Los cristianos deberíamos identificarnos más con nuestra alma inmortal que con nuestro cuerpo mortal.

« entonces volverá el polvo a la tierra como lo que era, y el espíritu volverá a Dios que lo dio. » Eclesiástes 12, 7

Debido a la enorme importancia que tiene para la fe cristiana, deseo insistir una vez más sobre el hecho de que somos unos seres compuestos de un cuerpo mortal y un alma inmortal. Esta es una realidad que como creyentes deberíamos tenerla siempre presente. Sin un alma inmortal que pueda seguir viviendo después de la muerte del cuerpo, no hubiera habido ninguna religión en la antigüedad ni la habría tampoco en el presente, porque la vida futura espiritual es el fundamento básico de todas las creencias religiosas en el mundo.

Recordemos, que la muerte no es más que la separación del alma y el cuerpo, el cual al morir inicia su proceso natural de descomposición, mientras que el alma inicia su vida espiritual eterna. En el Calvario estando también crucificado junto a Jesús, el ladrón arrepentido le dijo unos momentos antes de morir: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le dijo: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 39-43). Este versículo tan conocido, comprueba claramente la separación del alma y el cuerpo en el instante en que la persona muere.

En esta época moderna en que vivimos, estas realidades de la dualidad alma y cuerpo del ser humano y la muerte como su separación definitiva, casi nunca son mencionadas ni recordadas. Eso es debido al materialismo existente en la sociedad, que consiste en admitir como única sustancia la material, negando la espiritualidad y la inmortalidad del alma humana. Ese materialismo, que ha sido propagado tanto en los sistemas educativos como en los medios de comunicación por el sistema económico predominante, solamente le interesa hablar del cuerpo y de sus necesidades como alimentación, salud, vestido, vivienda, transporte, etc. En consecuencia, todo lo espiritual y los temas relacionados con Dios y su importancia en la vida humana, han sido excluidos e ignorados en los medios y en la formación de la opinión pública.

Durante décadas nos han enseñado que descendemos de los monos y que lo único que poseemos es un cuerpo de carne y huesos, el cual debemos cuidar, atender, alimentar, embellecer con cosméticos y hasta con operaciones estéticas para esconder su deterioro por el envejecimiento inevitable. Por lo tanto, hemos aprendido a identificarnos únicamente con nuestro cuerpo.

Sin embargo, los cristianos que conocemos el maravilloso poder de la fe y creemos en nuestro señor Jesucristo y en las Sagradas Escrituras, podemos traer a la memoria las enseñanzas contenidas en el Evangelio, y además, recurrir a la verdad de la existencia de nuestra alma y de nuestras propias vivencias espirituales experimentadas en nuestra vida como creyentes.

Si crees que posees un espíritu inmortal dentro de tu cuerpo, te invito a identificarte más con tu alma que con tu cuerpo frágil y mortal. Te invito a apoyar tu existencia sobre la base de tu alma eterna, la cual está destinada por Dios a vivir por los siglos de los siglos por Obra y Gracia del Espíritu Santo, así como lo anunció Jesús una y otra vez en su Evangelio.

Ante la muerte, lo único que podemos encomendar a Dios es nuestro espíritu o alma.

Y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: « Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu » y dicho esto, expiró. Lucas 23, 46

Si alguien dudaba, en primer lugar, de la inmortalidad del espíritu humano o alma, y en segundo lugar, de que en el preciso instante de la muerte, nuestro espíritu se separa del cuerpo para volver al Dios Creador a vivir eternamente, y el cuerpo regresa a la tierra a la que pertenece y donde es sepultado, le recomiendo encarecidamente que lea una vez más con fe y atención, las últimas palabras que dijo Jesús antes de morir: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

No pueden ser más claras y sencillas, las divinas Palabras que salieron de la boca de nuestro Señor Jesucristo, cuando se encarnó y estuvo en este mundo para traerle sus grandiosas revelaciones y enseñazas a la humanidad.

El significado del verbo encomendar en esa frase es: poner bajo el cuidado de alguien.
Antes de morir, Jesús puso su alma bajo el cuidado de Dios. Es bueno resaltar, que Jesús encomendó únicamente su espíritu sin su cuerpo.

Esto es una evidencia más de lo verdadero y legítimo que es el antiguo concepto cristiano de la dualidad cuerpo y alma de la naturaleza humana. Es decir, que los seres humanos somos la fusión perfecta de dos dimensiones el cuerpo y el alma, siendo esta última la que nos caracteriza. El cuerpo no es más que un mero instrumento del que se sirve el alma, la cual esta hecha a imagen y semejanza de Dios.

Esa maravillosa realidad espiritual, que es la huella que Dios dejó de sí en nosotros, no se ha enseñado a fondo a las masas de creyentes en el mundo. Según mi humilde opinión, la falta de un conocimiento detallado de nuestra dimensión espiritual, es la causa de la ignorancia espiritual que se percibe en la mayoría de los cristianos sobre su propia naturaleza espiritual y sobre los atributos del alma humana.

La gran mayoría de los creyentes no saben con certeza que disponen de facultades espirituales invisibles, las cuales sienten y manifiestan en cada instante de sus vidas, y eso es desafortunadamente así, porque nadie se los ha enseñado. No saben que su existencia tiene la capacidad de moverse entre las dimensiones de lo carnal y de lo espiritual, y que por lo tanto, todos están llamados a vivir una vida mística por la Gracia de Dios y con la guía del Espíritu Santo. No saben que todos necesitan tener una relación espiritual directa, íntima y afectuosa con Dios, su Padre celestial.

Yo no lo supe durante más de 50 años, a pesar de haber sido criado en una familia católica, de haber estudiado en colegios religiosos e incluso de haber sido catequista. Y así como me sucedió a mí, supongo que debe ser la misma condición de ignorancia espiritual en que se encuentran infinidad de creyentes laicos en todo el mundo.

El místico español San Juan de la Cruz refiriéndose a la importancia de ese conocimieno para el creyente, escribió lo siguiente:
« Esta introspección o “conocimiento de sí” es lo primero que tiene que hacer el alma para ir al conocimiento de Dios. El alma no puede amarse ni amar a Dios sin conocerse a sí misma sin constatar su origen divino».

La realidad de que somos la fusión de un alma y un cuerpo de carne, es esencial para comprendernos y valorarnos mejor.

« Porque yo sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita nada bueno; porque el querer está presente en mí, pero el hacer el bien, no. » Romanos 7, 18

« Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne, pues éstos se oponen el uno al otro, de manera que no podéis hacer lo que deseáis. » Gálatas 5, 17

A estas alturas de la historia y del desarrollo de la ciencia en la humanidad, aunque tú no lo creas, todavía los científicos, expertos y letrados en el campo de la ciencias naturales no se han puesto de acuerdo sobre una definición, que describa lo qué es un ser humano de forma apropiada y certera. Los biólogos afirman que descendemos de los monos y que por ese proceso imaginario y fantasioso que denominan evolución, nos hemos ido transformando durante cientos de miles de años en lo que hoy somos: el Homo sapiens, es decir, el mono que sabe o el animal inteligente.

Algunos teólogos modernos por su parte, dicen ahora que somos una unidad inseparable de cuerpo y espíritu, y los antiguos teólogos de la Iglesia, afirmaban hace siglos que somos una dualidad, es decir, un compuesto de cuerpo y alma, dos sustancias diferentes y separables: la carne mortal y el espíritu inmortal.

Yo como creyente cristiano acepto la versión original de la Biblia, de que los seres humanos fuimos creados por Dios del barro de la tierra y que nos insufló el espíritu humano o alma. Y creo, tal como lo dijo Jesucristo en el Evangelio, que el cuerpo humano muere, pero el espíritu no muere, porque es inmortal y eterno.

Alguién definió al ser humano como un animal religioso, y tuvo mucha razón según mi opinión, porque efectívamente el hombre es el único ser vivo que es capaz de creer y adorar un Dios.

Yo prefiero definir al ser humano como un alma o espíritu que habita en un cuerpo de carne, que a veces se comporta como un animal y en algunas ocasiones hasta peor que un animal. Es evidente que los humanos tenemos un cuerpo de carne, nervios, pelos y huesos parecido al de los animales, y que además, poseemos unos instintos biológicos similares a los animales superiores. ¡Pero NO somos animales!

Somos seres racionales de naturaleza espiritual porque poseemos un espíritu hecho a imagen y semejanza de Dios. El alma es justamente lo que nos hace seres únicos, irrepetibles y conscientes adoradores de Dios, y también nos hace muy diferentes de los animales. Estas son algunas cualidades del espíritu humano: la conciencia, el amor, la fe, la esperanza, el sacrificio por amor, la piedad, el perdón, la compasión, la misericordia, la lástima, la ternura, el consuelo, el arrepentimiento, el respeto, la tolerancia, la humildad, la vanagloria, el orgullo, el odio, el rencor, la envidia, la inspiración, el discernimiento, etc.

Pero como todas esas cualidades espirituales son invisibles, los super inteligentes científicos, biólogos y naturistas que han estudiado al ser humano, simplemente las han ignorado y se han concentrado en estudiar sólo las partes y funciones visibles del cuerpo. Esa ha sido su lamentable equivocación histórica. Mencionamos a continuación algunos de nuestros instintos y funciones animales: el sexo, el hambre, la sed, el sueño, el miedo, la sobrevivencia, evacuar, orinar, la percepción sensorial, etc.

Si observamos con atención nuestro comportamiento en las ocupaciones cotidianas, notaremos que las manifestaciones de nuestras cualidades espirituales superan con creces a las manifestaciones de nuestros instintos animales. Por eso el gran escritor francés Victor Hugo, quién si fue un agudo y genial observador, hizo su famosa y acertada afirmación:
“El cuerpo humano no es más que apariencia y esconde nuestra realidad. La realidad es el alma.”

La oración es la respiración del alma humana.

« Pero él se retiraba a lugares desiertos para orar. » Lucas 5, 16

« De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario. Allí se puso a orar. » Marcos 1, 35

Cuando alguién, a quién conocemos y le tenemos cariño y que está lejos de nosotros o bien tenemos mucho tiempo que no lo vemos, solamente requerimos dedicarle unos pensamientos recordándolo, y eso es generalmente suficiente, para sentirnos con la ayuda de nuestra memoria, un poco más cerca de esa persona por unos instantes.

En nuestra relación personal con Dios sucede algo similar, si por algún acontecimiento crucial en nuestra vida o debido a un determinado estado de pesar de nuestra alma, pensamos espontáneamente en Dios, ese pensamiento logra también que nos sintamos cerca a Dios.

Según la Palabra de Dios, los seres humanos somos la fusión perfecta de un cuerpo de carne y un espíritu. El supremo propósito de nuestro espíritu o alma es conducirnos a Dios en esta vida terrenal, y después de la muerte al Reino de los Cielos, según la gloriosa promesa de nuestro Señor Jesucristo.

Si el mismo Jesucristo, siendo el Hijo de Dios, le daba tanta importancia a la oración para comunicarse con Dios Padre, imagínense nosotros siendo apenas unos seres imperfectos, débiles y engañosos, resulta lógico pensar que nuestra necesidad de rezar debe ser todavía mucho mayor. Así como nuestro cuerpo requiere del aire que respiramos para funcionar, igualmente nuestra alma necesita la oración para pedirle a Dios que nos conceda el perdón, la fortaleza y el consuelo que tanto necesitamos en esta vida llena de contrariedades, sufrimientos, enfermedades y luchas.

Además, Jesús por medio de su obra redentora en el Calvario nos ha otorgado el gran privilegio a los creyentes cristianos, de poder dirigirnos a Dios en oración usando también la palabra Padre, tal cual como Jesús la usó por primera vez en toda la historia del Pueblo de Israel y sus profetas, y la cual fue registrada en la Biblia como primicia por el Evangelista Marcos en el capítulo 14, versículo 36:
« Y decía: ! Abbá, Padre!; todo es posible para tí; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú. »

Nuestro cuerpo esbelto y hermoso nos lleva a la muerte inevitable

¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?    Romanos 7, 24

San Pablo en su carta a los Romanos, describe una lucha interior que experimenta en sí mismo entre su espíritu y su cuerpo carnal, de la cual él había tomado clara conciencia previamente. Pablo aludió allí en particular a la naturaleza pecadora y débil del cuerpo humano, se refirió a esos instintos carnales o inclinaciones naturales que algunas veces nos conducen a pecar contra Dios.

Basándome en esta frase con la que Pablo se lamenta sobre su lucha personal, deseo sin embargo, tratar otra realidad de la naturaleza humana que siempre tendemos a reprimir y a ignorar en nuestras vidas: la mortalidad de nuestro cuerpo y la inmortalidad de nuestra alma.

A pesar de que sabemos muy bien que nuestro cuerpo es muy susceptible a enfermedades, accidentes y padecimientos, que se deteriora progresivamente con el avance de nuestra edad , y que finalmente muere; nos empeñamos en considerar el cuerpo como lo más valioso e importante de nuestra vida y hacemos todos los esfuerzos imaginables para conservarlo joven, sano, esbelto y hermoso. Mientras que a nuestra alma inmortal, la cual sigue existiendo eternamente después de la muerte del cuerpo, así como nos lo enseñó Jesucristo en su Evangelio, la ignoramos completamente y no le prestamos atención ni cuidado alguno para su felicidad.

El culto al cuerpo y a la belleza corporal en la sociedad moderna, promovido y acentuado por los medios de comunicación, es tan intenso que para muchos jóvenes se ha convertido en una verdadera obsesión, la cual como toda obsesión resulta ser negativa, puesto que los conduce a realizar prácticas y consumir productos nocivos para su propia salud.

Si nuestro cuerpo mortal efectivamente nos lleva a la muerte inevitable, los creyentes cristianos deberíamos entonces con más razón, recordar siempre que poseemos un alma inmortal y que hemos nacido para vivir una vida eterna, esa nueva vida prometida por nuestro Señor Jesucristo en el Reino de los Cielos, por Obra y Gracia de Dios Padre.

Así como lo recordó y agradeció San Pablo en el versículo siguiente en Romanos 7, 25, al afirmar con júbilo:
¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!

 

El alma es el tesoro eterno en el que podemos apoyar nuestra existencia

El alma fue descrita como nuestro tesoro por el gran Apóstol San Pablo cuando les declaró en forma de metáfora a los Corintios: « Pero nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios ». 2. Cor 4, 7

En ese versículo, Pablo describió al alma como un tesoro por ser espiritual e inmortal, y al cuerpo humano, como recipiente de barro por ser muy frágil y mortal.

Si creemos firmemente la maravillosa revelación de Dios, de que nuestra propia existencia, es decir nuestra alma, es un espíritu divino e inmortal, y si estamos conformes con San Pablo, en considerarlo en consecuencia como nuestro gran tesoro espiritual, ¿que puede haber más provechoso en la vida, que al reconocer y aceptar nuestra alma como un tesoro divino y eterno, decidamos apoyar nuestra existencia aquí y ahora en ese valiosísimo fundamento, y nuestra esperanza ponerla en la promesa de vida eterna de Jesucristo, para cuando nos llegue el momento crucial de morir?

La paz interior es esa santa calma que siente aquel individuo en el alma, que después de lograr vencer su orgullo, vanidad y avaricia, deposita su fe en Dios, en su Palabra y en la Obra Redentora de su Hijo Jesús el Cristo; y además, cree y acepta la santas escrituras contenidas en la Biblia, como la verdad absoluta revelada por Dios.

Estoy convencido de que la única y verdadera paz que puede alcanzar el ser humano en ésta vida terrenal, es esa paz interior en su corazón y en su conciencia, que implica necesariamente la paz con Dios y consigo mismo.

La paz espiritual de la que Jesús hablaba y predicaba durante su vida terrenal, fue confundida a menudo con la paz entre las personas y los pueblos por la gran mayoría de la gente en aquellos tiempos, y la siguen confundiendo hoy en día.

Antes de su partida de éste mundo, Jesús se lo dijo a los discípulos muy claramente: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.” Juan 14:27

Buscamos la felicidad donde no está

En la vida todos buscamos la felicidad, pero son muy pocos los que la encuentran, porque sencillamente la gran mayoría de la gente la busca en los placeres corporales, en la acumulación de bienes, en su apariencia personal, en las exterioridades, es decir, persistimos en buscarla donde no está.

San Agustín de Hipona, gran teólogo y padre de la Iglesia Cristiana, dió a conocer el lugar donde está la felicidad del ser humano. En el siguiente texto Agustín explica donde la deberíamos de buscar :

“Debemos, pues, buscar qué es lo que hay mejor para el hombre. Ahora bien, el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, y, desde luego, la perfección del hombre no puede residir en este último. La razón es fácil: el alma es muy superior a todos los elementos del cuerpo, luego el sumo bien del mismo cuerpo no puede ser ni su placer, ni su belleza, ni su agilidad. Todo ello depende del alma, hasta su misma vida. Por tanto, si encontrásemos algo superior al alma y que la perfeccionara, eso seria el bien hasta del mismo cuerpo. Luego lo que perfeccione al alma será la felicidad del hombre. La felicidad del hombre es la felicidad del alma.”

Según San Agustín, la felicidad del ser humano es la felicidad de su propia alma. Dicho de otra manera: si mi alma es felíz, yo seré feliz. Agustín dice: “…el sumo bien del mismo cuerpo no puede ser ni su placer, ni su belleza , ni su agilidad…”. El máximo bienestar de la persona no está en el placer de su cuerpo, ni de su belleza, ni su agilidad.

Es muy importante captar que San Agustín considera al cuerpo y al alma como dos dimensiones diferentes del ser humano, y le otorga al alma una condición muy superior a las partes del cuerpo. Si leemos con atención éste argumento y lo analizamos bien, nos daremos cuenta que su afirmaciones son muy lógicas y tienen sentido, puesto que entre nuestras dos dimensiones constitutivas, es en efecto el cuerpo la parte más débil, más frágil y más sensible a la enfermedad y al dolor.

Pensemos en las molestias, las irritaciones, las incomodidades y los dolores en el frágil cuerpo del recien nacido. Desde que llegamos al mundo y aún naciendo sanos, se alternan sin cesar: enfermedades, hambre, sed, cansancio, frío, calor, plagas, dolores, golpes, molestias, sufrimientos, etc. Recordemos el deterioro natural e inevitable del cuerpo y de su belleza por el envejecimiento que se da con el paso del tiempo, debilidades que se empiezan a notar a los 40 años de edad, y después en la vejéz, aparecen cada vez con más frecuencia los achaques y quebrantos de salud, que son característicos de los ancianos.

Por todas éstas razones, es que no debemos hacer depender nuestra felicidad de los placeres del cuerpo, de su belleza, salud y agilidad.

Y sin embargo, hoy en día nuestra felicidad la identificamos casi exclusivamente con nuestro cuerpo frágil, vulnerable y doliente. La buscamos únicamente en la comodidad física, en los placeres materiales, en la belleza corporal, en las actividades deportivas, etc., es decir, en los lugares que no está. Ignoramos completamente que tenemos tambien un alma eterna, ese tesoro invisible que llevamos dentro del cuerpo, que somos, sentimos y con la que dialogamos en nuestra conciencia.

Tenemos que aprender a identificar nuestra felicidad con los estados del alma: el amor, las relaciones afectivas de amistad, el consuelo, la paz interior, la fe en Dios, la tranquilidad de conciencia, etc; estados éstos del alma que nosotros mismos podemos generar con plena libertad interior, e independientemente del mundo exterior y del estado de nuestro cuerpo. La felicidad del hombre es la felicidad del alma.