El Señor Jesucristo vino a salvar las almas de los pecadores y no sus cuerpos.

« El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. » Juan 6, 63

En éste versículo, Jesús se refiere claramente al espíritu humano o alma, y con la palabra carne, alude al cuerpo de carne y huesos.
Con esa afirmación Jesús ratifica una vez más, que el alma inmortal es la realidad espiritual que le da vida al ser humano; y que nuestro cuerpo, como simple envoltura o cáscara de carne del alma, para nada aprovecha cuando el moribundo está agonizando, porque en el instante de la muerte, el alma inmortal se separa del cuerpo y regresa a Dios quién la creó, para vivir eternamente; y el cuerpo sin vida, retorna a la tierra a la que pertenece.

En el Evangelio de San Marcos, Jesús refiriendose a Dios Padre, dice la siguiente frase llena de divinidad y sumamente reveladora, la cual transmite una vez más al creyente cristiano, un poderoso mensaje de fe y esperanza en la vida eterna:
« Él no es Dios de muertos, sino Dios de vivos; así que vosotros muy equivocados estais.» (Marcos 12,27)
Jesús confirma con ésta aclaración que le hace a los sacerdotes Saduceos (quienes creían que el alma muere también al morir el cuerpo), que Dios es Dios de las almas  de personas como Abraham, Isaac y Jacob que viven eternamente y quienes murieron miles de años antes de que se sucediera esa escena con Jesús, que relata Marcos en el Nuevo Testamento.

Estos son dos claros fundamentos más de las enseñanzas del Señor Jesucristo, que deberían motivar a los cristianos a identificarse más con su alma inmortal que con su cuerpo mortal.
El rey David, el ungido de Dios, es un gran ejemplo para todos nosotros, puesto que en los salmos cuando oraba y le clamaba al Señor, siempre se identificaba con su alma con expresiones como: ¿Por qué te abates, oh alma mía?, ¡Bendice a Yahveh, alma mía!, Mi alma tiene sed de ti, Dios de la vida, etc.
Aferrémonos al Señor Jesucristo y a nuestra alma.
Por supuesto, debemos cuidar y atender a nuestro cuerpo. Eso es un asunto obvio y necesario que no necesita discusión.
Pero les ruego que no se olviden de su alma inmortal, porque el alma es nuestro gran tesoro espiritual, oculto en esa vasija de barro que representa nuestro cuerpo mortal.

Los seres humanos amamos en primer lugar los cuerpos que vemos y sentimos, y Dios paternalmente ama en primer lugar nuestra alma que ve y siente como suya.

¿Cómo podemos conocer a Dios, si no nos conocemos interiormente?

« El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. » Juan 6, 63

Puede ser que algunos todavía se pregunten: ¿Pero que es lo que tenemos que conocer en el interior de nuestro cuerpo, si ya sabemos que está lleno de órganos, músculos, sangre y huesos? La respuesta hay que repetirla una y otra vez: el alma inmortal o espíritu humano.
Este tema es tan esencial para la vida humana, que no debemos nunca dejar de insistir y machacar, porque se trata de nuestra propia existencia y de lo que somos todos los hombres y mujeres, independientemente de si creemos en Dios o no.

Es en el alma donde está nuestra vida interior espiritual, donde habita nuestra realidad de todos los días que consiste en lo que pensamos, sentimos, sufrimos, lo que nos entristece y nos alegra, lo que conversamos con los demás, con nuestra conciencia y con Dios cuando rezamos; es decir, el alma es todo lo que somos como seres humanos, lo que nos da vida y lo que nos diferencia de los animales.

En el libro de Génesis, que se refiere a la creación del mundo por Dios, dice lo siguiente en el capítulo 2 versículo 7: Formó, pues, Jehová Dios al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida; y fue el hombre un alma viviente.

El alma es la única dimensión del ser humano que proviene de Dios, porque fue creada de su propio soplo, mientras que nuestro cuerpo de carne y huesos fue creado a partir del polvo de la tierra.
Es por esa razón, que la frase de la Biblia en Génesis 1,26 en la que se menciona que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, se refiere solamente al alma divina y no al cuerpo de carne, debido a que Dios es espíritu.

Para cualquier creyente cristiano es de máxima importancia, tener bien clara la diferencia entre nuestra dimensión espiritual y la dimensión corporal, pero sobre todo creer en la existencia del alma, la cual por ser espiritual es invisible y por lo tanto, no la podemos ver ni tocar.

Nuestra alma inmortal es lo que nos hace pensar y creer en la existencia de Dios, nos hace sentir el profundo anhelo de buscarle cuando sufrimos, cuando sentimos desamparo, falta de sentido de la vida y soledad a pesar de estar entre la gente, y particularmente, cuando sentimos el deseo de vivir eternamente una vida mejor, más feliz y abundante.
Es por el alma que sentimos la necesidad de acercarnos a Dios, para pedirle perdón, consuelo, ayuda y orientación por medio de la oración.

El supremo propósito de nuestra alma y su razón de ser es conducirnos a Dios en esta vida terrenal, y después de la muerte al Reino de los Cielos, según la gloriosa promesa de nuestro Señor Jesucristo.

El bien supremo de un creyente cristiano es Dios y la meta suprema es la vida eterna.

En efecto, los que viven según la carne desean lo que es carnal; en cambio, los que viven según el espíritu, desean lo que es espiritual. Ahora bien, los deseos de la carne conducen a la muerte, pero los deseos del espíritu conducen a la vida y a la paz, porque los deseos de la carne se oponen a Dios, ya que no se someten a su Ley, ni pueden hacerlo. Romanos 8, 5-7.

Para comprender exactamente lo que deseo tratar en esta reflexión, voy a repasar el significado del adjetivo supremo. Supremo quiere decir: el máximo grado en una jerarquía de algo, o lo que está encima de todo. Por lo tanto, Dios como el bien supremo es la riqueza máxima, la cual está por encima de todas las demás. Lo mismo vale para la vida eterna.

Partiendo de esta aclaratoria, me voy a referir al orden previo que es necesario establecer, para poder evaluar los asuntos y cosas más valiosas o importantes, es decir, que consideremos algo superior o inferior, mejor o peor, mayor o menor, etc. En los aspectos más relevantes de la vida es necesario que tengamos bien claro ese orden de la superioridad de una cosa respecto de otra. Debido a que es sencillamente imposible poseer y hacer todo en la vida, tenemos que determinar nuestras propias prioridades o preferencias.
Como creyentes cristianos tambien debemos tener claro el orden de superioridad en el aspecto de nuestra naturaleza como seres humanos, puesto que estamos formados de un cuerpo de carne y un alma espiritual. En la Iglesia cristiana desde sus inicios, ese orden ha estado muy claro durante miles de años, pero desafortunadamente es un tema sobre el que se enseña y se habla muy poco.

San Pablo en su carta a los Romanos capítulos 7 y 8, le dedica varios versículos a la lucha interior entre su espíritu y su carne en el que describe lo siguiente: Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y después dice: !Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?

Para San Agustín, uno de las grandes Padres de la iglesia cristiana, el alma es superior al cuerpo y está hecha para regirlo. El alma habita en nuestro cuerpo teniendo con él una relación acccidental, de modo que el ser humano es su alma pero no su cuerpo.

Agustín escribió también:
Dios es el supremo e infinito bien, sobre el cual no hay otro: es el bien inmutable y, por tanto, esencialmente eterno e inmortal.
Sólo Dios es mejor que el alma, y por esto sólo Él debe ser adorado, quien es su único autor.

Los cristianos sabemos que Dios en la Creación, tomó un poco de tierra para formar el cuerpo humano de carne y huesos, después le insufló el espíritu o alma a su imagen y semejanza, y le dió la vida. En consecuencia, somos los humanos un ser compuesto de un cuerpo y un espíritu de naturalezas diferentes: una material y una espiritual. Y son tan diferentes esas dos dimensiones, que el cuerpo es mortal y visible, y el alma es inmortal e invisible.
Por mi parte, estoy de acuerdo totalmente con San Agustín en darle la prioridad a mi alma inmortal por ser superior al cuerpo, e igualmente considero a Dios como mi suprema riqueza. Desde que establecí ese orden en mi propia vida hace unos pocos años, identifico mi existencia más con mi alma inmortal que con mi cuerpo mortal. He aprendido a reconocer y aceptar que mi alma soy yo, y por lo tanto le doy más importancia que a mi cuerpo.

Estoy muy feliz y muy agradecido a Dios, por haber obrado en mí ese cambio radical de perspectiva de la vida, el cual me ha permitido comprender mucho mejor la Palabra de Dios, y sobre todo poder fundamentar mi existencia en mi alma eterna y no más en mi cuerpo mortal, que era lo que yo hacía antes, cuando creía que mi cuerpo era lo único que yo soy como persona.
Otro beneficio maravilloso que he recibido desde que me identifico con mi alma, es que me he librado de ese terrible temor a la muerte del cuerpo, que tanto nos angustia.

Para comprender mejor el Evangelio de Jesús, debemos leerlo con los ojos del alma y no con los ojos corporales

Abre mis ojos, para que vea las maravillas de tu ley. Peregrino soy en la tierra, no escondas de mí tus mandamientos. Quebrantada está mi alma anhelando tus ordenanzas en todo tiempo.
Salmo 119, 17-20

Muchos de ustedes al leer el título de esta reflexión se preguntarán:¿pero qué es eso de leer con los ojos del alma?
Voy a tratar de ilustrar mi explicación con la ayuda de unas de las palabras de Jesús más conocidas por los cristianos:
« No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón ». Mateo 6, 19-21
Imagínense a dos personas cristianas que leen esos versículos.
Un cristiano no cree firmemente ni en la promesa de vida eterna en el Reino de los Cielos, ni tampoco cree que Dios ha creado al ser humano con un espíritu o alma inmortal. Mientras que el otro creyente tiene una fe profunda en Jesús, y por lo tanto, ese sí cree en la vida eterna y en la existencia de su propia alma.
El primero al leer la Biblia, esos versículos desfilan ante sus ojos y las frases se deslizan por su mente, pero como el interés de su mente corporal está en asuntos materiales, el cuerpo mortal reconoce que ese mensaje celestial no es para él, y en consecuencia el mensaje espiritual de Jesús pasa desapercibido.
El segundo al leer la Biblia,  pone su alma en la lectura de los versículos, y por el gran interés que le despierta, su alma se posa sobre la verdad de las palabras de Jesús y así las va leyendo con los ojos del alma. Es entonces el alma inmortal, la que reconoce que ese mensaje celestial sobre el tesoro, sí es para ella. De esta manera, el mensaje será comprendido y asimilado por el alma como alimento espiritual.

Es muy importante recordar, que los mensajes y las enseñanzas de la Palabra de Dios, aún cuando están dirigidas a todos nosotros como seres humanos, sus promesas edificantes, su gracia y sus dones espirituales tienen como beneficiaria principal, a nuestra alma inmortal.
Jesús en este caso concreto, le está hablando directamente a nuestra alma, porque al mencionar los tesoros en el cielo, se está refiriendo al futuro de nuestras vidas, es decir, se refiere al tiempo posterior a la muerte de nuestro cuerpo, que es cuando se iniciará la vida eterna de nuestra alma en su Reino.

Desde el momento de nuestro nacimiento, nos hemos acostumbrado a identificar nuestra propia vida solamente con nuestro cuerpo visible de carne y huesos, y por lo tanto, estamos convencidos de que el cuerpo es lo único que existe de nosotros.
En consecuencia, hemos hecho del cuerpo el centro único de nuestra existencia, alrededor del cual gira toda nuestra vida y sus actividades.
Como cristianos hemos aprendido y escuchado desde niños, que además del cuerpo de carne, poseemos también un espíritu o alma inmortal. Pero como nuestro espíritu es invisible y está escondido dentro del cuerpo, lo hemos olvidado y hasta ignorado totalmente.

Para ser capaces de captar y entender bien el mensaje espiritual contenido en las Santas Escrituras, debe darse un cambio radical de perspectiva en nuestra vida, es decir, ir dejando paulatinamente que nuestro cuerpo siga siendo el único centro de nuestra vida y hacer del alma el nuevo centro o eje de nuestra existencia.

Ese cambio al que yo me refiero, tiene una excelente referencia en la historia de la de la ciencia mundial y en la historia del Cristianismo.
En la Antigüedad durante miles de años, se creía que la tierra era el centro del universo y que el sol y los demás planetas giraban alrededor de la tierra. Hasta que en el año 1543 un astrónomo y monje polaco llamado Nicolás Copernico demostró científicamente que esa creencia era equivocada, puesto que en realidad es el sol el centro del sistema solar y que la tierra junto con los otros planetas  giran alrededor del sol. Ese cambio radical o giro de perspectiva se conoce en la literatura mundial como giro copernicano.

Ahora bien, lograr ese cambio radical de verte a tí mismo y a tu vida desde una perspectiva totalmente diferente y nueva, no es nada fácil, ni tampoco se da en poco tiempo, y además se necesita la ayuda indispensable del Espíritu Santo, quién siempre está actuando sobre los creyentes.

Para generar ese cambio interior en nosotros, Dios se sirve también de los períodos y ocasiones en que padecemos enfermedades y pasamos por sufrimientos y aflicciones en la vida. Por ejemplo: la fase de la vejez, el deterioro natural de las funciones vitales del cuerpo y la misma cercanía a la muerte van generando en el ser humano un mayor nivel de perspectiva espiritual.

Es una gran bendición, que Dios por su eterno amor y su inconmesurable misericordia hacia nosotros sus criaturas, nos conceda la Gracia de generar ese cambio de perspectiva en nuestras vidas, y que se convierta nuestra dimensión espiritual el nuevo centro de la existencia.

Roguémosle entonces a Dios en nuestras oraciones diarias, que nos conceda el don maravilloso de hacer de nuestra alma eterna el centro de nuestra vida, mientras vivamos en este mundo temporal, antes de pasar a vivir eternamente en el Reino de los Cielos.

Los niños pequeños tienen su alma a flor de piel y por eso se les nota a simple vista.

Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. Marcos 10, 14

Los infantes se muestran a sus familiares tal cual como son ellos. Lo que son y lo que sienten en su alma, lo manifiestan con gestos, muecas, sonidos y palabras, cuando así lo desean. Los niños son sinceros y espontáneos, por eso son capaces de decir lo que piensan y expresar lo que sienten, cada vez que su alma se conmueve por algo.
En varias de mis reflexiones he mencionado, que nuestro cuerpo esconde nuestra alma, y por esa razón se dice, que el cuerpo hace también la función de máscara del alma humana.
En el antíguo teatro griego, se le decía persona a la máscara que usaban los actores, para que el público no pudieran reconocer al actor que interpretaba un determinado personaje o papel.
Solamente en el caso de los niños pequeños, sus cuerpecitos no hacen todavía esa función de máscara, porque ellos no esconden su vida interior espiritual a los familiares. Mientras que en el caso de los adultos, usamos nuestro cuerpo como máscara, para ocultar nuestra vida espiritual secreta. Y debido justamente a que los pensamientos, sentimientos, intenciones y deseos son invisibles para los demás, somos capaces de simular y fingir actitudes y comportamientos cuando lo deseamos y nos conviene.

Lo más grandioso de la infancia, y únicamente mientras dure ese breve período, es el hecho de que las facultades espirituales del alma humana están a flor de piel en los niños, y es cuando los adultos las pueden ver a simple vista, si así lo desean.
Una de esas facultades espirituales que poseen los niños, es la capacidad de creer de manera absoluta en sus padres. Los niños pequeños creen ciegamente en lo que le dicen su mamá y su papá, y además consideran a sus padres como lo más importante y más grande para sus vidas. La otra gran facultad espiritual de los infantes, es su capacidad de amar con toda el alma a sus padres, hermanos y familiares.

Jesús, en la escena con sus discípulos que relata San Marcos en el capítulo 10, dijo a continuación: De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él.
Con este versículo Jesús nos está diciendo claramente, que los creyentes cristianos debemos creer y esperar la promesa de vida eterna, tal como creen y esperan los infantes una promesa que sus padres les han prometido.
Los niños creen y esperan tantísimo en sus padres y familiares, por el gran amor y la enorme confianza que les tienen.

De los niños podemos aprender nuevamente  el uso de nuestras propias facultades espirituales, y lo primero que debemos aprender es creer y amar como ellos, para ponerlas en práctica en nuestra relación personal con Dios.
Nosotros cuando fuimos niños, también creímos y amamos con esa misma intensidad y fortaleza, de manera que ahora como adultos, aún disponemos esas mismas capacidades en el alma. Lo único que tenemos que hacer es despertar o reactivar esas facultades.

De allí la gran bendición que Dios le concede a la Humanidad, la capacidad no solamente de procrearnos y reproducirnos, sino sobre todo, de convivir un breve tiempo junto con nuestros infantes, y así tener la magnífica oportunidad de fortalecer nuestra fe y el amor a Dios, por medio del ejemplo práctico que nos dan los niños pequeños de la familia.

Sin duda alguna, uno de los más grandes privilegios que Dios le ha otorgado a la mujer es la maternidad. La madre al crear y desarrollar ese profundo y poderoso vínculo amoroso con sus hijos, es capaz de percibir directamente en su alma la intensa fe, confianza y esperanza que sus hijos infantes le profesan a ella.
Es por esto, que la mujeres logran desarrollar una fervorosa relación personal con Dios, más activa y duradera que los hombres.

Si crees que algún objeto es más valioso que tú, eso refleja que tienes una crisis de identidad.

Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Romanos 5, 8

Vivimos en una sociedad de consumo regida por el criterio de la oferta y la demanda y por el principio mercantil de la escasez, donde reinan además del rey Dinero, igualmente la « princesa » Apariencia y el « príncipe » El qué dirán.
Como pueden ver, las palabras princesa y príncipe las he escrito entre comillas, porque tanto la apariencia como el que dirán, son falsas creencias sobre un supuesto « prestigio » de productos, que han sido inculcadas en nuestras mentes por la publicidad. Recordemos que la palabra apariencia quiere decir: cosa que parece y no es; y el qué dirán es una creencia aún más absurda, porque uno deja de ser y de hacer lo que desea su propio corazón, por complacer a los demás.

Durante décadas, los medios de comunicación con sus machacantes campañas de publicidad, nos han adoctrinado muy bien sobre la manera de pensar y de comportarnos . Y lamentablemente han logrado lo que éllos y las empresas fabricantes deseaban: hacer de nosotros unos consumidores tan convencidos, que hasta llegamos a creer, que los productos en venta son más valiosos e importantes que nuestra propia existencia.
Sin darnos cuenta, nos han creado una grave crisis de identidad, de la cual tenemos que librarnos, porque no es correcto ni justo que seres humanos creadores de las cosas, se consideren y se sientan menos valiosos que las obras materiales de sus manos. Nos han hecho olvidar también, que somos hijos de Dios y que nuestro Padre Celestial nos insufló un espíritu inmortal destinado a vivir eternamente, después de la muerte del cuerpo. Justamente por esto, somos sumamente valiosos para Él y es tanto lo que nos ama, que envió a Jesucristo por nuestra salvación eterna.

Querido lector si esto te sucede a tí, lo primero que debes hacer es, reconocer concientemente que has adoptado una creencia muy equivocada y que esa actitud es totalmente contraria y opuesta a la razón y a tu propia dignidad. Lo segundo es, recordar que eres creatura divina y que posees un espíritu hecho a imagen y semejanza de Dios, y que por lo tanto eres también un ser de naturaleza espiritual. No fuiste creado solamente de carne y huesos, ni tampoco desciendes de los monos, como enseñan en las escuelas sin ningún tipo de pruebas.
Lo tercero es, tener siempre presente que eres un ser único e irrepetible con maravillosas facultades creativas e intelectuales, con una serie de virtudes espirituales como la fe, el amor, la esperanza, la misericordia, la bondad, la mansedumbre, la prudencia, la templanza y muchas más; las cuales te hacen digno de la vida eterna prometida por Jesucristo, para los que creen en Él. Y lo cuarto es, creer que Dios el Creador del Universo te ama como a un hijo, por su Gracia y por la obra redentora del Señor Jesucristo hecha en la cruz para toda la humanidad.

Te recomiendo encarecidamente que te identifiques primero contigo mismo, con tu alma espiritual e inmortal que esconde tu cuerpo; y en segundo lugar con Jesucristo, el Hijo de Dios quién murió por puro amor hacia todos nosotros.

En realidad no necesitamos en absoluto identificarnos con nadie más, ni mucho menos con cosas y máquinas que apenas nos dan un servicio como esclavos modernos que son, pero que nunca jamás nos podrán transferir ni un gramo de valor porque no lo tienen, ni tampoco podrán amarnos con pasión. ¿Acaso un poco de barro o de hierro pueden darle más valor y belleza a un rayo de luz?

El tesoro más valioso y admirable que existe en este mundo terrenal es el alma inmortal que todos los seres humanos poseemos, pero como es un tesoro espiritual, invisible y abundante no lo apreciamos como se merece, por falta de fe en Dios y porque siempre estamos buscando otras cosas fuera de nosotros.

Es necesario creer que hemos sido creados por Dios no solamente con un propósito para nuestra corta vida aquí en este mundo terrenal, sino también para una nueva vida espiritual y eterna en el Reino de Dios como destino final, tal como lo prometió nuestro Señor Jesucristo.

Si llegas a identificarte otra vez con un automóvil Mercedez Benz, con una blusa Benetton, con una cartera Louis Vuitton, con unos zapatos Nike o con un bolígrafo Mont Blanc, y crees que su imaginado prestigio te va a transformar en otra persona mejor y te va a hacer más valioso realmente; me temo que todavía padeces de una crisis de identidad.

Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para que seamos llamados hijos de Dios, pues los somos! 1 Juan 3, 1

¿Sabías que Dios nos ha equipado con un chaleco salvavidas espiritual?

En Dios solamente espera en silencio mi alma; de Él viene mi salvación. Salmo 62, 1

Un modo muy efectivo de explicar asuntos abstractos o difíciles de comprender, consiste en recurrir a los ejemplos y a las comparaciones de algo más conocido. Ese es justamente el caso de la maravillosa promesa de Jesucristo a la Humanidad, de que después de la muerte inevitable, nos espera una nueva vida eterna. Comprender e imaginarnos la vida eterna es para nosotros algo sumamente difícil.

Ésta revelación divina se fundamenta a su vez en el Libro de Génesis, en donde se puede leer, que Dios creó al ser humano insuflando el alma inmortal en su cuerpo mortal de carne y huesos. Es por eso que en la larga historia del Cristianismo, se ha afirmado y predicado siempre que las personas vivimos dos vidas: la vida terrenal en este mundo material y la vida eterna espiritual en el más allá o después de la muerte.

El médico y filósofo inglés Thomas Browne (1605-1682), tratando de ilustrar la doble vida humana con un ejemplo conocido del reino animal,  escribió  en su libro La religión del médico, la siguiente comparación:
« Así el hombre es ese gran y verdadero anfibio cuya naturaleza está capacitada para vivir no sólo como otras criaturas en diferentes elementos, sino en mundos bien separados y distintos; pues aún cuando para los sentidos no haya más que un solo mundo, para la razón hay dos: uno visible, otro invisible.»

Anfibio es un ser vivo que puede vivir en dos mundos muy diferentes: el acuático y el terrestre. Los que hemos estudiado ciencias naturales en la escuela sabemos que los animales anfibios como el sapo, viven su primera etapa de vida en el agua como renacuajos, y después que se han transformado en sapos, viven en la tierra posteriormente.

Si Dios Todopoderoso pudo crear animalejos como los sapos, las salamandras y las ranas, capaces de vivir dos vidas, con mucho más razón creó a imagen y semejanza suya al ser humano con un espíritu inmortal, destinado a vivir eternamente en ese otro mundo que Jesús llamó el Paraíso. El supremo propósito de nuestra alma y su razón de ser es conducirnos a Dios en esta vida terrenal, y después de la muerte al Reino de los Cielos.

Según mi opinión, otro propósito muy particular del alma humana es el de servir como un chaleco salvavidas espiritual. A continuación les doy la explicación: Lo que le da alegría y color a esta vida dura que vivimos en este mundo, son esos bellos estados del alma, que surgen de nuestra alma de niño que guardamos en nuestro interior como reliquia de nuestra infancia, los cuales emergen espontáneamente en el precíso instante en que los necesitamos, para endulzar las inevitables tristezas, sinsabores, problemas y dificultades que nos agobian de vez en cuando.

Sin el condimento del buen ánimo, la diversión, la alegría de vivir, el humor, el deleite en las cosas sencillas y el encanto de la paz interior, atributos todos del alma de niño, la vida humana no sería digna de ser llamada vida.

El alma de niño tiene además en nosotros otra función importantísima de socorro y protección, ya que es también el chaleco salvavidas espiritual con el que hemos sido equipados por Dios, para poder mantenernos a flote en esos mares de penas y aflicciones, que en ciertas ocasiones, el destino nos obliga atravesar en nuestra vida.

Algunas explicaciones del por qué nuestra vida es una lucha constante y sin descanso

No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia. Isaías 41, 10

Que la vida en este mundo es una lucha o un combate permanente, eso lo sabemos todos por experiencia propia, pero lo que no se conoce muy bien son las causas que determinan esa situación que afecta a todo ser humano, independientemente de que sea rico o pobre, esté sano o enfermo, tenga un trabajo pesado o sea un escritor de novelas. Es tan prolongada e intensa la lucha de la vida humana, que los epitafios más populares en las tumbas son: que en paz descanse (Q.E.P.D) y rest in peace (R.I.P). Ya ese deseo postrero a los difuntos, expresa claramente la magnitud de la lucha.

Lo que hace tan afanosa la lucha de la vida, es que estamos luchando al mismo tiempo en dos campos de batalla distintos: en nuestra vida pública con los demás y en nuestra vida interior con nosotros mismos. Tener luchas simultáneamente en dos frentes diferentes, es lo que le confiere a la vida humana la dureza y la complejidad que la caracterizan.

Nuestra lucha interior es la que menos conocemos, en primer lugar, porque no la podemos ver, pero si la podemos sentir muy bien a través de nuestros sentimientos y emociones; y en segundo lugar, porque estamos más ocupados con nuestra lucha exterior en la vida pública.

Mucha gente se pregunta: ¿de donde surge la lucha interior que tiene el ser humano consigo mismo y cuales son las causas?
Escuchamos y usamos las palabras cuerpo y alma en algunas ocasiones, pero lamentablemente no nos han enseñado la importantísima relación que existe entre el alma y el cuerpo. Los humanos somos unos seres compuestos de un cuerpo material y un alma espiritual insuflada por Dios. El cuerpo es nuestra dimensión biológica y visible,  mientras que el alma es nuestra dimensión espiritual e invisible que se oculta dentro del cuerpo. El cuerpo es impulsado principalmente por la satisfacción de necesidades físicas y por los instintos biológicos. El alma por su naturaleza espiritual e inmortal es una energía divina que tiende a conectarse con Dios y es impulsada por las virtudes espirituales como: la fe, el amor, la esperanza y la paz interior. De esas dimensiones e impulsos diferentes y antagónicos, es que resulta el conflicto interior de inclinaciones entre el cuerpo y el alma.

La conciencia, la voluntad y el intelecto humano son las facultades más conocidas e importantes del alma, con las que Dios dotó al ser humano y las que nos diferencian de los animales superiores. Para que una persona pueda vivir una vida plena, es necesario primero lograr vivir en armonía y en paz consigo mismo. La paz interior es un privilegio del que disfrutan los infantes y es justamente de esa paz, donde germinan el gozo, la alegría y el cariño que manifiestan los niños pequeños a los demás de forma espontánea y auténtica.

Mahatma Gandhi tenía la convicción de que si no alcanzamos la paz dentro de nosotros mismos, siempre estaremos en guerra con los demás. Y para alcanzar la paz interior y la armonía entre nuestro cuerpo y nuestra alma, es indispensable estar también en armonía y en paz con Dios.

Es sobre nuestra lucha íntima en la que más podemos intervenir y ejercer mayor influencia para lograr la paz y la armonía interior deseadas, eso sí, pero solamente con la ayuda de nuestra conciencia y la guía del Espíritu Santo. En lo más profundo de su conciencia descubre el ser humano la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se encuentra a solas con Dios.

En las luchas de la vida no estamos solos, Jesucristo lo dijo: Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia” Mateo 28,20.

 

El alma no puede amarse ni amar a Dios, sin conocerse a sí misma sin constatar su origen divino.

Pero desde allí buscarás al SEÑOR tu Dios, y lo hallarás si lo buscas con todo tu corazón y con toda tu alma. Deuteronomio 4, 29

El título que le puesto a esta reflexión es un maravilloso pensamiento de San Juan de la Cruz (1542-1591), quien junto con Santa Teresa de Ávila representan los místicos de origen español más relevantes y los que, con el uso de testimonios claros e instructivos, han logrado explicar muchos aspectos prácticos de la espiritualidad humana y su vínculo con Dios.

Cuando alguien desea enseñar a otras personas algo nuevo y desconocido, lo lógico y correcto sería comenzar por el principio, es decir, abordar lo primero e iniciar la enseñaza con el fundamento, así como se hace en la construcción de una casa.

En el caso de la enseñanza formal de la religión, que es un tema abstracto e inmaterial, casi nunca se comienza por aclarar bien los dos primeros elementos fundamentales de una relación religiosa: Dios y el alma humana. Estas son las dos primeras piedras fundacionales o piedras angulares para poder edificar una relación personal con Dios. En el inicio de la Biblia, en el libro de Génesis está escrito: « Formó, pues, El SEÑOR Dios al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un alma viviente. » (Génesis 2, 7)

Si Dios no hubiera creado al ser humano a su imagen y semejanza, y no hubiera insuflado en nosotros el espíritu o alma que poseemos, no podríamos jamás pensar en Dios ni mucho menos establecer una relación personal con Él, no existiría ningún culto a Dios, y nosotros los humanos seríamos simplemente una especie más de monos en las selvas, pero lampiños.

Yo que estudié en colegios religiosos donde recibí cada semana clases de catecismo, y que incluso, fuí preparado como catequista para enseñar religión a niños de otras escuelas, no recuerdo haber aprendido nada sobre mi propia dimensión espiritual, sobre mi alma como la huella que dejó Dios de sí mismo en mí cuerpo, ni sobre mis facultades espirituales.

Esta carencia de un conocimiento detallado de nuestra dimensión espiritual, es una de las causas de la ignorancia espiritual que se percibe en la mayoría de los creyentes laicos sobre su propia naturaleza espiritual y sobre los atributos del alma humana.

De allí la enorme importancia y la gran vigencia que tiene esta recomendación del místico San Juan de la Cruz para todos los creyentes cristianos en el tiempo presente.

¿Cuál es la mejor actitud ante nuestro envejecimiento y el deterioro progresivo del cuerpo?

« Por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día. » 2. Corintios 4,16

Para poder comprender claramente lo que San Pablo les dijo a los antiguos cristianos de Corintio en el versículo de arriba, debo explicarles que con el término hombre exterior se referían en esa época al cuerpo de las personas, y con el de hombre interior se referían al espíritu o alma humana. Pablo invitaba a los creyentes de Cristo a no desanimarse, por el hecho de que con el paso de los años el cuerpo se va deteriorando por el envejecimiento natural, porque mientras los cuerpos se desmoronan inevitablemente, el alma inmortal se va renovando cada día.

Esa es una maravillosa afirmación de San Pablo, con la que anunció con sus propias palabras a toda la humanidad hace 2000 años, que el alma por ser inmortal se va regenerando con el transcurso del tiempo, y que por lo tanto, el alma ni envejece ni se deteriora.

Esta es una enseñaza más, de las innumerables que se encuentran en la Biblia, revelada por el gran Apostol Pablo a todos los hombres y mujeres que han creído, creen y seguirán creyendo en la Palabra de Dios, que Jesucristo nos anunció y nos dejó como testimonio en su Evangelio.

Hoy así como en la Antigüedad, el proceso de envejecimiento del cuerpo sigue causando inquietud, perplejidad, pesar y desánimo en la gran mayoría de las personas, porque creen que lo único que tienen es su cuerpo, y además creen que después de la muerte su existencia se acaba y viene la nada.

San Pablo en su misión como gran evangelizador y propagador de las enseñanzas de Jesús, se dedicó con insistencia a aclarar los mensajes claves del Evangelio a las multitudes, y este a los corintios es uno de ellos: Pablo compara al cuerpo de carne con un recipiente de barro y a su contenido, que es el alma inmortal, con un tesoro.
Pero nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios. 2. Cor 4, 7

San Pablo insiste en recordarnos que el cuerpo no es el único tesoro que poseemos en esta vida terrenal, sino que es nuestra alma inmortal, la cual vivirá eternamente. Me pregunto: ¿Cómo puede ser tesoro un recipiente de carne y huesos, que se enferma, que duele, que se envejece indeteniblemente y que al final, muere y se descompone? Nuestro gran tesoro inalterable es el alma espiritual e inmortal que tenemos dentro del cuerpo y que fue creada a imagen y semejanza del Dios creador y eterno.

Si creemos que nuestra verdadera existencia como seres humanos surge del alma inmortal que no envejece ni se deteriora, no deberíamos dejarnos afectar ni desanimar por el envejecimiento del cuerpo frágil y perecedero, ni tampoco darle excesiva importancia al aspecto exterior de nuestro recipiente o cáscara de carne, tratando de evitar que se vea viejo, ya que eso simplemente es una misión imposible.

Cuando lleguemos a la edad madura, sigamos este consejo de San Pablo y aprendamos a identificarnos más con nuestra alma, así como también aprendamos a aceptar con fortaleza de ánimo el envejecimiento del cuerpo como proceso natural y necesario que es.

Jesucristo nos enseñó con sus grandiosas revelaciones, con su muerte en la Cruz y con su Resurrección, que después de la muerte del cuerpo, se inicia para el alma una vida eterna en el Reino de los Cielos, para todos aquellos que crean en Él.