Si hemos esperado en Cristo para esta vida solamente, somos los más dignos de lástima de todos los hombres.

La afirmación que hace de título en esta reflexión, la escribió San Pablo en su primera carta a los Corintios (1 Corintios 15, 19), con el propósito de aclararle a los miembros de las nuevas comunidades cristianas de la ciudad de Corintio, que la gran esperanza de vida eterna en Cristo Jesús, fundamentada en su insuperable promesa de la Buena Nueva que es anunciada a la humanidad por el Nuevo Testamento, no es para esta vida terrenal sino para la nueva vida en el Reino de los cielos, que viviremos después de la muerte corporal.

Con profunda fe, perseverancia y humildad podemos esperar del Señor Jesucristo en esta vida, sus innumerables favores y dones espirituales entre los que se encuentran: el perdón de nuestros pecados, la Gracia, el inagotable amor y la Misericordia, la compañía, el consuelo, la guía, protección y ayuda espiritual del Espíritu Santo, la Providencia o cuidado divino y mucho más.
Dios está acompañándonos y actuando sobre la humanidad todos los días por medio del Espíritu Santo, para atrernos hacia Él a través de cuerdas de amor y misericordia.

En su célebre discurso de las Bienaventuranzas, dijo Jesús al final (Mateo 5, 11-12): « Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan, y digan todo género de mal contra vosotros falsamente, por causa de mí. Regocijaos y alegraos, porque vuestra recompensa en los cielos es grande, porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros. »
Jesús siempre habló y predicó sobre la vida eterna en el Reino de los Cielos, porque ese es el verdadero Reino de Dios, el cual ha sido creado y reservado para reinar Él junto a su Hijo Jesucristo, el Espíritu Santo, los ángeles y todo su pueblo de almas elegidas. Nuestra recompensa como creyentes y seguidores de Jesús será en el Reino de los Cielos, y será grande.

Antes de ser crucificado y estando frente a Poncio Pilato en su Palacio, cuando éste le preguntó, si él era el rey de los judíos, Jesús le contestó:
« Mi reino no es de este mundo. Mi reino no es de aquí. »
Como nos dicen las Sagradas Escrituras: Jesús nació de la Virgen María en Belén, fue criado junto con sus hermanos por ella y por su marido José; creció y trabajó en la carpintería de su padre, para después dedicarse a su misión divina de anunciar el evangelio y predicar sus enseñazas. Al final de su vida, murió crucificado en un madero por el perdón y la salvación de los pecadores, para después subir al cielo, y desde entonces está reinando junto a Dios Padre en su Reino eterno.

Dios en su soberanía, ha creado este mundo natural así y con estas condiciones de vida. Pero lo más importante y más maravilloso para los creyentes, es que Dios también ha creado su propio Reino espiritual eterno en la inmensidad infinita del Universo, el cual su Hijo Jesucristo reveló y anunció a toda la humanidad, cuando vino a este mundo hace 2000 años:
el Reino de los Cielos.

Jesús al encarnarse y hacerse hombre, también tuvo necesariamente que vivir la vida natural en este mundo, igual que cada uno de nosotros.
Esta vida dura, sufrida, injusta y temporal es comparada en la Biblia con un exilio o un destierro transitorio, por el que nuestra alma inmortal debe pasar, antes de regresar a Dios, nuestro padre Celestial, para vivir eternamente en ese Reino de los Cielos.
«Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo aquel que ve al Hijo y cree en Él, tenga vida eterna, y yo mismo lo resucitaré en el día final.»
Juan 6, 40
Las personas que han sido desterradas y se han ido a vivir lejos de su propio país o lugar de origen, siempre extrañan su tierra y anhelan profundamente regresar allá algún día, a su entrañable hogar paternal.
Así mismo, el alma humana creada a imagen y semejanza de Dios, anhela las moradas prometidas por el Señor Jesucristo, tal como está expresado en el salmo 83:
« Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo.»

Cristiano, a pesar de todo lo que has tenido que soportar en esta vida, te ruego que confíes siempre y continúes esperando en Cristo Jesús, para que puedas recibir tú tambien la herencia prometida de vida eterna en el Reino de los Cielos.
« El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él a fin de que también seamos glorificados con Él . » Romanos 8, 16-17