La eternidad es tan cierta y segura como lo será nuestra muerte algún día.

« No se turbe vuestro corazón; creed en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo hubiera dicho; porque voy a preparar un lugar para vosotros. » Juan 14, 1-2

Según la Biblia, sabemos que Dios envió a su Hijo Jesucristo para anunciar y para demostrar con su vida ejemplar y su muerte en la Cruz, que los seres humanos después de nuestra muerte, también iniciamos una nueva vida eterna y abundante.
Esa fue la obra más importante que el Señor Jesucristo hizo en su breve paso por este mundo, y fue también la que tuvo que hacer Él mismo en persona como Hijo de Dios encarnado, para poder mostrar a la humanidad, el gran amor y la misericordia de Dios hacia nosotros, mediante su sacrificio en la cruz, y al mismo tiempo, poder dar la evidencia de la resurrección, la cual ocurrió al tercer día de su muerte.

Para vivir eternamente es necesario morir primero.
En primer lugar, porque en el preciso momento de la muerte, es cuando nuestra alma inmortal se separa del cuerpo inerte, y en segundo lugar, porque la vida eterna es una vida espiritual nueva. Dicho de otra manera: tenemos que morir en este mundo, para que después nuestra alma inmortal viva en la eternidad.

El gran Apostol San Pablo lo explica claramente en su carta a los filipenses en el capítulo 1, 21-23: «Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor.»

Si creemos firmemente que Jesús es el camino, la verdad y la vida eterna, podremos aprender así como San Pablo a vivir con tal esperanza, de que al morir también nosotros, seamos capaces de desear estar con Cristo en la eternidad.

Jesús dijo, que Él había venido para que tengamos vida y la tengamos en ABUNDANCIA, es decir, una vida plena y mucho mejor que esta pobre vida llena de enfermedades, adversidades, sufrimientos, injusticias y angustias.

Pregunto: ¿Quién como adulto mayor en su sano juicio y siendo sincero consigo mismo, puede considerar su vida terrenal como una vida abundante y hermosa? La respuesta la conocemos todos muy bien: ¡Nadie!

En la tierra no existe ningún Paraíso. Nunca ha habido paz ni justicia entre los hombres en este mundo, ni la habrá en el futuro. La educación y la ciencia jamás superarán las debilidades naturales y defectos del ser humano. La maldad y las guerras seguirán plagando de sufrimiento y de muerte a la humanidad.

Si el mismo Jesucristo siendo Hijo de Dios, vivió una vida terrenal durísima: primero, fue injustamente rechazado por sus propios hermanos de raza judía; después, fue insultado, perseguido y humillado por los sacerdotes de Israel; y finalmente, a pesar de ser absolutamente inocente, fue condenado a morir crucificado, la cual era la muerte más humillante y más dolorosa en esos tiempos.
Imagínense ustedes entonces, ¿qué podemos esperar nosotros como mortales pecadores de esta vida cruel?

Jesús descendió de los Cielos y vivió como un ser humano común, para enseñarnos a vivir y a morir con la esperanza de la vida eterna, y para que nos aferráramos a ella como un ancla firme y segura en nuestros corazones.

Los creyentes cristianos debemos considerarnos más que privilegiados, por tener la magnífica oportunidad de apoderarnos de la promesa de vida eterna, que por pura Gracia y por amor, nos ofrece Jesucristo una y otra vez, a aquellos que creen en Él de todo corazón.

La esperanza cristiana de vida eterna en el Reino de los Cielos, nos da fuerzas y nos sostiene durante la dura e injusta vida en este mundo, y después de la muerte, ella conducirá nuestra alma hasta las eternas moradas, que Jesús prometió preparar para nosotros.