Si pensamos en algo tan común como es una bombilla de luz, tenemos que reconocer como una gran genialidad, que algo tan simple como es un pequeño globo de cristal con un delgadísimo filamento incandesente adentro, sea capaz de brillar con su propia luz.
Los seres humanos también somos capaces de brillar con luz propia, pero no con una luz deslumbrante, sino con un resplandor espiritual inherente del alma humana, con ese brillo de amor que se ve y se siente solamente con el corazón. Es esa una irradiación personal que emana desde el interior del cuerpo hacia afuera, y no tiene en absoluto nada que ver, con la anatomía ni con los rasgos físicos de la persona, ya que el cuerpo humano hace el papel de instrumento del alma, así como lo hace la flauta al sonar, cuando se sopla aire en élla.
A esa misteriosa energía espiritual, tratando de describirla se le ha dado varios nombres: gracia, donaire, encanto, atractivo, simpatía, espíritu, fascinación, dulzura, etc. Y muchos otros por facilidad, la llaman popularmente: un no sé qué.
Es también el brillo de amor, el responsable anónimo de ese refrán que se refiere a ese hecho tan cierto y evidente, el cual la sabiduría popular supo captar de forma intuitiva y expresar magistralmente en la frase: “la suerte de las feas, las bonitas la desean”.
Lo importante aquí es recordar, que sí podemos resplandecer espiritualmente, que somos capaces de manifestar nuestras cualidades y virtudes, de amar, de lucir lo que somos y lo que tenemos de único e inimitable: el espíritu, el carácter, el modo de ser, es decir, nuestra personalidad; y que también, los que nos rodean son capaces de notarlo.
Refiriéndose a la gran influencia masificadora y estandarizante, que como bien sabemos, ejercen la crianza, las convenciones sociales y los medios de comunicación sobre las personas, el filósofo alemán Max Stirner (1806-1856) hizo la siguiente afirmación:
“Todo ser humano nace como original, pero la mayoría muere como copia”.
A primera vista, todos tenderíamos a estar de acuerdo con esa observación de Stirner, porque se trata de un hecho notorio, que las actuaciones y el aspecto exterior de un grupo social determinado, sean tan semejantes y se parezcan tanto unos y otros, que dan la impresión de ser copias.
Sin embargo, es muy importante aclarar, que esa afirmación se refiere exclusivamente a las manifestaciones exteriores de la vida de la gente, como: el vestuario, los estilos y modas, la educación elemental y formación profesional, las normas y códigos sociales, las costumbres, etc; y por lo tanto, resulta ser una deducción incompleta, porque sencillamente en esa observación, falta la otra mitad del ser humano, su dimensión espiritual, su alma; a la que bien se podría llamar la ilustre desconocida, ya que siempre es injustamente menospreciada e ignorada, así como sucede con el lado oculto de la luna, el cual nunca se deja ver desde la tierra, pero que está siempre allí.
Cada individuo es un ser original, tanto al nacer como al morir. Incluso los gemelos univitelinos, que son tan idénticos en su aspecto físico y que parecen ser verdaderas copias, son únicos e irrepetibles.
Desde su nacimiento cada individuo tiene su carácter y personalidad propia, la cual se va desarrollando y moldeando en el transcurso de la vida según sus intimas vivencias y experiencias personales en su hogar, en el trabajo y en la sociedad.
Sin exepción alguna, todos seguramente anhelamos ser originales y no copias, por eso siempre tratamos de destacarnos de los demás, por no querer ser uno más del montón. Pero el gran impedimento para lograr ese ideal, está en el hecho de que la originalidad la buscamos fuera de nosotros, la buscamos donde no está, la buscamos en el mundo exterior, donde la gran mayoría de la gente busca y espera en vano, poder también encontrarla.
Mientras sigamos buscando en las fuentes externas (ropas, joyas, maquillajes, conocimientos, deportes, pasatiempos, culturas, cirugía estética, etc.) el brillo que nos haga perfilarnos como originales, más nos pareceremos a los demás, más daremos la impresión de ser copias.
Como lo dije antes, la fuente de nuestra originalidad, del amor puro, del contentamiento duradero, de la paz interior y de una vida plena; está dentro de tí en tu alma de niño. Para percibir nuestra alma, lo único que hace falta es la voluntad de conocernos interiormente, querer hallarse a sí mismo, desear escuchar la voz de tu alma de niño y tomarla más en cuenta.
Y para eso no hay recetas, porque cada individuo tiene su propio mundo interior, su propia conciencia, sus propias vivencias, y por lo tanto tiene que hacerlo él o élla misma.
Sin embargo, existe un solo Ser que nos puede ayudar en la tarea: nuestro Dios Todopoderoso.
Eso lo hizo el Rey David en sus clamores a Dios, los cuales quedaron plasmados eternamente en los Salmos para la historia y para los creyentes:
“Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos. Y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno. Salmo 139, 23 y 24
Muchos siglos después de David, nuestro señor Jesucristo dejó como legado eterno en sus enseñanzas y su Palabra, un maravilloso hilo conductor que tenemos que seguir para poder encontrarnos y encontrarlo a él: el amor verdadero.
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Amarás a tu prójimo como a ti mismo.“ Mateo 22, 37-39
En mi caso particular, yo creo firmemente en Dios y en su amor hacia nosotros, ya que él es el creador y la fuente universal del amor espiritual. Por eso, estoy convencido de que el amor espiritual o amor puro es la clave.
Como en todo amor incondicional bien entendido, en su principio y en su fin, se busca uno mismo, es decir, al amar sin condiciones a alguien te hallas a ti mismo, ya que hallas el ser amante en tí, ése que es capaz de amar espiritualmente y sin esperar nada a cambio, que no es otro que tu alma de niño: la portentosa fuente de tu brillo de amor.