¿Estás cansado de tanta mentira y falsedad en este mundo?

Nadie, que sea sincero consigo mismo, puede dudar de que en este mundo la mentira y la falsedad han echado raíces profundas y que en las sociedades occidentales modernas se han propagado rápidamente como una peste muy contagiosa, debido a los grandes medios de comunicación y a su negativa influencia sobre la vida de la gente.

Si partimos de que esa es la realidad en que estamos viviendo, cabe hacerse entonces preguntas como las siguientes: ¿Cómo afrontar este mundo de mentiras, falsedad y apariencias?, o mejor todavía ¿Cómo navegar a puerto seguro en este mar de mentiras, falsedades, apariencias en que vivimos?

El único recurso firme y seguro del que disponemos es acudir a Dios, quien como Creador de la verdad absoluta es igualmente la fuente fidedigna de la verdad única. El primer gran fundamento del que podemos apoyarnos es que Dios nunca miente, en tanto que los seres humanos hemos mentido siempre, desde el origen de nuestra especie en la tierra. En el Libro de Éxodo en la sección de los mandamientos, Dios nos ordena no mentir por nuestro propio bien: No dirás contra tu prójimo falso testimonio“ Exodo 20,16

Después en el libro Eclesiástico encontramos la siguiente afirmación, que describe claramente uno de los tantos beneficios de decir la verdad:  „Feliz el hombre que no ha faltado con su lengua ni es atormentado por el remordimiento“. Eclesiástico 14, 1

Dios el Creador, nuestro Señor Jesucristo y la Santa Biblia son los manantiales de la verdad, con los que podemos nutrir nuestras almas, sin restricción alguna. Fíjense las consoladoras palabras que expresa Jesús, que parecen estar dirigidas a calmar y satisfacer la enorme sed de verdad que siente muy intensamente el alma humana: „Para esto yo he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad“. Juan 18, 37

En ellos nos podemos refugiar con toda confianza, cada vez que nos sintamos hartos de tantas mentiras, engaños y falsedades en este mundo.

EL MIEDO A LA VERDAD

En determinadas situaciones muchos recurrimos a la mentira por sentir miedo a las posibles consecuencias de decir la verdad. Frecuentemente se hace uso de la mentira como recurso práctico para resolver una dificultad o para salir „victorioso“ de una situación comprometedora.

Más temprano que tarde, nuestra conciencia se encargará de recordarnos el suceso por el cual hemos mentido, puesto que ese es uno de sus papeles más importantes: mostrarnos la relevancia moral de nuestros actos.

Frente a los remordimientos que genera en nuestra conciencia, la mentira en sí misma pasa a un plano secundario, ya que en ciertos casos, el remordimiento de una mentira puede llegar a afligir a una persona durante decenas de años,  tal como le sucedió al gran filósofo Jean Jacques Rousseau, después de un episodio cuando era un jovenzuelo y que cuenta en su interesante autobiografía Las Confesiones. Es precísamente durante  ese episodio vivido por Rousseau en que surge la conocida  frase dicha por el Conde de la Roque en esa oportunidad: la conciencia del culpable vengará al inocente; la cual se convirtió para él en una certera y dolorosa predicción.

A nuestra conciencia y a Dios no los podemos engañar.

Hacer o decir lo contrario a lo que nos dicta la conciencia y a lo que manda Dios, es actuar en contra de sí mismo, es faltarse el respeto a sí mismo. Lo que más cuenta e importa es estar en paz consigo mismo y con Dios.

Las recompensas de decir la verdad son siempre mucho más valiosas y perdurables que las temporales y quebradizas que podemos obtener de las mentiras. Las recompensas más importantes de la verdad son la paz interior y una conciencia tranquila. Además como gratificación, obtendremos  el reconocimiento y el agradecimiento de los que nos rodean por ser personas francas y sinceras, lo cual tiene un valor enorme para cualquiera, ya que hasta los mismos mentirosos lo aprecian.

No deberíamos tener miedo de decir la verdad, porque el miedo tanto en el amor como en la verdad es el peor de los consejeros.

El hospital como lugar de encuentro espiritual del enfermo consigo mismo y con Dios

La enfermedad es en la vida humana una realidad natural e inevitable, y por ser una realidad debe tener en consecuencia un sentido y un propósito para nuestra vida. Tratando de encontrar alguno de sus propósitos, podríamos afirmar que los hospitales y centros de rehabilitación de enfermos son también lugares de reencuentros espirituales, los cuales en lo que respecta a los pacientes, se dan por lo general en contra de su voluntad. Los enfermos y pacientes se reencuentran con su alma y con Dios.

Si pensamos en nuestras estadías como pacientes en un hospital, quizás podamos recordar alguna experiencia espiritual interior vivida en esa oportunidad. En todo caso cuando estamos enfermos, el sufrimiento que padecemos nos convierte en primer lugar en seres muy necesitados y desamparados. Por lo general, después por el mero sufrir se pasa por un estado de desesperación, que conduce al paciente a conocer a su propio yo, a tomar conciencia de su alma.

El sufrimiento nos convierte de forma instantánea en personas necesitadas, en indigentes que urgen de atención y consuelo. Y a mayor sufrimiento, mayor será la necesidad que nos apremie.

Según el místico alemán Maestro Eckhard, el sufrimiento genera en nosotros una serie de deseos insatisfechos que nos hacen conscientes de que nos falta algo, o dicho de otra manera, nos hace sentir la ausencia de Dios, que es lo que hace surgir en la persona el recuerdo de Dios.

En ésta fase el individuo se hace consciente de la necesidad de acudir a Dios como su única fuente segura y confiable de ayuda, de fortaleza, de guía, de consuelo, de paz interior; pero igualmente se hace conciente de sus debilidades, de sus pecados, de su falta de esperanza; todo lo cual lo puede conducir finalmente al arrepentimiento sincero. El arrepentimiento es el sentimiento que mueve al enfermo que sufre a dar el paso hacia la fe en Dios, Creador y Señor del universo, quien es la verdad absoluta y la vida eterna.

En ésta vida todo ser humano padece sufrimientos y penas que no se pueden evitar. Ese es uno de los misterios inescrutables de la vida humana. Debido a que el sufrimiento forma parte integrante de la vida, es en consecuencia universal e inevitable.

El gran desafío para nosotros consiste entonces, en la forma de asumir el sufrimiento y de padecerlo, para que con la ayuda y el consuelo de Dios logremos transformarnos en la aflicción.

Buscamos la felicidad donde no está

En la vida todos buscamos la felicidad, pero son muy pocos los que la encuentran, porque sencillamente la gran mayoría de la gente la busca en los placeres corporales, en la acumulación de bienes, en su apariencia personal, en las exterioridades, es decir, persistimos en buscarla donde no está.

San Agustín de Hipona, gran teólogo y padre de la Iglesia Cristiana, dió a conocer el lugar donde está la felicidad del ser humano. En el siguiente texto Agustín explica donde la deberíamos de buscar :

“Debemos, pues, buscar qué es lo que hay mejor para el hombre. Ahora bien, el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, y, desde luego, la perfección del hombre no puede residir en este último. La razón es fácil: el alma es muy superior a todos los elementos del cuerpo, luego el sumo bien del mismo cuerpo no puede ser ni su placer, ni su belleza, ni su agilidad. Todo ello depende del alma, hasta su misma vida. Por tanto, si encontrásemos algo superior al alma y que la perfeccionara, eso seria el bien hasta del mismo cuerpo. Luego lo que perfeccione al alma será la felicidad del hombre. La felicidad del hombre es la felicidad del alma.”

Según San Agustín, la felicidad del ser humano es la felicidad de su propia alma. Dicho de otra manera: si mi alma es felíz, yo seré feliz. Agustín dice: “…el sumo bien del mismo cuerpo no puede ser ni su placer, ni su belleza , ni su agilidad…”. El máximo bienestar de la persona no está en el placer de su cuerpo, ni de su belleza, ni su agilidad.

Es muy importante captar que San Agustín considera al cuerpo y al alma como dos dimensiones diferentes del ser humano, y le otorga al alma una condición muy superior a las partes del cuerpo. Si leemos con atención éste argumento y lo analizamos bien, nos daremos cuenta que su afirmaciones son muy lógicas y tienen sentido, puesto que entre nuestras dos dimensiones constitutivas, es en efecto el cuerpo la parte más débil, más frágil y más sensible a la enfermedad y al dolor.

Pensemos en las molestias, las irritaciones, las incomodidades y los dolores en el frágil cuerpo del recien nacido. Desde que llegamos al mundo y aún naciendo sanos, se alternan sin cesar: enfermedades, hambre, sed, cansancio, frío, calor, plagas, dolores, golpes, molestias, sufrimientos, etc. Recordemos el deterioro natural e inevitable del cuerpo y de su belleza por el envejecimiento que se da con el paso del tiempo, debilidades que se empiezan a notar a los 40 años de edad, y después en la vejéz, aparecen cada vez con más frecuencia los achaques y quebrantos de salud, que son característicos de los ancianos.

Por todas éstas razones, es que no debemos hacer depender nuestra felicidad de los placeres del cuerpo, de su belleza, salud y agilidad.

Y sin embargo, hoy en día nuestra felicidad la identificamos casi exclusivamente con nuestro cuerpo frágil, vulnerable y doliente. La buscamos únicamente en la comodidad física, en los placeres materiales, en la belleza corporal, en las actividades deportivas, etc., es decir, en los lugares que no está. Ignoramos completamente que tenemos tambien un alma eterna, ese tesoro invisible que llevamos dentro del cuerpo, que somos, sentimos y con la que dialogamos en nuestra conciencia.

Tenemos que aprender a identificar nuestra felicidad con los estados del alma: el amor, las relaciones afectivas de amistad, el consuelo, la paz interior, la fe en Dios, la tranquilidad de conciencia, etc; estados éstos del alma que nosotros mismos podemos generar con plena libertad interior, e independientemente del mundo exterior y del estado de nuestro cuerpo. La felicidad del hombre es la felicidad del alma.

El Evangelio nos enseña a vivir y a morir con metas eternas

El anhelo de ser inmortal no es una simple ilusión ni mucho menos un sueño pueril, por el contrario, es el deseo natural y legítimo del ser humano de que su existencia no finalize en la nada, sino que pueda continuar viviendo una vida mejor y para siempre, después de la muerte inevitable y necesaria de su cuerpo.

Fueron muchos los antiguos emperadores, faraones y reyes de diferentes civilizaciones, quienes motivados por su anhelo de inmortalidad, dejaron para la posteridad estatuas y monumentos de piedra con su imagen, con el fin de perpetuar su gloria personal, los cuales han servido de mudos testimonios de ese deseo profundo y universal que sentimos todos los seres humanos de todas las épocas.

Ese anhelo natural de inmortalidad se origina y surge espontáneamente de nuestra alma divina e inmortal, por lo general en ciertas ocasiones cuando pensamos en la muerte inexorable que nos espera, cuando nos enfermamos de gravedad o enfrentamos una situación de peligro de muerte, y finalmente, en la ancianidad. La Buena Nueva de nuestro Señor Jesucristo revelada a la Humanidad sobre la realidad de la Vida Eterna y la existencia del Reino de los Cielos, no solo sirvió como testimonio de esa verdad de Dios anunciada al mundo por Jesús mismo, sino también sirvió como divina comprobación de que poseemos un alma y además, como justificación del por qué y para qué, los hombres y la mujeres sentimos ese anhelo de vivir eternamente.

Cuando por la Gracia de Dios, un individuo alcanza creer firmemente en Jesucristo y en el testimonio que dió con su vida y enseñazas, es en ese momento en que el anhelo  de inmortalidad se convierte en una necesidad vital, haciéndose el deseo más firme y más consciente. El simple hecho de sentir esa necesidad es para esa persona la confirmación irrebatible de que posee un alma divina y que toma conciencia de ello.

Una vez que se haya dado el acto de fe en Dios en la conciencia del creyente, o bien el salto de fe –„de la plena inseguridad humana a la plena seguridad de lo divino“ como lo describió el teólogo danés Kierkegaard-, es cuando el cristiano  comienza a aceptar su alma como algo real, es decir, a identificarse con su alma inmortal.

Dios creó a todos los seres humanos con un cuerpo mortal y un alma divina e inmortal, que es justamente de donde brota ese deseo de vivir para siempre con Dios.

El rey David en sus salmos logra expresar de modo magistral el anhelo de inmortalidad que llegó a sentir en algunas ocasiones:

„Como el ciervo anhela las corrientes de agua, así suspira por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente;„ Salmo 42, 1-2.

Todos sabemos que la necesidad es la falta de algo, y es ésta conmovedora súplica de David que nos evidencia claramente, su formidable fe en Dios y el gran afecto con que él se identificaba con su propia alma.

Si tú amigo lector, por la maravillosa Gracia de Dios, llegaras a sentir ese deseo de ser inmortal, te ruego que acudas a Dios con gratitud y le abras tu corazón, para que el Espíritu Santo te guíe a dar el paso inicial de fe que necesitas para creer en Jesús y en su Evangelio. Cuando llegues a creer y aceptar con pleno convencimiento que tu propia alma es ciertamente una realidad espiritual, serás capaz entonces de identificarte de forma consciente con ella y con dos de sus divinos atributos más relevantes como son: ser la huella que Dios dejó de sí en nosotros y la inmortalidad. Cuando reconozcas el alma como tu propio ser, ese reconocimiento supone conocerte a tí mismo, y a partir de allí, poder elevarte a Dios.

El mismo Jesús dió a entender muy claramente que el espíritu (el alma) es el que da vida al cuerpo y que el alma es inmortal, cuando dijo:

« El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. » Juan 6, 63

« Y no temáis á los que matan el cuerpo, mas al alma no pueden matar: temed antes á aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno. » Mateo 10, 28

En los cuatro evangelios del nuevo testamento, Jesús siempre mantuvo la perspectiva eterna al transmitir sus mensajes y al dar sus enseñanzas sobre el Reino de los Cielos, es decir, sobre la meta eterna por excelencia. Sin embargo, para poder captar y percatarse del sentido eterno y alcance trascendental de las palabras de Jesucristo en la lectura del evangelio, es indispensable que el lector crea plenamente en la promesa del Reino de los Cielos, y por consiguiente, que lo acepte como la grandiosa realidad indiscutible de la fe cristiana desde hace más de 2’000 años!