« doble falta ha cometido mi pueblo: me ha abandonado a mí, que soy manantial de aguas vivas, y se han cavado pozos, pozos agrietados que no retendrán el agua. » Jeremías 2, 13
En el Libro de Jeremías, Dios se denomina a sí mismo un manantial de aguas vivas, y con esa descripción nos ha dado al mismo tiempo, una representación simbólica de algo muy conocido y universal como es el agua, que es la fuente perceptible de vida en nuestro mundo natural y que fluye por todas partes, tanto sobre la superficie de la tierra como por debajo de manera subterránea y oculta.
La vida espiritual interior del ser humano, la podría uno imaginar como un arroyo que fluye silencioso e invisible detrás de la vida pública y aparente, que la persona muestra a los demás. El caudal espiritual de nuestra vida estaría formado por los innumerables pensamientos, juicios, recuerdos, deseos, intenciones, anhelos, esperanzas, congojas, tristezas, emociones, pasiones, odios, amores, ambiciones, virtudes, remordimientos, pesares, tormentos, etc. que contínuamente generamos, sentimos, padecemos y que muchas veces hasta nos asaltan de improviso.
Todo ese caudal de experiencias y vivencias íntimas están contenidas y almacenadas en nuestra memoria y en nuestra conciencia. Por eso es que cuando recordamos alguna experiencia vivida en el pasado, nos fluyen las imágenes de nuevo y las evocamos o percibimos nuevamente en nuestra mente, como si fuera el rodaje de una película cinematográfica que ya hemos visto.
Nuestra vida interior es como un río espiritual que corre secretamente sin darnos cuenta en absoluto.
Así como el agua es la fuente de vida de todos los organismos vivos, en el caso exclusivo de los seres humanos por estar compuestos de un cuerpo físico y un alma espiritual, es necesario adicionalmente un manantial espiritual del que pueda brotar el divino torrente que alimente el espíritu humano, es decir, la fuente del ánimo, de la voluntad, de la fe, del amor, del consuelo, de la esperanza, del entusiasmo, de la paz interior, de la inspiración y de tantas otras facultades espirituales que poseemos.
La expresión aguas vivas que se menciona tanto en el Viejo como en el Nuevo Testamento, según mi interpretación, sirve como símbolo de las fuerzas espirituales y eternas que Dios derrama y hace fluir entre nosotros para darle vida a las almas. De modo que únicamente los seres humanos necesitamos dos fuentes de vida: el agua natural para el cuerpo y el agua viva para el alma.
Otro símbolo mencionado en la Biblia, que tiene mucha relación con la figura del manantial, y que por simple analogía, el entendimiento humano lo puede comprender fácilmente, es el árbol o la vid:
« Porque él será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raices, y no verá cuando viniere el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de hacer fruto. » Jeremías 17, 8
En el Evangelio, Jesús por su parte se llama a sí mismo la vid cuando dice:
« Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque sin mí nada podéis hacer. » Juan 15, 5
Con la ayuda de éstos dos importantes símbolos y de nuestra fantasía, podríamos figurarnos que existe también en éste mundo un portentoso torrente espiritual proveniente de Dios, que fluye por todas partes con el propósito de alimentar los espíritus humanos durante el tiempo que transcurra su vida aquí en la tierra.
A principios de la Edad Media la mística alemana Hildegarda de Bingen (1098-1179), inspirada redactó un revelador concepto al que le dió el nombre de Viriditas, en el que a esa fuerza vital que poseen las plantas y que se manifiesta en su prodigiosa capacidad de reverdecer al llegar la primavera o de retoñar vigorosamente al caer las primeras lluvias, Hildegarda la relaciona con la fuerza espiritual de las virtudes espirituales en los seres humanos. Viriditas es la palabra en latín con que ella denomina esa fuerza incontenible de vigor, y resulta de la combinación de la palabra viridis (verde) con la palabra virtus que significa virtud.
La mística Hildegarda con este concepto logra deducir que entre nosotros en éste mundo, existen igualmente fuerzas espirituales divinas capaces de nutrir el alma humana, entre las cuales se encuentran las conocidas virtudes, que son repartidas y otorgadas a los hombres y mujeres por Obra y Gracia del Espíritu Santo. Ella se refiere aquí concretamente a la fuerza de acción vivificadora de Dios que actúa sobre la humanidad. La virtudes humanas son fuerzas interiores espirituales que nos inspiran a actuar en un modo determinado.
Hildegarda para describir lo que sucede cuando un creyente deja enfriar su fe y se aleja por completo de Dios, lo explica de la siguiente manera: « Si la persona abandona la fuerza vital (viriditas) de las virtudes y se dedica a la sequía de la indiferencia, al quedarse en consecuencia sin la savia y la vitalidad de las buenas obras, las fuerzas de su alma languidecen y se marchitan.»
Los creyentes creemos firmemente que Dios interviene y obra en nuestras vidas a través del Espíritu Santo. El preciso instante de la actuación del Espíritu Santo sobre los seres humanos es absolutamente imperceptible. Lo único que tan sólo logramos notar o sentir es el efecto y el cambio que se ha dado en nuestra vida, después de su actuación.
El ejemplo más universal y más común de la intervención divina en la vida humana es el enamoramiento.
En esta reflexión me referiré a la Gracia de Dios, basándome en el criterio de San Agustín, el cual me parece muy instructivo y a la vez sencillo.
La Gracia es el favor divino o la ayuda que Dios nos concede sin ser dignos de recibirla como premio, y sin tomar en cuenta el hecho de que nuestras obras hayan sido buenas o malas. Agustín considera la Gracia de Dios como una ayuda duradera, indispensable y gratuita para el ser humano. Es una ayuda duradera porque es de naturaleza espiritual y actúa en nuestra alma directamente.
No solamente el buen ejemplo y la doctrina del Evangelio animan a ser rectos y a vivir bien. Dios también corrige la naturaleza humana y obra efectivamente en su interioridad por medio del Espíritu Santo, quien inspira la inteligencia y enciende la voluntad con su amor.
Es una ayuda indispensable, porque sencillamente el hombre por sí mismo, no puede salvar su propia alma. No le bastan las fuerzas de su naturaleza para reparar el daño que ha hecho el pecado. Por eso, necesitamos siempre la ayuda de Dios. Sólo Dios puede sanar y salvar nuestra alma.
« Porque Dios es el que produce en ustedes el querer y el hacer, conforme a su designio de amor*. Filipenses 2, 13
Refiriéndose a esta afirmación de San Pablo, dice Agustín:“Este santo pensamiento guarda a los hijos de los hombres, que esperan protección bajo las alas de Dios, ser embriagados por la abundancia de su casa y del torrente de sus delicias.”
Tratando de ilustrar el efecto de la Gracia de Dios en el ser humano, Agustín explica así las consecuencias de la presencia, o por el contrario, de la ausencia de Dios en nuestras vidas:
“El alma vive de Dios cuando vive bien; no puede vivir bien sino obra Dios en ella el bien. Vive, en cambio, el cuerpo por el alma cuando el alma vive en él, viva ella de Dios o no. Te abandona Dios algún tanto por el flanco de tu soberbia para que sepas que no eres un ser independiente de Él, sino que estás en sus manos, y aprendas a reprimir los movimientos del orgullo.
Todo pecado, si no me engaño, es un desprecio de Dios; y todo desprecio de Dios es soberbia. ¿Qué cosa tan soberbia como despreciar a Dios? Luego todo pecado es soberbia, aun según el oráculo de la divina Escritura, que dice: Principio de todo pecado es la soberbia. Y también: El principio de la soberbia es apartarse de Dios. Eclesiastes 10, 14-15
Por eso, para que el bien sea amado, la caridad divina es derramada en nuestros corazones no por el libre albedrío, que radica en nosotros, sino por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.”