Los conocimientos inflan nuestro orgullo, mientras que el amor nos edifica y nos deleita.

Pero la ciencia hincha, el amor en cambio edifica. Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe conocer. Mas si uno ama a Dios, ese es conocido por él. 1 Corintios 8, 1

¿Quién no ha vivido la experiencia con alguna persona conocida, quién cuando joven había sido una persona sencilla y humilde, y que después de hacer una carrera universitaria o un Doctorado, se transformó en una persona altiva y soberbia?
Innumerables seres humanos, tan pronto como adquieren mayores conocimientos y títulos, o bien adquieren más riqueza y propiedades, se creen superiores y se creen estar por encima de los demás, llegando algunos incluso a despreciar y a humillar a los que no tienen su nueva posición social privilegiada.

Así sigue sucediendo hoy en día, tal como San Pablo les advirtió a los Corintios hace miles años, que la ciencia o los conocimientos hinchan el orgullo y la vanidad con tal fuerza e intensidad, que pueden convertir en engreídos y vanidosos a muchos individuos.
Ahora bien, cualquiera de ustedes como lectores podría argumentar, pero si ese proceso de engreimiento es normal y no es perjudicial para nadie, ¿dónde está entonces la dificultad y que tiene eso de negativo?
Ser orgulloso en nuestras relaciones con las demás personas, no tiene mayor consecuencia que poderle « caer » algo pesado y antipático a la gente. Sin embargo, es en nuestra relación personal con Dios donde tendremos la gran dificultad.
Ese es el verdadero problema, del cual muchos cristianos no están muy conscientes, en esta época en la que la formación profesional y la adquisición de conocimientos, ha alcanzado una importancia de primer orden en el desarrollo económico de las naciones.

El orgullo y la vanidad inflados es uno de los mayores obstáculos para poder establecer una relación cercana y profunda con Dios.

Sobre los soberbios, la Biblia dice lo siguiente:

  • Yaveh abomina al de corazón altivo, de cierto no quedará impune. Proverbios 16, 5
  • Al que infama a su prójimo en secreto, a ése le aniquilo; ojo altanero y corazón hinchado nos los soporto. Salmo 101, 5
  • Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Santiago 4, 6
  • Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso. Mateo 11, 29

En cambio, si procuramos sinceramente cultivar más la humildad y el amor en nuestras relaciones personales, esa actitud humilde y amorosa nos ayudará con el tiempo, a acudir a Dios por amor y con humildad, y así acercarnos más a Él y conocerlo mejor por medio de la lectura de su Palabra.

El amor edifica y embellece el alma, en tanto que el orgullo y la vanidad la llenan de fatuidad y presunción.

El amor ha sido, es y seguirá siendo la virtud espiritual humana más sublime y de mayor excelencia de todos los tiempos, y por lo tanto, debemos usarla en cada ocasión que se nos presente en el trato con las personas, y aún con mucho más reverencia y respeto en nuestra relación con el Señor Jesucristo.
Si Jesús por su eterno amor a la humanidad, se hizo hombre, enseñó el Evangelio con su ejemplo y sus palabras, y finalmente se humilló y se sacrificó por el perdón de nuestros pecados y por la salvación eterna de nuestras almas. ¿No consideras tú que Jesús se merece una retribución de amor de nuestra parte, y que lo mínimo que podemos hacer, es pagar esa deuda de amor divino, amando a los que nos rodean y siendo un poco más humildes?

Concluyo con unas frases de tres grandes héroes de la fe en Jesucristo, que confirman la enorme importancia de la humildad, para acercarnos y ampararnos en el Amor y la Misericordia de Dios y de Jesús nuestro Salvador:

« La humildad es la raíz de la salvación y de las virtudes, así como la soberbia lo es de los vicios » Orígenes de Alejandría, antiguo Padre de la Iglesia

« La humildad es la raíz permanente de toda vida espiritual, como la raíz del árbol que no deja de profundizar a medida que éste crece. »
Santa Teresa de Jesús

« el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; »
San Pablo a los Corintios