Dejar de amar es como vaciarse de vigor y de sentido de la vida

“Al final, sólo morirán eternamente los que ya estén muertos en vida. Es decir, aquellos que estaban muertos por dentro, porque habían dejado de amar. Así que piensa bien: La verdadera muerte no es morir, sino dejar de amar.”  Louis Evely

Digo yo: si amar es un don espiritual excelente y maravilloso de Dios para el ser humano, y es además el bien eterno más real que existe, entonces, el amor debería ser el gran tesoro por el que tendríamos que desvivirnos mientras estemos viviendo aquí y ahora en este mundo, pero como es algo invisible, demasiado común y que sólo da gozo interior al que lo encuentra, son relativamente pocos hombres y mujeres los que se esmeran conscientemente en practicarlo.

Se escucha decir por doquier, que debido a que con el amor no se puede pagar los alimentos, la vestimenta, el alquiler de la casa, ni tampoco le proporciona a uno un buen empleo para poder ganarse la vida, no es tan importante como el dinero y la formación profesional, y por lo tanto, es algo secundario e innecesario. Ese argumento es muy cierto, pero la conclusión que se deduce del argumento es absolutamente equivocada.

Sabemos muy bien que el mundo está lleno de falsas creencias, y la idea de que el amar verdaderamente de corazón no es tan importante como el dinero, el prestigio, el poder y la gloria, es lamentablemente una más del montón. Ésta convicción errónea no es solamente la excusa más común que se escucha para no amar lo que se siente intensamente en el corazón, y sino que también es la más ignorada causa de descontento e infelicidad humana.

Por ser precísamente el amor puro, un sentimiento tan natural en el ser humano, es considerado por muchos banal y sin importancia.

A veces me pregunto con cierto asombro: ¿Será posible que por su manifiesta simplicidad y abundancia, algo tan esencial  y necesario para una vida plena y llena de sentido como es el amar a alguien y ser amado, sea menospreciado con tanta ligereza?

Para ilustrar ese estado de inconsciencia en relación a la necesidad profunda de  amar que tenemos los seres humanos, se me ocurre comparar al amor con el aire que respiramos y con el tiempo que transcurre silenciosamente todos los días. He aquí dos factores vitales, imprescindibles e insustituibles para nosotros, y a los que tampoco se les brinda la importancia que merecen.

De esa falta de conciencia de los hombres, ya se lamentaba hace miles de años el profeta Ezequiel cuando escribió: “…tienen ojos para ver, y no ven, tienen oídos para oir, y no oyen; porque son casa rebelde”.

El amor puro es el bien eterno más excelente, más sentido y más notorio que los seres humanos, como privilegio divino, podemos llegar a disfrutar si así lo deseamos.  
Esa es una realidad, que primero tenemos que reconocerla como tal, para después ser capaces de creer que es así, y entonces después actuar en consecuencia.

Si existe una manera práctica de aprender a percibir y sentir conscientemente nuestra propia alma, es por medio de dos grandes experiencias en la vida: amando y sufriendo profundamente.

Una de las citas sobre la dimensión del tiempo más sencilla e instructiva que leído, es la de William Shakespeare, que dice:
«El tiempo es muy lento para los que esperan, muy rápido para los que temen, muy largo para los que sufren, muy corto para los que gozan; pero para quienes aman, el tiempo es eternidad»

Estoy convencido de que el objetivo más universal y trascendental en la vida y el que más sentido le da a nuestra existencia es: amar profundamente y ser amado.
Dios creador y autor del amor nos amó desde siempre, y sólo por nuestro propio bien y beneficio, exigió que nos amaramos unos a otros. Asi será de importante para los seres humanos el amor, que cuando uno de los escribas de la ley judaica interpeló a Jesucristo, él le dijo:

“Al ver que Jesús les había contestado bien, uno de los maestros de la ley, que los había oído discutir, se acercó a él y le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?

Jesús le contestó:
El primer mandamiento de todos es: “Oye, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.” Pero hay un segundo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo.” Ningún mandamiento es más importante que éstos.” Marcos 12, 28-31

Desde el inicio de la humanidad, todo ser humano que ha existido, ha amado y ha sido amado en algún perídodo de su vida, y por naturaleza, cada persona es capaz de amar con absoluta libertad e independientemente de sus condiciones de vida, lo cual es un claro testimonio de la universalidad de la Misericordia y Justicia de Dios para con los hombres y mujeres de todos los tiempos.

Sin embargo, la senda del amor verdadero no es fácil, puesto que al igual que nuestra propia existencia, está llena de luchas, dificultades y sacrificios. Por esa razón, el tenerle temor al amor verdadero y apasionado es temer a la vida misma, es abstenerse voluntariamente de vivir una vida vigorosa y plena de sentido.

Amar es fundamentalmente dar de sí y no recibir. El dar genera más felicidad que el recibir, ya que el simple acto de dar constituye en sí una expresión de nuestro vigor natural y del sentido de nuestra existencia.
Erich Fromm en su libro “El arte de amar” afirma: el amor es una acción, la practica de un poder humano, es una actividad, no un afecto pasivo; es un “estar continuado”, no un “súbito arranque”.
Para Fromm el amor es un arte y no algo con lo que uno tropieza en su vida. Y como arte, es necesario entonces aprenderlo. El primer paso es tomar conciencia de su importancia en la vida, para así lograr despertar nuestra conciencia amorosa y el constante deseo de amar, y el segundo, es ponerlo en práctica.

Así como nuestro cuerpo de carne y huesos necesita alimentarse para nutrirse, nuestro espíritu necesita amar para fortalecerse.

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