que fueron pronunciadas por el mismo Hijo de Dios:

Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Ustedes están muy equivocados.”  Marcos 12,27

«En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes. » Juan 14, 2-3

Por lo tanto, para los cristianos creyentes la muerte no es el ocaso, ni mucho menos el final, sino el comienzo de la verdadera vida, la vida eterna.

San Agustín llamaba gran pensamiento al pensamiento de la eternidad. A la luz de este gran pensamiento, los santos miraban los tesoros y grandezas de la tierra como si fueran paja, fango, humo, basura.

Este pensamiento ha comunicado valor indomable y fortaleza a innumerables mártires para soportar con gran firmeza los sacrificios a que fueron expuestos.

En su escrito “Idea de la muerte” el filósofo tomista Manuel García Morente (1886-1942) dice: el hombre que en la muerte vea el comienzo de la vida eterna, de la verdadera vida, tendrá que considerar esta vida humana terrestre -la vida biológica que la muerte suprime- como un mero tránsito o paso o preparación efímera para la otra vida decisiva y eterna.

Dichosa el alma que vive siempre con la mira puesta en la Eternidad, dice San Pablo, vive de la fe, de esa fe que conserva a los justos en la gracia y amistad de Dios; de esa fe que infunde la vida en las almas, desprendiéndolas de los afectos terrenos y poniéndoles siempre a la vista los bienes eternos que Dios tiene preparados para los que le aman.

El tránsito de la vida terrenal a la existencia eterna del ser humano, lo explica Dante Alighieri en uno de los versos de Canto del purgatorio en su obra “la divina comedia” con la siguiente alegoría: ¿No os dais cuenta de que somos gusanos nacidos para formar la angélica mariposa que dirige su vuelo sin impedimento hacia la Justicia de Dios?   

Deseo terminar con una preciosa reflexión de Charles H. Spurgeon, autor de la frase que hace de título de ésta reflexión, quien tenía un talento extraordinario para imaginar y describir escenas muy ilustrativas de lo que podría ser la vida celestial, las cuales nos pueden ayudar a figurarnos la vida eterna que nos espera después de morir.

«Las cosas que no se ven..» 2. Corintios 4:18

Es bueno que la mayor parte del tiempo de nuestra peregrinación, estemos mirando hacia adelante. Más allá está la corona, más allá, la gloria. El futuro debe ser, al fin y al cabo, el gran objeto de la fe, pues él nos trae esperanza, nos comunica gozo, nos consuela e inspira nuestro amor. Al mirar hacia el futuro, vemos eliminado el mal, vemos deshecho el cuerpo del pecado y de la muerte y al alma gozando de perfección y puesta en condiciones de participar de la herencia de los santos en luz. Mirando aún más allá, el iluminado ojo del creyente puede ver cruzado el río de la muerte, vadeado el sombrío arroyo, y alcanzadas las montañas de luz donde está la ciudad celestial. El creyente se ve a sí mismo entrando por las puertas de perla, aclamado como más que vencedor, coronado por las manos de Cristo, abrazado por Jesús y sentado con Él en su trono, así como Él ha vencido y se ha sentado con su Padre en su trono. La meditación en este futuro puede disipar la noche del pasado y la niebla del presente. Las alegrías del cielo compensarán las tristezas de la tierra. ¡Afuera mis temores! La vida en este mundo es corta; pronto la acabaré. ¡Afuera mis dudas! La muerte es sólo un pequeño arroyo; pronto lo cruzaré. ¡Cuán corto es el tiempo! ¡Cuán larga la eternidad! ¡Cuán breve es la muerte, cuán infinita es la inmortalidad! Me parece estar ahora mismo comiendo de los racimos de Escol y bebiendo del manantial que está del otro lado de la puerta. ¡El viaje es tan corto…! ¡Pronto estaré allí!

Creer o no creer, de eso depende todo en la vida

Todos conocemos la famosa frase en la obra Hamlet de Shakespeare, que dice: “Ser o no ser. Esa es la cuestión!”, la cual se usa como referencia a los grandes dilemas que tenemos que enfrentar y las difíciles alternativas entre las que tenemos que elegir en el transcurso de nuestras vidas.
En éste conocido fragmento de Hamlet surgen unas de las preguntas más comunes y más importantes que se ha hecho cada ser humano:
– ¿que hay después de la muerte?
– ¿cuál es el sentido y el propósito de vivir soportando penas y sufrimientos?
– ¿Acaso la vida es esto que vivimos?

Es por eso que antes de llegar a pensar en nuestro destino final y hacernos esa pregunta, es muy conveniente atender con anticipación el aspecto espiritual y abocarnos al tema de la fe en Dios, para evitar tener que vivir con esa incómoda sombra de temor, angustia e incertidumbre que genera lo desconocido y que nos persigue insistentemente en nuestras vidas.

Si Hamlet hubiera creído firmemente en Dios y hubiera confiado en la esperanza cristiana de la vida eterna después de la muerte, no habría llegado al estado de desesperación en que se encontraba, cuando exclamó esa célebre expresión, al preguntarse si valía la pena seguir viviendo o si era mejor suicidarse.

En relación a la fe en Dios, el filósofo francés Blaise Pascal mencionó en una cita la diferencia radical entre la razón y la fe, asi como también la ventaja de ésta última:

la fe es una guía más firme que la razón, la razón tiene límites, la fe no.”

El primer problema existencial que tenemos que resolver es por lo tanto, el de creer o no creer en la existencia de Dios, creador del universo; y si consideramos la Biblia como la Palabra de Dios.

La Sagrada Escritura nos dice que existe una realidad espiritual que es invisible. Nos relata también que en el momento de la creación del mundo natural y todas las criaturas que conocemos, al ser humano Dios le infundió su espíritu, de allí que nuestra propia dimension espiritual (el alma) que llevamos dentro de nuestro cuerpo carnal, forma parte de ese mundo espiritual que existe y es real aunque no lo podamos ver, ni tocar. Hablando en forma figurativa, el ser humano es más bien un espíritu que habita en un cuerpo de carne y huesos, ya que todas las cualidades de la persona única o sujeto inteligente que nos caracteriza como individuos, son facultades espirituales.

EL CREYENTE ES UNA PERSONA ESPERANZADA

La fe es la fuerza vital de las acciones y actividades de los seres humanos. Cuando el ser humano vive, es seguro que él en algo cree. Si no creemos con anterioridad en lo que vamos a hacer y porqué y para qué lo hacemos, no lo haríamos. Sin primero creer en lo que estamos por hacer, la actividad humana no sería posible. Donde hay vida humana, también allí, desde el origen de la humanidad, hay fe y confianza.

El gran teólogo cristiano de la antigüedad Orígenes de Alejandría (185-254), redactó un interesante comentario sobre la importancia de la fe en la vida humana:

“Si al fin y al cabo dependen de la fe todas las actuaciones humanas, no es mucho mejor creer en Dios que en lo demás? Después de todo, ¿quién va a navegar en alta mar o a casarse o a engendrar hijos, o a lanzar semillas sobre la tierra para la siembra y no esta confiando siempre que todo le va a resultar bien, cuando incluso un resultado contrario es siempre posible y también ocurre a veces?

Y sin embargo, parece que la fe obra de tal manera que todo estará bien y saldrá tal como se desea, que toda persona se atreve a ir hacia lo incierto e inseguro sin abrigar la menor duda.

Por consiguiente, son la esperanza y esa fe que confia en el futuro, las que sustentan y amparan la vida en cualquier situación de desenlace dudoso, entonces a esta fe debe serle reconocido con toda razón, que ella confie en algo más superior que los mares transitados,  que la tierra sembrada, que la esposa y que el resto de las cosas humanas, es decir, en Dios encarnado en Jesucristo que ha creado todo esto, y el que con amor sobreabundante y con divina bondad, se atrevió a proclamar su Evangelio a todas las personas en el mundo, a pesar de haber vivido bajo condiciones de grandes peligros y de tener que morir con una muerte, considerada como muy deshonrosa y humillante.”

El tema de las creencias y expectativas ha sido siempre objeto de investigaciones en psicología. En años recientes los científicos han estudiado cómo las expectativas modelan nuestra experiencia directa del mundo determinando lo que percibimos y cómo lo percibimos. Los investigadores pudieron claramente observar y constatar el poder que tienen las expectativas.

León Tolstoi el famoso escritor ruso autor de de las obras clásicas “La guerra y la paz” y “Ana Carina”, quién cayó en una crisis existencial tan fuerte, que también llegó a  pensar en suicidarse, escribió lo siguiente en su autobiografía titulada “Mis confesiones”:
La fe es lo único que le da respuesta a la incógnita de la vida del ser humano, y por consiguiente le confiere justificación y la posibilidad de vivir.
La fe le da a la existencia finita del hombre el sentido de lo infinito, ese significado que no es aniquilado por el sufrimiento, las privaciones y la muerte. Por eso, sólo en la fe puede uno encontrar el sentido y la posibilidad de la vida.
Si la persona no ve lo absurdo de lo finito y no entiende, cree en lo finito, y si ve lo absurdo de lo finito, debe por lo tanto creer en el infinito. Lo necesario y lo valioso es, poder solucionar la contradicción entre lo finito y lo infinito, y la cuestión del significado de su propia vida, de manera que uno pueda ser capaz de vivirla.

Esta solución está en la fe. Y es la única solución que nos encontramos siempre y en todas partes, en todas las épocas y en todos los pueblos, la solución que viene de un momento en el cual la vida humana para nosotros se pierde, una solución tan complicada, que nosotros no somos capaces de crear algo similar. Esa solución que justamente descartamos de manera imprudente, para plantearnos esa pregunta después otra vez  y para la que no tenemos respuesta.

La fe en Dios, por su parte, abre las puertas a la realidad espiritual que está fuera de nosotros mismos que nos rodea y a la realidad eterna, que está más allá de las dimensiones del tiempo y del espacio conocidos.
La eternidad es tan real como lo es la muerte, pero como no pensamos, ni deseamos nuestra propia muerte, tampoco pensamos en la eternidad. Por eso es que nos cuesta tanto imaginarnos y aceptar la dimensión de la eternidad. Pero el hecho de que no pensemos en ellas, no significa que algún día no vayan a ser realidad en nuestras vidas.

El mensaje central de Dios para toda la humanidad, que fue anunciado y prometido por primera vez por su Hijo, el Ungido, nuestro Señor Jesucristo hace más de 2000 años es el siguiente:
La revelación de la existencia del Reino de Dios en los cielos y de la promesa de salvación por obra de su Gracia y su amor divinos, de que los seres humanos nacemos y existimos para vivir la vida eterna en ese Reino, el cual se nos hará realidad después de nuestra muerte.

Como verdad espiritual que es, esa promesa ni la podemos ver con los ojos, ni percibir con los demás sentidos del cuerpo. Solamente nuestro espíritu puede a travez del acto de fe en Dios, aceptarla como verdad y esperar con anhelo su cumplimiento.

Resumiendo: vivir es esperar con fe en algo que no ves y que todavía no tienes.

La vida humana es, por consiguiente un esperar contínuo, que se va renovando constantemente, porque creemos en alguien o en algo.
La vida del creyente cristiano es esperar en la gran Esperanza Cristiana, hasta nuestro último aliento, el bien supremo: la vida eterna con Dios, nuestro padre celestial.

Acerquémonos a Dios entonces con confianza y humildad, para rogarle que por su Gracia nos aparte de los quehaceres de nuestra agitada vida diaria, y que despierte en nuestro espíritu el interés por las realidades espirituales y para así esforzarnos más en buscar su verdad divina y no descansar hasta apoderarnos de élla por medio de la fe.

Nuestro Señor Jesucristo nos da amorosamente esa maravillosa promesa que fue escuchada, atesorada y después propagada por San Juan por medio de las sagradas escrituras para toda la humanidad y todos los tiempos:

“No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes. Ya conocen el camino del lugar adonde voy».

Tomás le dijo: «Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?». Jesús le respondió: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí.
Juan 14: 1-6

La universalidad del amor eterno y de la justicia de Dios

Hay una pregunta existencial muy común entre los creyentes cristianos, que nos hacemos con cierta frecuencia: ¿Si Dios es bondadoso, justo y nos ama, por qué permite el mal, el sufrimiento y el dolor en esta vida terrenal?
Para tratar de responder a esa pregunta, el filósofo alemán Gottfried Leibniz creó el término en griego “Teodicea” en 1710, que significa la justificación de Dios, con el propósito de mostrar que el Mal en el mundo no está en contradicciõn con la bondad de Dios. Sin embargo, el intento de Leibniz no tuvo éxito, porque trató de responderla con argumentos racionales y filosóficos, sin fundamentarse en la fe cristiana y en la Palabra de Dios.

Sin fe y sin confiar firmemente en Dios no es posible comprender y captar el sentido adecuado y el significado correcto de las Sagradas Escrituras. La palabras en la Biblia poseen un sentido espiritual y un sentido literal, porque aunque fueron escritas por seres humanos, esos personajes bíblicos fueron inspirados directamente por Dios.

Un ejemplo destacado en la Biblia es la palabra “vida”, la cual se menciona allí infinidad de veces, pero tambiém tiene diferentes significados y sentidos en los idiomas originales en que fue traducida la Biblia. En el idioma griego antiguo que fue escrita originalmente la Biblia, fueron utlizados 3 diferentes términos griegos para la describir la palabra vida: Bíos, Psyque y Zoé.

Bíos, se refiere a la vida natural corporal de los seres vivos y mortales; Psyque, se refiere al alma o espíritu inmortal, insuflado por Dios en el ser humano durante la creación; Zoé, se refiere a la futura vida espiritual y eterna.

La vida verdadera, feliz, abundante, sin llanto, sin dolores y sufrimientos, sobre la que Jesús predicó durante su venida a este mundo, solamente puede ser la vida eterna en el Reino de los Cielos, prometida por Cristo a TODA la humanidad que crea en Él.

En el Evangelio de Juan, capítulo 10 y versículo 10, Jesús dice: yo he venido para que tengan vida (Zoé), y para que la tengan en abundancia. En esta frase Jesús no se refiere a mejorar y a enriquecer nuestra vida corporal y mortal (Bíos) en este mundo, sino a la vida eterna.

Para ser capaces de comprender adecuadamente la Biblia, es necesario en primer lugar, creer que el Señor Jesucristo es el Hijo de Dios, y en segundo lugar, creer en los dos más grandiosos mensajes que la humanidad haya recibido en toda su historia: el perdón de nuestros pecados por la obra de Redención de Cristo Jesús y su promesa de Vida Eterna en el Reino de los Cielos.

El sol que sale para todos, que irradia su luz y calor en el mundo entero, así como el aire de la atmósfera que nos suministra el oxígeno indispensable para poder vivir, son dos factores que ilustran muy bien, lo que efectivamente tiene carácter y vigencia universal para la existencia humana, en todos los tiempos de la Historia y en todos los lugares.  A eso es lo que me refiero cuando uso el término de universalidad.

La universalidad aplicándola específicamente a la humanidad, abarca entonces a todos los seres humanos sin distinción alguna en lo concerniente a sexo, raza, edad, época, educación, estrato social, estado de salud, etc.

La Gracia y el amor de Dios con respecto a la humanidad son universales. El alma humana como espíritu que es, y que fue hecha a imagen y semejanza de Dios es tambien universal. Todos los seres humanos tenemos un espíritu de origen divino. En consecuencia, la espiritualidad humana junto la fe, el amor, la esperanza, y todas sus virtudes, cualidades y pasiones espirituales son igualmente universales.

Dios como creador y Todopoderoso que es, debe necesariamente pensar de un modo muy diferente al nuestro, Dios debe pensar en todo en absoluto y comprender todo de manera global. Nosotros como sus criaturas predilectas, lógicamente no disponemos de esa misma capacidad de entendimiento, sino una muy limitada y con infinidad de restricciones.

Una de las restricciones es nuestra naturaleza altamente individualista. Tendemos a pensar y actuar según el criterio propio y no de acuerdo a la colectividad. Es por eso, que el concepto de universalidad para el ser humano es algo extraño, y además le cuesta imaginarse algo de condición universal, por no estar acostumbrado a pensar con esa amplitud de criterio.

Otra limitación muy importante son nuestros sentidos corporales, en particular la vista, a la cual le hemos otorgado demasiado poder de influencia en nuestras decisiones y criterios, al seguir ese principio simplista y muy equivocado: si no lo vemos, no existe y lo ignoramos.

Pensemos en las siguientes paradojas y contradicciones en la vida humana que existen y que siempre se han dado en este mundo:

•        el pobre hambriento y el rico opulento,

•        el individuo libre y el inocente condenado por un error a prisión perpetua, 

•        la persona sana sin ningún impedimento y el discapacitado permanente.

Cualquier ser humano de corazón sensible pensaría: ¿que ínjusticia la de Dios con respecto al pobre, al prisionero inocente y al discapacitado? ¿Cómo Dios permite que algo asi suceda en el mundo?

A nosotros como criaturas mortales y limitadas, Dios nos permite llegar a conocer sólamente una porción de la realidad del mundo, es decir, la realidad aparente que percibimos y conocemos bien. La otra realidad espiritual e invisible de la que nuestra alma forma parte, es del dominio absoluto de Dios. Por alguna divina razón, a nosotros no nos corresponde tener acceso a élla.

Fíjense a continuación, de que manera tan simple y al mismo tiempo tan instructiva le explica Dios al profeta Isaías, la imposibilidad de los hombres de comprender los misterios de la realidad del mundo, diciéndolo en los términos en que lo haría un padre amoroso a su pequeño hijo:

« Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni vuestros caminos mis caminos», dice Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos y mis pensamientos más que vuestros pensamientos. »  Isaias 55, 8-9

Aunque nunca lograremos comprender la realidad que nos rodea, qué maravillosos han sido el amor y la Justicia de Dios, ya que por su Gracia nos ha concedido la capacidad de poder creer y confiar plenamente en Él y en su Hijo Jesucristo, y creer que todo el universo y nuestras vidas están en sus manos.  Y así mismo, tener la certeza de que la Justicia de Dios es universal y que su amor hacia toda la humanidad es eterno y para todos sin excepción alguna.

Procuremos entonces no cometer el imprudente atrevimiento, de dudar del amor, de la Misericordia y la Justicia de Dios para cada uno de sus hijos, ni mucho menos de faltarle el respeto por llegar a pensar, que Dios pueda ser menos misericordioso y justo que nosotros, puesto que somos todos en realidad, unos pobres ignorantes mortales, quienes estamos tan necesitados siempre de su Amor, Gracia y Misericordia.

Si solamente en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres.
1. Corintios 15, 19

Sabemos que antes de su encuentro con Jesús resucitado, Saulo de Tarso (ese era el nombre del apóstol Pablo antes de su conversión) como judío ortodoxo que era, había rechazado a Jesús de Nazareth como Hijo de Dios, sin embargo, no satisfecho con el rechazo y movido por un odio rabioso a las enseñanzas de Cristo, también se dedícó a perseguir a los primeros cristianos que iba encontrando en los lugares por donde él pasaba.

Saulo poseía un profundo conocimiento de las Sagradas Escrituras contenidas en el Viejo Testamento y era extremadamente celoso del cumplimiento de las leyes allí establecidas para el pueblo judío. Por lo tanto, tenía grandes conocimientos de la palabra escrita, pero le faltaba la sabiduría espiritual que proviene del Espíritu de Dios y su iluminación divina, para interpretarla y aplicarla de forma correcta.
Finalmente, el celo ardiente que sentía por su religión y la firme voluntad de luchar por defenderla, lo condujo a perseguir y combatir a sus nuevos oponentes: los nuevos cristianos.

Y yendo por el camino, aconteció que llegando cerca de Damasco, súbitamente le cercó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús a quien tú persigues; Hechos 9, 3-5

Ese encuentro personal inesperado y repentino con Jesús, debió haber sido para Saulo una experiencia espantosa y terrible al inicio, para más tarde pasar a ser una vivencia maravillosa y trascendental en su vida espiritual, al reconocer a Jesús como el Hijo de Dios y el tan esperado Mesías del pueblo judío, quien mostrando su gran amor y su inmensa misericordia, escoge justamente a Saulo el perseguidor de cristianos, para convertirlo en un hombre nuevo llamado Pablo a partir de ese momento, por pura Gracia.

Pablo tuvo que haber experimentado con Jesús una experiencia divina y maravillosa, la cual produjo en él como fruto tres milagrosas transformaciones:

  1. que él naciera de nuevo en el espíritu, es decir, como un nuevo ser humano radicalmente opuesto al anterior, pero con el mismo cuerpo de antes.
  2. que Pablo se convirtiera en el más grande intérprete y predicador del Evangelio de toda la historia del cristianismo.
  3. que haya sido el privilegiado receptor del perdón y la Gracia de Dios, después de haber cometido ese gran pecado de combatir al Señor Jesucristo y de perseguir y castigar los cristianos, lo cual generó en Pablo un manantial de agradecimiento, regocijo y paz interior hasta el fin de su vida.

Pablo como hombre de profunda fe y poseedor de una mente privilegiada, estaba más que convencido de que la promesa de vida eterna en el Reino de los Cielos, era lo más grandioso que oídos humanos habían escuchado en la larga historia del pueblo de Israel, y por supuesto, su alma sedienta de Dios, hizo suya esa promesa inmediatemente.

Después que Cristo resucitó, se le apareció a los doce discípulos en primer lugar, y de último se le apareció a Pablo, tal como lo describe el mismo en su primera carta a los Corintios:

Y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mi. Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo. 1. Corintios 15, 8-10

¡Y de qué manera Pablo creyó y se aferró a la promesa de vida eterna durante su vida llena de peligros de muerte, penas, dificultades, desafíos, viajes, agotamiento, hambre, etc; mientras cumplía fielmente con esa titánica misión que Cristo Jesús le otorgó, de predicar el Evangelio a los pueblos paganos en casi todos los países del mundo antiguo!

En sus cartas que escribió a las diferentes comunidades y pueblos que visitó, Pablo explicó muy bien infinidad de temas importantes de la fe cristiana, y lo hizo de una forma sencilla y clara, para que el pueblo pobre y sencillo pudiera comprender lo que predicaba.

Muy buen ejemplo de un mensaje claro y simple de Pablo, es el versículo que escogí como título de esta reflexión: Si solamente en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres.

Esta afirmación me da la impresión, de que el apostol Pablo la ha escrito de manera especial para nuestra generación de los que hemos nacido entre la década de 1940 y 1990, es decir, en la época de mayor prosperidad, bienestar económico, desarrollo tecnológico y oferta de comodidades que ha tenido la humanidad en su historia.

Parafraseando el versículo de Pablo, me atrevo a decir: Si solamente en esta vida terrenal esperamos en Cristo y contamos con él, para lograr vivir bien con todas las comodidades y lujos que nos podamos comprar, y no esperamos en Cristo para que nos ayude a fortalezer nuestra esperanza de vida eterna, somos los más miserables de los hombres y de las mujeres.

Para ilustrar de qué manera el bienestar económico y la gigantesca oferta de comodidades y servicios influyen sobre la sociedad, al mejorar la calidad vida en el aspecto material; y cómo afectan a la fe religiosa estas nuevas condiciones de vida, les escribo a continuación un comentario del filósofo y Teólogo danés Sören Kierkegaard, que hizo sobre la debilitada fe religiosa en la alta sociedad danesa de su época, hace 200 años:

La vida eterna después de la muerte se ha convertido en un chiste, no solo se ha convertido en una necesidad incierta, sino que tampoco nadie espera más en eso. Va tan lejos, que hasta nos hace gracia pensar que hubo un tiempo en que la promesa de vida eterna era capaz de cambiar la vida de una persona.

Vivir es esperar esperando para pasar a mejor vida

para que por dos cosas inmutables, en las cuales, es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo, los que nos hemos refugiado asiéndonos (agarrándonos) de la esperanza puesta delante de nosotros. La cual tenemos como ancla del alma, segura y firme, y que penetra hasta dentro del velo; Hebreos 6, 18-19

Sin duda alguna, la vida humana consiste en vivir esperando algo o a alguien, que ha de suceder o de venir en el futuro próximo. Siempre esperamos con la firme esperanza, de que lo que anhelamos va a suceder, y esperar permanentemente, nos enseña a tener paciencia. En consecuencia, se puede afirmar que todos vivimos esperando algo.

Nuestra condición natural de que somos seres totalmente dependientes de la naturaleza y de las personas que nos rodean para vivir, determina la necesidad de tener que esperar. Por eso, cuando leí por primera vez la expresión “vivir es esperar esperando” de la frase del Teólogo brasileño Leonardo Boff, me gustó tanto, que la puse como título de esta reflexión.

Siempre deseamos lo mejor, anhelamos cosas y experiencias buenas para nuestra vida y la de nuestros seres queridos. Y a pesar de que también nos suceden experiencias desagradables, dificultades, accidentes, enfermedades, decepciones, tragedias, etc; no nos desanimamos y recuperamos de nuevo la esperanza y continuamos esperando lo mejor. Existe un término que describe ese estado de ánimo de actidud positiva ante la vida, pero que casi nunca se utiliza: longánimo, que significa de ánimo constante.

En la sociedad moderna mayormente egoísta, se ha establecido como meta deseable ser lo más independiente posible de los demás. En las grandes ciudades de cientos de miles de habitantes, mucha gente vive sola, aislada y sin contacto personal con los vecinos, debido a que desean ser lo que ellos llaman “autosuficientes”, personas rebeldes que están cansadas de esperar y de depender de otros.

Debido a que en la vida tener que esperar es invitable, estamos muy acostumbrados desde nuestra niñez, a esperar las cosas y los acontecimientos deseados por nosotros, que pueden suceder de manera inmediata o retardada.

La muerte es el acontecimiento natural de la vida, que por ser inevitable todos les seres humanos debemos aprender a aceptar como realidad implacable en el futuro. Gracias a la obra de sacrificio y redención realizada por nuestro Señor Jesucristo en la Cruz y a la inconmensurable Misericordia de Dios, tenemos los creyentes cristianos el privilegio de creer en su promesa de vida eterna y de esperar con fe y regocijo por su cumplimiento en el futuro, cuando Dios decida el momento de nuestra partida de este mundo.

No se trata de estar esperando la muerte, claro que no, sino de estar esperando con fe firme la vida eterna en el Reino de los Cielos, por la que Cristo el Hijo de Dios, se hizo hombre para anunciar y predicar como La Buena Nueva o Evangelio a la humanidad.

La promesa de vida eterna en el Reino de los Cielos es el supremo bien o premio que Dios le ha prometido a todo aquel hombre o aquella mujer que crea en espíritu y en verdad en Cristo Jesús. Por lo tanto, cristiano al hacer tuya esa promesa, ese acto de fe se convertirá después en la esperanza puesta delante de ti, de la que te puedes agarrar, la cual tendrás como ancla segura y firme de tu alma, así como lo afirma el apostol Pablo en los versículos de arriba.

El símbolo del ancla de la esperanza, que menciona San Pablo en su Carta a los hebreos, fue utilizado por los cristianos de la iglesia primitiva en las tumbas hace miles de años. En la imagen a continuación se nota la figura de una cruz combinada con un ancla y con la letras griegas Alfa y Omega, que representan a Jesucristo, según el libro del Apocalipsis de San Juan en donde está escrito: “Yo soy el Alfa y el Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso”.

Inscripción lapidaria en una tumba antigua

Según Tomás de Aquino, la esperanza cristiana es la virtud que otorga al hombre la confianza absoluta de que alcanzará la vida eterna y los medios para llegar a ella con la ayuda de Dios.

La vida eterna es la vida en abundancia de la que habla Jesús en el Evangelio de San Juan 10, 10: El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.

Sin duda alguna, el Señor Jesucristo nos promete una vida mucho mejor de la que nos podríamos imaginar, un concepto que nos recuerda lo dicho por San Pablo en 1. Corintios 2: 9: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para aquellos que le aman.”

La expresión “pasar a mejor vida” es una linda metáfora para referirse a la vida eterna, que nos espera a los creyentes cristianos después de la muerte. Amén!

Así como el Señor Jesucristo dijo “Mi reino no es de este mundo”, podrá el creyente cristiano también decir al dejar este pobre mundo: “Mi esperanza es el reino de Dios en los cielos”

Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo: si de este mundo fuera mi reino, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los Judíos, pero mi reino no es de aquí. Juan 18, 36

Este versículo describe parte del diálogo que tuvieron Jesús y Poncio Pilato, durante el proceso judicial en Jerusalen antes de su crucifixión, en el que Jesús le confirma a Pilato que efectívamente él es Rey, pero que su reino no es de este mundo. El Señor sabía muy bien que la hora de su muerte en la cruz había llegado, y por supuesto, sabía aún mejor todavía, que él iba a entregarle su espíritu al Dios Padre y que regresaba a su reino de los cielos.

En la obra “Enquiridión” de Erasmo de Rotterdam, quien fue un monje agustino y gran teólogo holandés, aparece la siguiente cita de San Jerónimo: “Nadie tan feliz como el cristiano, a quien solo se le promete el Reino de los cielos. Pero ninguno tan probado como él, pues toda su vida está en peligro. Nadie más fuerte que él, pues vence al demonio. Pero nadie más debil que él, ya que es vencido por la carne”.

De esta cita, me llamó mucho la atención la frase “Nadie tan feliz como el cristiano, a quien solo se le promete el Reino de los cielos”; con la que Jerónimo expresa de una forma tan simple y tan hermosa, el maravilloso privilegio que se nos ha otorgado a los seguidores de Jesucristo, de recibir la insuperable promesa de vida eterna en el reino de los Cielos, que tan solo esa promesa es más que suficiente motivo para llenar de gozo y felicidad a cualquier creyente, que la acepte como suya.
La fe en el señor Jesucristo y nuestra firme confianza en esa promesa, son las condiciones previas que engendran la esperanza de vida eterna, la cual es la vigorosa facultad espiritual que conduce y sostiene al creyente durante su arduo camino de fe, hacia la gran meta.  

Hagamos entonces como nos recomiendan en la carta a los Hebreos 10, 23: Mantengamos firme la profesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa.

¿Puedes tú imaginarte la santa paz interior y el gran consuelo que debe sentir un creyente firmemente esperanzado, cuando en el momento de su muerte, sabe que su alma inmortal se separará de su agotado cuerpo, para dejar este mundo cruel y fatigoso?

Yo me lo puedo imaginar muy bien, pues no debemos olvidar que la mayoría de los sufrimientos y las penas de la vida, se soportan y se llevan ocultas en el alma. Nuestro cuerpo nos permite fingir y aparentar una vida pública alegre y apacible, mientras que la realidad de nuestra vida espiritual interior es todo lo contrario. Lo que vemos en la gente son solamente falsas apariencias, y por lo tanto, debe haber muchas personas que están esperando en secreto, que cambie su suerte o les llegue la muerte como una bendición.

Las adversidades se perciben como penas terribles, cuando apartamos los ojos de la gran meta futura de vida eterna.

puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual, por el gozo puesto delante de Él sufrió la cruz, menospreciando la vergüenza, y se sentó a la diestra del trono de Dios. Hebreos 12, 2

En varias de sus cartas a las comunidades cristianas, el apóstol Pablo comparó esta vida terrenal llena de cargas, sudor y esfuerzo con una carrera de competición. Al hacer Pablo esa semejanza entre la vida y una competencia, resaltó la importancia de la recompensa o premio que reciben los ganadores al llegar a la meta o marca final de la prueba deportiva.
El premio es el motivo más efectivo para animar a las personas a participar en una competición, puesto que es una recompensa satisfactoria por el afán y el tiempo que se ha invertido en la preparación física para la carrera. Para el corredor, el premio entonces se convierte automáticamente en un anhelo, que lo impulsa a hacer todo lo posible por obtenerlo.

En la vida es igualmente necesario y muy importante, ponerse metas para alcanzar en el tiempo futuro, porque las metas le proporcionan sentido y propósito a nuestras vidas, en especial, en los tiempos de adversidades, sufrimientos y penas.

Algunos de ustedes se habrán enterado por la prensa del extraordinario caso de naufragio, que sufrieron dos pescadores en el año 2012 en el sur de México, quienes estuvieron a la deriva durante meses en una pequeña barca sin techo, sin agua ni comida, en el océano pacífico. El náufrago salvadoreño José Salvador Alvarenga describió a los periodistas, que había sido su gran anhelo por ver de nuevo a su única hija, lo que le salvó la vida ya que le dió la suficiente fuerza de voluntad para lograr soportar 14 meses perdido en la inmensidad y la soledad del mar. Su compañero de pesca Ezequiel Córdoba de 16 años, después de 4 meses a la deriva perdió la esperanza de sobrevivir y decidió de forma consciente dejar de comer y beber, para finalmente morir.

Por supuesto, este caso fue una situación muy extrema y excepcional, pero sirve perfectamente para ilustrar cómo una meta determinada, puede llenar de esperanza, vigor y fortaleza a una persona, aún en medio de las circunstancias más adversas.

Durante el transcurso de la vida, el destino nos presentará oportunidades de poner diversas metas temporales, las cuales para nosotros son imposible de prever con anticipación.

La única carrera de nuestra vida, que sabemos con seguridad en la que tendremos que participar en el futuro, es la muerte.
Para esta carrera, los creyentes cristianos hemos recibido el gran privilegio, por la Gracia de Dios y por la obra Redentora del Señor Jesucristo, de tener como meta y premio supremos: la vida eterna con Dios en el Reino de los Cielos.

Estimado lector, procura poner tus ojos en esta meta suprema, que Dios nos concede por su Gracia e inconmensurable Misericordia, así como mantener la mirada en ella, sobre todo cuando estés atravezando adversidades y aflicciones en tu vida cotidiana.

¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, mas sólo uno se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. 2. Timoteo 2, 5

Los seres humanos llevamos en nuestro corazón el anhelo de vida eterna y de inmortalidad.

y que ahora (la Gracia de Dios) ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien abolió la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio, 2. Timoteo 1,10

El anhelo de inmortalidad es una característica innata del ser humano. Toda persona desea en el fondo de su corazón, que su vida dure para siempre. Una vez nacido, cada individuo aspira a no tener que morir algún día, y ese anhelo se mantiene firme, incluso despúes de percatarse y de saber con certeza, que su muerte física es inevitable.

En las antiguas civilizaciones que lograron tallar y esculpir piedras, ese anhelo fue manifestado claramente por medio de las innumerables estatuas de personas prominentes como reyes, emperadores, guerreros y divinidades; esculpidas con el propósito de tratar de inmortalizar a esos individuos en la memoria de futuras generaciones y de dejar un testimonio de su aspecto corporal.
En todos esos pueblos originarios y sus cultos o religiones paganas existió la creencia primititva de una vida después de la muerte, pero la vida en el más allá era algo que apenas algunos sacerdotes y sacerdotizas se lo imaginaban, sin embargo, las poblaciones de esas naciones en el aspecto religioso-espiritual vivían en tinieblas y sin esperanza. Para ellos, la muerte sencillamente acababa con todo.

Varios siglos antes de que Jesús viniera la mundo, Isaías profeta del pueblo judío, hizo la profecía sobre el nacimiento del Señor Jesucristo, la cual inicia con el siguiente versículo:
El pueblo que andaba en tinieblas ha visto gran luz; a los que habitaban en tierra de sombra de muerte, la luz ha resplandecido sobre ellos. Isaías 9, 2

Isaías en el texto de esa profecía, utiliza muchas alegorías o símbolos como « andar en tinieblas » que significa andar a tientas sin poder ver bien el camino por la oscuridad. Es un modo de describir la vida de mucha gente, que viven de día en día sin futuro, sin metas que alcanzar, sin Dios y sin moral y quienes terminan extraviándose en una mala vida.

La venida de Jesús o el Cristo al mundo, trayendo como Hijo de Dios la buena Nueva sobre la vida eterna a aquella humanidad que vivía en tinieblas, ese mensaje de inmortalidad del alma humana y de esperanza eterna fue de tan grande importancia para esos pueblos paganos, que grandes multitudes recibieron y aceptaron el evangelio de Jesús con enorme gratitud, consuelo y alivio, lo cual cambió su vida radicalmente, porque les trajo luz y esperanza a sus vidas. Esos fueron los primeros creyentes cristianos.

Jesús les habló otra vez, diciendo: « Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. » Juan 8, 12

La Buena Nueva de Jesucristo sobre el perdón de los pecados y sobre la esperanza de vida eterna en el Reino de los Cielos, continúa hoy en día iluminando vidas y generando esperanza de vida eterna con el mismo poder de transformación y de renovación, por obra del Espíritu Santo.

Estimado lector, si te sientes vacío interiormente, si no le encuentras sentido a la vida y si sientes que andas en tinieblas, te ruego que acudas directamente en oración a Jesucristo con fe, humildad y arrepentimiento, que Él te recibirá con misericordia y amor eterno en su seno.