La majestuosidad del firmamento y sus estrellas confirman la Gloria de Dios

Así se expresa Yavé: ¡El cielo es mi trono y la tierra la tarima para mis pies! ¿Qué casa podrían ustedes edificarme, o en qué parte fijarían mi lugar de reposo? Isaías 66,1

¡Qué pocas veces dirigimos hoy en día nuestra mirada hacia el cielo!, o como le llamaban en el pasado los antiguos poetas la bóveda celeste, para contemplar su belleza, su majestuosidad y sobre todo su firmeza. La palabra firmamento que se utiliza como equivalente del cielo, se derivó de la expresión “ser algo firme” en la lengua bíblica hace miles de años, el cual fue representado por un inmenso toldo inmóvil, donde fueron fijadas las estrellas por Dios, el gran creador del universo.

Por ser el firmamento inalcanzable para el ser humano y por la contraposición evidente que existe entre el cielo y la tierra,  los pueblos antiguos supieron interpretar bastante bien, las diferentes impresiones que percibieron de forma intuitiva del cielo como son: la divinidad, la trascendencia, la firmeza, la magnificiencia y la perennidad.

Por ejemplo, los sumerios en mesopotamia hace más de 5000 años creían que las estrellas estaban fijas a la esfera situada más allá de Saturno, de ahí que las llamasen “estrellas fijas” a las estrellas y “estrellas errantes” a los planetas. Fueron los primeros en definir las 12 constelaciones del zodíaco, que transitaban en 12 períodos que sumados conformaban un año solar. De ahí que el año fuera dividido en 12 meses y en cuatro estaciones de tres meses cada una. Y también dedujeron, que en las estrellas residían los dioses del Sol y la Luna.

Las civilizaciones prehispánicas del Nuevo Mundo también fueron atraídas por la majestuosidad del cielo. Los mayas basaron su cosmología en la repetición de configuraciones entre las estrellas y los planetas. Para ellos, Venus representaba al dios de la lluvia. Para los aztecas, Venus representaba al dios Quetzalcóatl, una serpiente alada. 
Al igual que otros pueblos, los mayas creían en la existencia de siete cielos, planos y superpuestos, y de otros tantos niveles subterráneos, donde residían dioses y demonios, respectivamente.

La simple contemplación del firmamento rebosante de estrellas durante las noches claras, hizo surgir seguramente en aquellos individuos de las sociedades primitivas, el pensamiento de su insignificancia como frágiles criaturas que eran y de su limitada vida terrenal, así como también, el anhelo natural por una vida eterna. Es por esa razón, que es difícil encontrar una cultura originaria en el mundo, donde no haya existido alguna forma de divinización del cielo y de los astros.

De todo lo que hemos mencionado hasta aquí, destaca y brilla como el sol claro del mediodía, la conclusión de que los millones de seres humanos que existieron en la antigüedad, pudiéndose guiar sólo por su sentido común y su intuición natural, lograron vislumbrar con mucho acierto que Dios está en el cielo. Conocimiento trascendental ese, que la humanidad siglos después, lo recibió por medio de la revelación divina en las Sagradas Escrituras.

Los antiguos pobladores de nuestro planeta adoraban en su corazón y con su espíritu al único Dios sin conocerlo. Los planetas representaban dioses, pero sin duda alguna, éllos intuyeron la existencia real de Dios y eso fue lo trascendental durante su vida terrenal, por la sencilla razón de que creyeron con un alma humilde e ingenua en la existencia de un ser divino superior y todopoderoso, que regía soberanamente sobre los acontecimientos naturales y sobrenaturales que afectaban su vida cotidiana. Supieron igualmente reconocer sus debilidades, limitaciones y su breve vida ante un Dios grande y poderoso, y además, aceptaron la dependencia y la necesidad que tenían de dejarse guiar en sus vidas por un ser sobrenatural. Así paulatinamente se fue desarrollando la fe religiosa en aquellos individuos de una forma natural, para pasar después al establecimiento de los diversos rituales y formas de veneración primitivas.

Hoy en día, cuando disponemos tantos conocimientos sobre Dios y sobre las sagradas escrituras, que se nos enseña en las clases de religión la existencia de Dios y que está en los cielos,  y cuando hemos aprendido infinidad de conocimientos sobre ciencias naturales y humanidades, se le hace cada vez mucho más difícil, al hombre moderno creer en Dios y en su Palabra con humildad y confianza, que al ser humano primitivo de la antigüedad.

En las sociedades de los países industrializados se adoran innumerables ídolos, entre los cuales están, en primer lugar, el hombre mismo quien por su inteligencia, orgullo, vanidad y vanagloria se cree un superhombre que puede vivir bien sin Dios y sin espiritualidad,  y en segundo lugar, todos los objetos y bienes creados por sus manos: el dinero, las máquinas, las edificaciones, la tecnología, los bienes de consumo, la medicina moderna, etc.
Al creer mucho más en nosotros mismos y en lo que somos capaces de hacer, que creer en Dios, estamos demostrando claramente que no nos conocemos suficientemente bien, ya que las cualidades más dominantes del ser humano son: la inconstancia, la vanidad y la necedad.

El filósofo francés Michel de Montaigne en su ensayo “De la inconstancia de nuestras acciones”, describe muy bien la variable naturaleza humana en los siguientes párrafos:

Nuestra ordinaria manera de vivir consiste en ir tras las inclinaciones de nuestros instintos; a derecha e izquierda, arriba y abajo, conforme las ocasiones que se nos presentan. No pensamos lo que queremos, sino en el instante en que lo queremos, y experimentamos los mismos cambios que el animal que toma el color del lugar en que se le coloca. Lo que en este momento nos proponemos, lo olvidamos en seguida; luego volvemos sobre nuestros pasos, y todo se reduce a movimiento e inconstancia.
Nosotros no vamos, somos llevados, como las cosas que flotan, ya dulcemente, ya con violencia, según que el agua se encuentre iracunda o en calma, cada día capricho nuevo; nuestras pasiones se mueven al compás de los cambios atmosféricos.

Por esa inconstancia innata, no nos debe sorprender el hecho de que estemos por lo general buscando algo, sin saber realmente lo que deseamos, y que también estemos cambiando con frecuencia lo que hacemos o el lugar donde estamos, como si así nos pudiéramos librar de algo que nos agobia.

Otro ejemplo de las incongruencias en nuestra manera de vivir y hacer las cosas, es esa actitud de entregarnos a los placeres de la vida, como si nos fuéramos a morir al día siguiente, y por el otro lado, acumular riquezas y comprar propiedades como si nuestra vida terrenal fuera durar para siempre.

En la primera entrevista que le hicieron al náufrago salvadoreño José Salvador Alvarenga, quien entre los años 2012 y 2013 estuvo a la deriva en el océano pacífico durante 14 meses, dijo que habia sido su fe en Dios lo que le salvó la vida y le dió la fuerza de voluntad para soportar solo y abandonado 10 meses en el mar, después que su compañero de pesca murió de hambre a los 4 meses de estar perdidos en la inmensidad del océano. También dijo que: « pasaba horas sentado, viendo el firmamento, viendo las nubes ».
Haz una pequeña pausa en la lectura y trata de imaginarte por unos instantes, la cruel experiencia que vivió el señor Alvarenga: 10 meses sólo y perdido en medio del océano pacifico, en un pequeño bote sin techo!

Si comparamos nuestro paso por la vida con un viaje, lo primero que tenemos que saber es adónde queremos llegar, y después, cómo nos vamos a orientar para alcanzar nuestro destino, cuando las adversidades, malos tiempos y dificultades se presenten en la travesía. Y para no desviarnos o no apartarnos de la ruta escogida, en esos momentos de tinieblas, tormentas, neblinas, sufrimiento, desesperación o tristeza por los que pasamos en la vida, necesitamos guiarnos por algo firme y constante que nos sostenga el ánimo y nos mantenga en el camino correcto.

Solamente en Dios podemos encontrar la luz y la orientación necesarias, cuando todo lo demás que tenemos a nuestro alcance falla o se tambalea.

Santa Teresa de Jesús escribió un bello poema para esas ocasiones, cuando duras pruebas y aflicciones estén agobiando nuestra existencia. Su texto comienza así: Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene, nada le falta: Sólo Dios basta. Eleva el pensamiento, al cielo sube, por nada te acongojes, nada te turbe.

Y cuando uno se entera por la prensa de una historia de naufragio como esa, se podría preguntar :¿Cuántas veces el señor Alvarenga habrá elevado su pensamiento y su mirada al cielo para fortalecer su fe durante su terrible odisea en el mar? 
¿Cuántas veces habrá rezado el Padre Nuestro y habrá clamado con vehemencia y con ardor en su corazón?, al susurrar las frases:

Padre nuestro, que estás en el cielo
Santificado sea tu nombre, venga tu Reino
Hágase tu voluntad en el cielo asi como en la tierra.
Danos hoy nuestro pan de cada día. Mateo 6, 9-11

Seguramente Alvarenga rezó el Padre Nuestro muchas veces y miró al cielo, y Dios lo salvó. De este señor se puede afirmar con propiedad, que durante su naufragio fue un verdadero héroe de la fe y de la perseverancia.

Sin embargo, en las horas de naufragio y de oscuridad que sobrevienen en nuestra vida, es bueno, que elevemos el pensamiento y la mirada al cielo, para recordar que el firmamento es el trono eterno de Dios Todopoderoso, y que de Él viene nuestra salvación.

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