Solamente el conocimiento de la dualidad cuerpo y alma, nos permite comprender los dos misterios más difíciles de la vida humana.

La vida humana contiene muchos misterios que el hombre hasta ahora no ha alcanzado a comprender, misterios naturales como por ejemplo: la realidad del sufrimiento humano y nuestro destino final después de la muerte.
Todavía hoy en día, a pesar de los enormes adelantos en el conocimiento, en las ciencias y en la tecnología que ha logrado la humanidad en los últimos 100 años, la vida humana continúa, sin embargo, envuelta en sus velos de misterio, aunque muchos académicos y científicos pedantes se resistan a admitirlo, y aunque sigan diciendo que “TODO lo saben” y que “tienen TODO bajo control”.

En vista de que no es factible para nosotros llegar a conocer y a comprender todo del mundo natural, tenemos necesariamente que escoger y seleccionar los temas y las actividades que más nos ayuden a lograr vivir una vida plena.
Y para poder vivir una vida plena, de lo que más necesitamos saber y lo que mejor tenemos que conocer en profundidad es nuestra propia espíritualidad, es decir, conocer nuestra alma.

He aquí otro misterio natural y una de las grandes paradojas de la vida, que a pesar de que nuestra alma es lo más cercano, lo más importante y lo más valioso que tenemos, es lo que menos conocemos y, en consecuencia, lo que menos atendemos y amamos. Una de las verdades divinas más trascendentales, revelada por Dios en las Sagradas Escrituras, es la existencia del espíritu en el ser humano. La realidad indiscutible de que el hombre es una dualidad de cuerpo y alma, que es nuestra dualidad original, que somos un cuerpo con un espíritu, que somos la unión perfecta de una naturaleza material visible y una naturaleza espiritual invisible en el mismo ser.
El término dualidad quiere decir: la reunión dos fenómenos opuestos en una misma persona o cosa.

En el evangelio de Mateo, Jesús dice a sus discípulos: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, y el alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición al alma y el cuerpo en la gehena». (Mt 10, 28).

En el evangelio de Juan, les dice Jesús a los judíos en una sinagoga: «El Espíritu es el que da vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». (Juan 6, 63).

Tratando de explicar esa situación paradójica del desconocimiento de nuestro ser interior, que por cierto, es una característica más común en las sociedades occidentales que en las culturas asiáticas, podríamos argumentar que se parte de la idea general, de que el conocimiento de sí mismo es una premisa que se supone. Es decir, existe la presuposición de que todos conocemos bien nuestra alma porque está dentro de nosotros y solo nosotros mismos tenemos acceso a ella, y además, nadie en el mundo nos la puede enseñar.

Sobre el desconocimiento generalizado de nuestra dimensión espiritual, el sacerdote español Enrique Martínez Lozano escribe: «El trato oculto que ha recibido la espiritualidad en la iglesia explica, en gran medida, no pocas características del modo de  comprendernos, percibirnos y vivir en nuestro contexto sociocultural: Consumismo, economicismo, egocentrismo, hedonismo, vacío existencial, etc; son manifestaciones de un mundo en el que se ha olvidado la dimensión genuinamente espiritual del ser humano”.

La ciencia ha utilizado tradicionalmente el argumento de la invisibilidad y la cualidad inmaterial del espíritu humano para descartar, y por lo tanto, ignorar la existencia del alma, y así emprender el estudio superfragmentado del mundo natural material y un conocimiento censurado e incompleto del cuerpo físico y la mente humana, lo cual es lo único que nos han enseñado en la escuela y en la universidad.

Para San Agustín de Hipona, uno de los grandes padres del cristianismo, el hombre constituye una unidad conformada por el alma y el cuerpo. Lo interesante de San Agustín es su concepción de la relación de rango y subordinación entre el alma y el cuerpo en el funcionamiento interior del ser humano. Según San Agustín, la unidad consiste más bien en que el alma posee al cuerpo, usa de él y lo gobierna. Por consiguiente, hablando con propiedad, el hombre es el alma, es su conciencia; el cuerpo no es un constitutivo esencial de igual rango. El cuerpo es un mero instrumento del alma.

San Agustín considera que el hombre se identifica con el alma. El cuerpo cumple un papel subsidiario y temporal, ya que será destruido por la muerte. El alma inmortal es una substancia racional completa, dotada de todas las cualidades necesarias para gobernar el cuerpo, que tiene como fin la unión con Dios.

Según San Pablo, el sufrimiento está claramente destinado a fomentar la salvación eterna de nuestra alma inmortal.
Dios condenaría nuestra alma a la perdición, si no nos hace pasar por todas las pruebas y aflicciones, y si no nos hace regresar a su atrio cuando nos hemos alejado de él. Así como nuestros padres naturales nos condenarían a una vida malograda y desgraciada, si en el hogar no nos corrigen por amor y por nuestro futuro bienestar social. Mientras nuestros padres nos corrigieron con disciplina para esta corta vida terrenal, Dios nos corrige con amor paternal para la futura vida eterna.

TRATANDO DE ENTENDER EL AMOR PATERNAL DE DIOS

Desde el preciso instante en que creí, conocí y finalmente entendí mi dualidad cuerpo y alma, empecé, por un lado a vislumbrar el misterio de mis propias luchas interiores y exteriores, y por el otro, a comprender mejor esta vida terrenal pasajera, el Evangelio de Jesús y su sacrificio en la Cruz, y la maravillosa promesa de vida eterna después de la muerte de mi cuerpo.

Como se puede deducir evidentemente, tanto de los versículos que hemos mencionado anteriormente del nuevo testamento como de la interpretación diáfana y lúcida de San Agustín, la primacía y la superioridad del alma humana sobre el cuerpo en nuestra dualidad natural es una realidad manifiesta e innegable.
La bellísima y luminosa alegoría de San Pablo de nuestra dualidad y la superioridad del alma en relación al cuerpo, que dice «Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro…» no puede ser más ilustrativa y clara. San Pablo iguala el alma humana a un tesoro, y a nuestro cuerpo de carne y hueso a una frágil vasija de barro, que inevitablemente termina desmoronándose.

Al entender y aceptar el hecho de que alma es nuestro gran tesoro es cuando esos conocidos misterios que antes no comprendíamos en absoluto, ahora después de estas revelaciones empezamos entonces a reconocerlos y descubrirlos, en primer lugar en la Biblia, y en segundo lugar en nuestras propias vivencias espirituales.

Los seres humanos amamos en primer lugar los cuerpos que vemos y sentimos, pero Dios ama paternalmente en primer lugar nuestra alma que ve y siente como suya.

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