Si Dios Padre permite la enfermedad, es porque debe ser necesaria para la salud del alma.

La enfermedad como proceso natural de nuestro frágil y mortal cuerpo, forma parte integrante de la vida. Durante su ciclo normal de vida el cuerpo envejece sin pausa, se deteriora progresivamente, se enferma y muere. Y si la enfermedad es una condición natural en la que el ser humano en ciertas ocasiones se encuentra, debe tener ese estado patológico un propósito determinado para el enfermo y para los que le rodean. En el orden del universo, todo lo que sucede tiene un propósito.

El hecho de que los seres humanos ignoremos los propósitos ocultos, que Dios en su soberanía le haya otorgado a los acontecimientos que ocurren en su creación, no significa que no existan. Albert Einstein, refiriéndose en una oportunidad al perfecto orden universal, dijo:  „Dios no juega a los dados“
Es conveniente también recordar, que todo suceso natural tiene siempre efectos positivos y negativos, como el momento del parto, en que el dolor y la alegría de la madre son siempre inseparables. Por consiguiente, la enfermedad no puede ser considerada como un accidente adverso de la naturaleza, ni tampoco un castigo de Dios, como lo creían los antiguos israelitas.

Así como no se reflexiona, ni se habla en absoluto sobre el sublime propósito del dolor de parto para la madre, tampoco nadie se pone a pensar sobre el propósito último que puede tener el sufrimiento de la enfermedad en la vida interior y en la conciencia del enfermo, debido seguramente a que ambas experiencias son aflictivas y desagradables.

Dependiendo desde cuál perspectiva se mire a la enfermedad, se le describirá de diferentes formas y se le atribuirán diversos efectos según sea el caso:

  • La persona enferma dirá que es: un problema, una desgracia, pérdida de tiempo, pérdida de independencia personal, un gasto innecesario, un aburrimiento, etc.
  • El médico tratante dirá que es: un caso interesante, una oportunidad de ganar dinero, un aprendizaje, una experiencia médica más, un cliente más, etc.
  • Los familiares del enfermo dirán que es: mala suerte, una preocupación más, más trabajo por la atención y curación, un trastorno entorpecedor de la tranquilidad familiar, etc.
  • El patrón dirá que es: un inconveniente para la empresa, más trabajo, menos ganancias, una excusa del empleado para no trabajar, etc.
  • El hospital dirá que es: más cantidad de dinero que ingresa, un caso más para experimentar, un medio más para amortizar equipos médicos, una fuente de trabajo, etc.

En esta oportunidad voy a introducir una perspectiva adicional: el enfoque espiritual que tanto se ignora y se olvida cuando en nuestra vida todo va bien, cuando estamos sanos y fuertes, y cuando nos atrapa la ilusión de que somos casi indestructibles y dueños absolutos de nuestro destino.

Con el paso de los años se afianza en mi cada vez más la creencia, de que por pura Gracia y Misericordia, Dios en su majestuoso plan para la salvación individual de las almas, le habría asignado a la enfermedad, la prodigiosa capacidad de hacer aflorar al alma de las profundidades del cuerpo, y de ponerla en primer plano del interés y de la atención de la persona que está enferma.

Ésta hipótesis la sostengo con una experiencia personal vivida en mi familia, la incurable enfermedad de mi padre:
Mi padre quién fue médico cirujano, a la edad de 52 años y en pleno auge de su carrera profesional se enfermó de un cáncer muy agresivo, cuyo padecimiento soportó con coraje y paciencia durante más de 2 años. Así como sucede muy frecuentemente entre médicos y científicos, mi padre era un escéptico de la religión y no creía en Dios. Cuando su enfermedad estaba ya bastante avanzada, un dichoso día le pidió a mi madre que llamara a un sacerdote amigo de la familia. Ya casi sin poder hablar y con la ayuda de un estetoscopio, se confesó y el sacerdote le pudo proporcionar la asistencia espiritual requerida.

El padecimiento de la enfermedad desempeña und doble papel en nuestra vida espiritual: el de tutor implacable, que nos obliga a tomar conciencia de sí mismos, y el de riguroso domador del orgullo y la vanidad. Por experiencia sabemos muy bien, que una grave enfermedad logra convertir al individuo más valiente, fuerte y presumido en un pequeño niño indefenso y sumiso. Esta transformación que se da en la conciencia del paciente sufrido, me hace asociarla con lo que una vez dijo Jesús : « De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos ». Mateo 18, 3

¿No será que el sufrimiento generado por la enfermedad, pueda ser utlizado por Dios como un mecanismo divino que nos ayuda hacernos como niños, recuperando asi la requerida sencillez de corazón y la actidud natural de fe, para poder acercanos a Dios con confianza y humildad?  Valdría la pena que meditáramos sobre ésto. La Gracia y la misericordia de Dios para con la humanidad son infinitas.

Eso además, es una clara manifestación más de la universalidad del amor y de la justicia de Dios, ya que la enfermedad y el sufrimiento que causa, son de carácter universal. Todos los seres humanos sin excepción y sin distinción alguna, son suceptibles de padecer enfermedades durante su vida.
«Nacer aquí y en cuerpo mortal es ya comenzar a padecer algun mal», dijo San Agustín.

«Señor, he aquí el que amas está enfermo.» Juan 11: 3
Con éste respetuoso y revelador ruego, María la hermana de Lázaro, le mandó a decir a Jesús que Lázaro, su querido amigo, estaba gravemente enfermo y le pidió que hiciera algo por él. A pesar de que Jesúcristo quería mucho a Lázaro, el joven murió a los pocos dias después y cuando Jesús finalmente llegó a la casa de Lázaro, ya tenía varias horas de haber muerto.

El relato de la enfermedad y muerte de Lázaro en la Biblia nos revela claramente, que el propósito divino del sufrimiento no tiene nada que ver con enemistad o mala voluntad por parte de Dios, lo cual refuta la idea de castigo y penitencia por haber pecado, que los antiguos israelitas le atribuyeron a la enfermedad. La aflicción que causa la enfermedad es una prueba y también una llamada al testimonio, tanto para el que la padece como para las personas que acompañan al enfermo y se hacen partícipes del sufrimiento ajeno.

Cuando un enfermo reconoce su nuevo estado de salud, diciendo: „siento que algo esta mal en mi cuerpo que me causa dolores “ eso pone en evidencia el hecho de que en la persona enferma tiene que haber otro alguien que no esta enfermo, un alguien que le permite reconocer, estar consciente de su enfermedad y afirmar que es suya. El cuerpo y la mente es la dimensión del individuo que se enferma y no el alma. Ese alguien es el alma o la conciencia, quién le asigna al enfermo su condición de doliente o sujeto del padecimiento.

Solamente el conocimiento de la dualidad cuerpo y alma, nos permite comprender los dos misterios más difíciles de la vida humana.

La vida humana contiene muchos misterios que el hombre hasta ahora no ha alcanzado a comprender, misterios naturales como por ejemplo: la realidad del sufrimiento humano y nuestro destino final después de la muerte.
Todavía hoy en día, a pesar de los enormes adelantos en el conocimiento, en las ciencias y en la tecnología que ha logrado la humanidad en los últimos 100 años, la vida humana continúa, sin embargo, envuelta en sus velos de misterio, aunque muchos académicos y científicos pedantes se resistan a admitirlo, y aunque sigan diciendo que “TODO lo saben” y que “tienen TODO bajo control”.

En vista de que no es factible para nosotros llegar a conocer y a comprender todo del mundo natural, tenemos necesariamente que escoger y seleccionar los temas y las actividades que más nos ayuden a lograr vivir una vida plena.
Y para poder vivir una vida plena, de lo que más necesitamos saber y lo que mejor tenemos que conocer en profundidad es nuestra propia espíritualidad, es decir, conocer nuestra alma.

He aquí otro misterio natural y una de las grandes paradojas de la vida, que a pesar de que nuestra alma es lo más cercano, lo más importante y lo más valioso que tenemos, es lo que menos conocemos y, en consecuencia, lo que menos atendemos y amamos. Una de las verdades divinas más trascendentales, revelada por Dios en las Sagradas Escrituras, es la existencia del espíritu en el ser humano. La realidad indiscutible de que el hombre es una dualidad de cuerpo y alma, que es nuestra dualidad original, que somos un cuerpo con un espíritu, que somos la unión perfecta de una naturaleza material visible y una naturaleza espiritual invisible en el mismo ser.
El término dualidad quiere decir: la reunión dos fenómenos opuestos en una misma persona o cosa.

En el evangelio de Mateo, Jesús dice a sus discípulos: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, y el alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición al alma y el cuerpo en la gehena». (Mt 10, 28).

En el evangelio de Juan, les dice Jesús a los judíos en una sinagoga: «El Espíritu es el que da vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». (Juan 6, 63).

Tratando de explicar esa situación paradójica del desconocimiento de nuestro ser interior, que por cierto, es una característica más común en las sociedades occidentales que en las culturas asiáticas, podríamos argumentar que se parte de la idea general, de que el conocimiento de sí mismo es una premisa que se supone. Es decir, existe la presuposición de que todos conocemos bien nuestra alma porque está dentro de nosotros y solo nosotros mismos tenemos acceso a ella, y además, nadie en el mundo nos la puede enseñar.

Sobre el desconocimiento generalizado de nuestra dimensión espiritual, el sacerdote español Enrique Martínez Lozano escribe: «El trato oculto que ha recibido la espiritualidad en la iglesia explica, en gran medida, no pocas características del modo de  comprendernos, percibirnos y vivir en nuestro contexto sociocultural: Consumismo, economicismo, egocentrismo, hedonismo, vacío existencial, etc; son manifestaciones de un mundo en el que se ha olvidado la dimensión genuinamente espiritual del ser humano”.

La ciencia ha utilizado tradicionalmente el argumento de la invisibilidad y la cualidad inmaterial del espíritu humano para descartar, y por lo tanto, ignorar la existencia del alma, y así emprender el estudio superfragmentado del mundo natural material y un conocimiento censurado e incompleto del cuerpo físico y la mente humana, lo cual es lo único que nos han enseñado en la escuela y en la universidad.

Para San Agustín de Hipona, uno de los grandes padres del cristianismo, el hombre constituye una unidad conformada por el alma y el cuerpo. Lo interesante de San Agustín es su concepción de la relación de rango y subordinación entre el alma y el cuerpo en el funcionamiento interior del ser humano. Según San Agustín, la unidad consiste más bien en que el alma posee al cuerpo, usa de él y lo gobierna. Por consiguiente, hablando con propiedad, el hombre es el alma, es su conciencia; el cuerpo no es un constitutivo esencial de igual rango. El cuerpo es un mero instrumento del alma.

San Agustín considera que el hombre se identifica con el alma. El cuerpo cumple un papel subsidiario y temporal, ya que será destruido por la muerte. El alma inmortal es una substancia racional completa, dotada de todas las cualidades necesarias para gobernar el cuerpo, que tiene como fin la unión con Dios.

Según San Pablo, el sufrimiento está claramente destinado a fomentar la salvación eterna de nuestra alma inmortal.
Dios condenaría nuestra alma a la perdición, si no nos hace pasar por todas las pruebas y aflicciones, y si no nos hace regresar a su atrio cuando nos hemos alejado de él. Así como nuestros padres naturales nos condenarían a una vida malograda y desgraciada, si en el hogar no nos corrigen por amor y por nuestro futuro bienestar social. Mientras nuestros padres nos corrigieron con disciplina para esta corta vida terrenal, Dios nos corrige con amor paternal para la futura vida eterna.

TRATANDO DE ENTENDER EL AMOR PATERNAL DE DIOS

Desde el preciso instante en que creí, conocí y finalmente entendí mi dualidad cuerpo y alma, empecé, por un lado a vislumbrar el misterio de mis propias luchas interiores y exteriores, y por el otro, a comprender mejor esta vida terrenal pasajera, el Evangelio de Jesús y su sacrificio en la Cruz, y la maravillosa promesa de vida eterna después de la muerte de mi cuerpo.

Como se puede deducir evidentemente, tanto de los versículos que hemos mencionado anteriormente del nuevo testamento como de la interpretación diáfana y lúcida de San Agustín, la primacía y la superioridad del alma humana sobre el cuerpo en nuestra dualidad natural es una realidad manifiesta e innegable.
La bellísima y luminosa alegoría de San Pablo de nuestra dualidad y la superioridad del alma en relación al cuerpo, que dice «Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro…» no puede ser más ilustrativa y clara. San Pablo iguala el alma humana a un tesoro, y a nuestro cuerpo de carne y hueso a una frágil vasija de barro, que inevitablemente termina desmoronándose.

Al entender y aceptar el hecho de que alma es nuestro gran tesoro es cuando esos conocidos misterios que antes no comprendíamos en absoluto, ahora después de estas revelaciones empezamos entonces a reconocerlos y descubrirlos, en primer lugar en la Biblia, y en segundo lugar en nuestras propias vivencias espirituales.

Los seres humanos amamos en primer lugar los cuerpos que vemos y sentimos, pero Dios ama paternalmente en primer lugar nuestra alma que ve y siente como suya.

Es indispensable, que el creyente cristiano crea en su origen bíblico y se conozca bien a sí mismo, para el ejercicio pleno de su fe en Dios.

Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho un poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Salmo 8, 1-2

El rey David de Judea fue uno de los grandes héroes de la fe en la Antigüedad, y como tal, fue un gran precursor junto a Abraham de la fe cristiana. David creyó plenamente en la descripción de la creación del hombre que está escrita en el libro de Génesis, según la cual el ser humano fue hecho por Dios a su imagen y semejanza, y que lo formó del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un alma viviente.
Es pues, el hombre un animal prodigioso, compuesto de dos componentes muy diferentes entre sí, del alma o espíritu humano, que es como algo divino, y del cuerpo, como el de un simple animal. En cuanto al alma, somos tan capaces de lo divino que podemos sobrepasar la misma naturaleza de los ángeles y hacernos una misma cosa con Dios. De manera que si no estuviéramos unidos al cuerpo, seríamos algo divino; y si no estuviéramos dotados de alma espiritual, seríamos unas bestias.

A estas dos naturalezas, tan diferentes entre sí, las unió Dios, el Creador Supremo en feliz armonía. Pero fue la serpiente, en el jardín de Eden, la que las dividió con tan lamentable discordia, que ya no pueden separarse una de otra sin gran tormento, ni vivir juntas sin contínuo conflicto. Tan encarnizada lucha entablan entre sí, las que siendo una misma cosa, se manifiestan como si fuesen contrarias.
El cuerpo, porque es visible se deleita en las cosas visibles; por ser mortal, va tras las cosas temporales, y tiende hacia la tierra por ser pesado. El alma, por el contrario, acordándose de su condición de origen divino, tiende a subir hacia Dios con todas sus fuerzas. Desprecia las cosas materiales, pues sabe que son apariencias pasajeras, y busca las que son verdaderas y eternas. Como inmortal que es el alma, su amor está entre las cosas inmortales; siendo del cielo, anhela las celestiales.

El apostol Pablo a estas dos naturalezas o componentes del ser humano, las describe en forma figurada como: el hombre exterior (cuerpo) y el hombre interior (alma). Y la lucha que mantienen entre sí, la describe de la siguiente manera: “Si vivís en el Espíritu , no dareis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no haceis lo que quisierais”. Gálatas 5, 16-17

San Pablo, al explicar ampliamente los frutos de la carne o cuerpo y del espíritu o alma, vuelve a decir: “El que siembre en su carne cosechará corrupción; el que siembre en el espíritu cosechará vida eterna” Gálatas 6, 8

En estos dos grandes personajes de la Biblia: el rey David con sus 150 Salmos, y San Pablo, como el mejor intérprete tanto del viejo como del nuevo Testamento; disponemos de dos magníficos Héroes de la fe, de quienes mucho es lo que podemos conocer, sobre la verdadera naturaleza humana, sus virtudes y sus debilidades.

No somos nada, mientras nuestra alma habite en este cuerpo tan frágil y mortal.

El hombre, como la hierba son sus días, florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció, y su lugar no la conocerá más.
Salmo 103, 15-16

Durante estos angustiantes tiempos de la pandemia del virus Covid-19, han pasado imágenes de horror en las pantallas delante de nuestros ojos asombrados, que nos mostraron enormes multitudes de muertos y enfermos causados por esta nueva enfermedad contagiosa y mortal, en todo el mundo.

Una insignificante y despreciable criatura como es un microbio, puso a temblar de repente a los gobiernos más poderosos del planeta y a sus formidables ejércitos, los cuales no pudieron hacer nada en contra con sus armas, porque el enemigo resultó ser invisible esta vez.

A los sistemas de salud en los países más desarrollados les fue aún peor, aunque cuentan con una infraestructura de modernos hospitales y con un equipamiento óptimo de sus servicios básicos de personal paramédico, ambulancias, emergencias y suministro de medicamentos; el virus los puso de rodillas y muchas clínicas colapsaron totalmente, por no estar bien preparadas para esta contingencia, a pesar de que hace decenas de años, la Organización mundial de la salud y círculos profesionales de epidemiólogos de todos los continentes, estuvieron advirtiendo en varias oportunidades sobre la alta probabilidad de que una pandemia, podía ocurrir en cualquier momento.

La pandemia ha sido una clara señal para toda la humanidad, la cual se puede interpretar y analizar desde diversos aspectos de la vida y perspectivas.
Desde la perspectiva de la fe cristiana, considero que la pandemia ha sido un mensaje divino dirigido a sacudir la conciencia de la gente en las sociedades de los países industrializados, donde se adoran innumerables ídolos, entre los cuales están, en primer lugar, el hombre mismo, quien por su orgullo, vanidad y vanagloria se cree un superhombre que puede vivir bien olvidándose de Dios y de su fragilidad, y en segundo lugar, todos los objetos materiales creados por sus manos: el dinero, las máquinas, las edificaciones, la tecnología y la medicina moderna; con los cuales se siente más que seguro e imbatible.

Mientras millones de personas morían y se enfermaban por el virus, la naturaleza por el contrario, se recuperaba con vigor y hasta los indefensos pajaritos en los bosques, cantaban alegremente como siempre y como si nada estuviera sucediendo.

Desde hace más de 3 mil años fueron escritos en el Viejo Testamento, párrafos como el del salmo 103 citado arriba, que describen con metáforas y enseñan la verdad sobre los seres humanos: el hombre es tan frágil y perecedero como la hierba, o dicho de otra manera: el hombre no es nada.

La similitud entre las expresiones simbólicas del versículo y la forma de contagiarnos con el virus es asombrosa. La frase dice: “florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció”.
En el caso concreto del Covid-19, sabemos que la via principal de contagio, sucede al aspirar aire con micropartículas de agua (aerosoles) que contienen el virus, las cuales son transportadas por el viento.
Por lo tanto, así como el viento pasa por la vulnerable flor del campo y muere, igualmente podemos morir así de fácil, si un soplo de viento contaminado con el virus pasa por nosotros.

Ahora bien, lo más importante y la gran diferencia es que lo único que muere del hombre es su cuerpo de carne y huesos, pero no su alma inmortal, la cual en el instante de la muerte, pasa a una vida más abundante, eterna y libre de sufrimientos. Entonces tengamos bien claro y recordemos siempre lo siguiente: es sólo por culpa de nuestro cuerpo, que no somos nada. 

Si deseas comprobar la existencia de tu propia alma dentro del cuerpo, hazlo amando a un hijo, un familiar o un amigo.

Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a Aquél que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno. Mateo 10, 28

Una de las experiencias espirituales personales de mayor significado y trascendencia en la vida de cualquier individuo, es el tomar conciencia de la propia conciencia, o dicho de otra manera, reconocer la existencia de nuestra alma como una entidad o sujeto, que habita dentro del cuerpo.
Gracias a la conciencia, los seres humanos tenemos la capacidad de reconocer en nosotros mismos nuestra propia naturaleza, compuesta de dos dimensiones: un cuerpo de carne y un alma espiritual.

Especialmente en estos tiempos modernos en que la ciencia moderna y materialista, rechaza e ignora la dimensión espiritual del ser humano en sus investigaciones y publicaciones, es para los creyentes cristianos de suma importancia, lograr comprobar la existencia del alma de una manera sencilla y práctica.

Para eso les traigo un consejo de San Agustín de Hipona (13/11/354 – 28/08/430), uno de los grandes patriarcas del cristianismo, que encontré hace años cuando me dediqué a leer sus obras y sermones.

San Agustín, en algunos de sus sermones, con el fin de ilustrar mejor la dualidad de la naturaleza humana compuesta de alma y cuerpo, animaba a sus oyentes a comprobar en sí mismos la realidad de la existencia del hombre interior (el alma), que no se ve pero que se siente y el cual habita dentro del hombre exterior (el cuerpo):

«Y lo que no se ve, esto se ama más, pues consta que se ama más al hombre interior que al exterior. ¿Cómo consta esto? Compruébelo cada uno en sí mismo. En efecto, ¿qué se ama en el amigo, donde el amor es totalmente sincero y limpio? ¿Qué se ama en el amigo, el alma o el cuerpo? Si se ama la lealtad se ama al alma; si se ama la benevolencia, sede de la benevolencia es el alma; si en el otro amas que ése mismo te ama también a ti, amas el alma, porque no es la carne, sino el alma, la que ama».

Este consejo me recuerda el famoso diálogo en el cuento El Principito del escritor francés Antoine de Saint‐Exupéry, cuyo mensaje se ha hecho famoso en todo el mundo por su formidable sabiduría:

“Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.
Lo esencial es invisible para los ojos —repitió el principito para acordarse—”.

Es muy probable que el escritor de Saint‐Exupéry haya leído también a San Agustín y se haya inspirado en él para escribir su cuento.
Lo importante que deseo destacar aquí, es que lo que ellos afirman es la verdad indiscutible, aunque los científicos no lo quieran creer y aceptar. Allá ellos los incrédulos con sus contradicciones y paradojas.

Por esa razón, es que el alma humana, a pesar de que es nuestra realidad interior, de que es la que define nuestro carácter personal y de que es la que ama de verdad, la gente no habla sobre ella ni de su gran importancia en nuestra vida como individuos y como sociedad. Esta es una actitud incoherente y absurda de la mayoría de los ciudadanos de hoy en día, debido al rechazo que ahora está de moda en las sociedades de consumo occidentales, a todo lo que tiene que ver con la religión cristiana y las iglesias tradicionales.

Los cristianos que mantenemos nuestra fe firme en Dios y apoyada en la Roca que representa al Señor Jesucristo, nos podemos comparar con orgullo con aquellos peces de los ríos que nadan contra la corriente con fuerza y energía, demostrando así, que estamos bien vivos y coleando.   

Por tanto no desfallecemos, antes bien, aunque nuestro hombre exterior va decayendo, sin embargo nuestro hombre interior se renueva de día en día. 2. Corintios 4, 16

Si sientes soledad porque crees que te han dejado de querer, recuerda que Dios y tu propia alma te aman con amor eterno.

Yahveh es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré? Yahveh es la fortaleza de mi vida, ¿de quién tendré temor?
Si mi padre y mi madre me abandonan, Yahveh me acogerá.
Salmo 27, 1 y 10

Aún cuando no tengamos a alguien a nuestro lado y estemos sin compañía en un lugar solitario, NUNCA estamos solos, por la sencilla razón de que la conciencia, que es nuestra propia alma, la llevamos siempre adentro en nuestro interior.
Es por eso que insisto en repetir, que los humanos somos seres compuestos de cuerpo y alma, somos un sólo ser, pero consituido por una dimensión espiritual y una dimensión corporal.

San Pablo en algunas de sus cartas, ya explicaba la concepción antropológica cristiana, cuando hablaba del hombre interior (el alma) y del hombre exterior (el cuerpo):
« Porque en el hombre interior me deleito con la ley de Dios, pero veo otra ley en los miembros de mi cuerpo que hace guerra contra la ley de mi mente, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros. »
Romanos 7, 22-23
« Por tanto no desfallecemos, antes bien, aunque nuestro hombre exterior va decayendo, sin embargo nuestro hombre interior se renueva de día en día. » 2. Corintios 4, 16

Según Pablo, considerado como el apóstol de Jesucristo, que más se dedicó a interpretar y aclarar el significado de las Sagradas Escrituras a los nuevos creyentes cristianos, que todos los seres humanos poseemos un ser interior o alma, el cual por medio de la conciencia se comunica con nuestro hombre exterior o cuerpo, es decir, cuando escuchamos una voz dentro de nosotros, esa es la voz de nuestra conciencia, o bien cuando hablamos en secreto con nosotros mismos.
Saber esto es de suma importancia para comprendernos interiormente mejor y para comprender también, que nuestra conciencia es el santuario del alma humana donde el Espíritu de Dios se comunica y obra sobre nosotros, cuando rezamos fervorosamente, o bien cuando el Espíritu Santo derrama el amor, el consuelo y la paz interior sobre nosotros.

Comunicarse o hablar en secreto con nuestra conciencia es muy normal y necesario. La gran mayoría de las veces ni siquiera nos damos cuenta de esa comunicación, por ser impercebtible.
El remordimiento de conciencia es el ejemplo más común del diálogo secreto entre nuestro hombre interior y el exterior, es decir, entre la conciencia y el cuerpo.
El remordimiento es el resultado de cometer una falta o pecado, a pesar de saber que era un acto incorrecto y que no se debía hacer. De allí la gran importancia que tiene para un creyente, procurar estar en paz consigo mismo y con Dios, para así poder evitar esa situación tan desagradable que es el remordimiento.

El amor a sí mismo es natural y necesario, puesto que nos hace capaces de amar a otros y de ser amados. El amor propio es el amor que el alma se tiene a sí misma. Amar es una facultad espiritual del alma humana, que crece y se va desarrollando en la medida en que amemos a Dios y al prójimo, así como a nosotros mismos.
Así como nos lo enseñó nuestro Señor Jesucristo.

Si aprendemos a establecer una relación personal y directa con Dios, expresándole una fe profunda, amor y humildad, para rogarle que sea luz, salvación y fortaleza para nuestras vidas, Él amorosamente también nos acogerá en su seno.

Hay mucha gente que miran a su alrededor buscando a alguien, y al no ver a nadie, se quedan en la compañía de la soledad, porque se han olvidado de su hombre interior, es decir, de su propia alma.
Mientras que los creyentes cristianos en esa situación, miramos hacia cielo y hacia nuestro interior, y nos dejamos acompañar de nuestra alma y de nuestro Dios.

Bendice, alma mía, al SEÑOR, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, al SEÑOR, y no olvides ninguno de sus beneficios. El es el que perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus enfermedades; el que rescata de la fosa tu vida, el que te corona de amor y compasión; el que colma de bienes tus años, para que tu juventud se renueve como el águila. Salmo 103, 1-5

Para Dios nuestros fingimientos no sirven de nada, porque a Dios es imposible engañarlo.

Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren. Juan 4, 24

A Dios no le podemos ocultar ningún pensamiento ni ninguna intención secreta, porque nuestra vida interior espiritual, la cual está constituida por nuestros pensamientos, sentimientos, pasiones e intenciones, es para Dios como un libro abierto.
Dios todo lo sabe y todo lo conoce de nuestra vida. Y a pesar de que eso es así, siempre cometemos el error de olvidar esa realidad, y tratamos de fingir acciones y comportamientos a otras personas, creyendo inutilmente, que asi como engañamos a la gente con nuestra falsa actuación, pensamos que Dios tampoco se entera de lo que hacemos de manera fingida. !Qué equivocados!

Una característica natural de los seres humanos es que somos capaces de fingir comportamientos y gestos que no sentimos de verdad, es decir, que podemos fácilmente interpretar una conducta falsa ante los demás y hacerles creer que es un comportamiento verdadero.

No actúan solamente los actores profesionales en la televisión o en el cine, sino que todos sabemos actuar también ante los demás en la vida cotidiana.
La personalidad humana está constituída por una dualidad natural, que consiste en una personalidad externa y una personalidad interna. La externa es la personalidad corporal y pública que mostramos a los demás con nuestros gestos , y la interna es la personalidad interior que ocultamos por lo general y que sólo mostramos cuando así lo deseamos. Esta realidad es la que se conoce como el ser adaptado por fuera  y el ser original por dentro de las personas.

Por eso, en el gran escenario de la vida real diaria todos fingimos en ciertas situaciones y cuando nos conviene, unos más y otros menos.
Ahora bien, si eres un cristiano creyente quiero recordarte en esta oportunidad, que en tu relación íntima y secreta con Dios, procura ante Él ser siempre sincero y auténtico en todo lo que concierne a tu vida interior espiritual. Fingir ante Dios es lo peor que puedes hacer en tu vida como creyente, y además, es engañarte a tí mismo.

No os engañéis, Dios no puede ser burlado; porque todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Gálatas 6, 7

El Señor Jesucristo vino a salvar las almas de los pecadores y no sus cuerpos.

« El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. » Juan 6, 63

En éste versículo, Jesús se refiere claramente al espíritu humano o alma, y con la palabra carne, alude al cuerpo de carne y huesos.
Con esa afirmación Jesús ratifica una vez más, que el alma inmortal es la realidad espiritual que le da vida al ser humano; y que nuestro cuerpo, como simple envoltura o cáscara de carne del alma, para nada aprovecha cuando el moribundo está agonizando, porque en el instante de la muerte, el alma inmortal se separa del cuerpo y regresa a Dios quién la creó, para vivir eternamente; y el cuerpo sin vida, retorna a la tierra a la que pertenece.

En el Evangelio de San Marcos, Jesús refiriendose a Dios Padre, dice la siguiente frase llena de divinidad y sumamente reveladora, la cual transmite una vez más al creyente cristiano, un poderoso mensaje de fe y esperanza en la vida eterna:
« Él no es Dios de muertos, sino Dios de vivos; así que vosotros muy equivocados estais.» (Marcos 12,27)
Jesús confirma con ésta aclaración que le hace a los sacerdotes Saduceos (quienes creían que el alma muere también al morir el cuerpo), que Dios es Dios de las almas  de personas como Abraham, Isaac y Jacob que viven eternamente y quienes murieron miles de años antes de que se sucediera esa escena con Jesús, que relata Marcos en el Nuevo Testamento.

Estos son dos claros fundamentos más de las enseñanzas del Señor Jesucristo, que deberían motivar a los cristianos a identificarse más con su alma inmortal que con su cuerpo mortal.
El rey David, el ungido de Dios, es un gran ejemplo para todos nosotros, puesto que en los salmos cuando oraba y le clamaba al Señor, siempre se identificaba con su alma con expresiones como: ¿Por qué te abates, oh alma mía?, ¡Bendice a Yahveh, alma mía!, Mi alma tiene sed de ti, Dios de la vida, etc.
Aferrémonos al Señor Jesucristo y a nuestra alma.
Por supuesto, debemos cuidar y atender a nuestro cuerpo. Eso es un asunto obvio y necesario que no necesita discusión.
Pero les ruego que no se olviden de su alma inmortal, porque el alma es nuestro gran tesoro espiritual, oculto en esa vasija de barro que representa nuestro cuerpo mortal.

Los seres humanos amamos en primer lugar los cuerpos que vemos y sentimos, y Dios paternalmente ama en primer lugar nuestra alma que ve y siente como suya.

¿Cómo podemos conocer a Dios, si no nos conocemos interiormente?

« El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. » Juan 6, 63

Puede ser que algunos todavía se pregunten: ¿Pero que es lo que tenemos que conocer en el interior de nuestro cuerpo, si ya sabemos que está lleno de órganos, músculos, sangre y huesos? La respuesta hay que repetirla una y otra vez: el alma inmortal o espíritu humano.
Este tema es tan esencial para la vida humana, que no debemos nunca dejar de insistir y machacar, porque se trata de nuestra propia existencia y de lo que somos todos los hombres y mujeres, independientemente de si creemos en Dios o no.

Es en el alma donde está nuestra vida interior espiritual, donde habita nuestra realidad de todos los días que consiste en lo que pensamos, sentimos, sufrimos, lo que nos entristece y nos alegra, lo que conversamos con los demás, con nuestra conciencia y con Dios cuando rezamos; es decir, el alma es todo lo que somos como seres humanos, lo que nos da vida y lo que nos diferencia de los animales.

En el libro de Génesis, que se refiere a la creación del mundo por Dios, dice lo siguiente en el capítulo 2 versículo 7: Formó, pues, Jehová Dios al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida; y fue el hombre un alma viviente.

El alma es la única dimensión del ser humano que proviene de Dios, porque fue creada de su propio soplo, mientras que nuestro cuerpo de carne y huesos fue creado a partir del polvo de la tierra.
Es por esa razón, que la frase de la Biblia en Génesis 1,26 en la que se menciona que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, se refiere solamente al alma divina y no al cuerpo de carne, debido a que Dios es espíritu.

Para cualquier creyente cristiano es de máxima importancia, tener bien clara la diferencia entre nuestra dimensión espiritual y la dimensión corporal, pero sobre todo creer en la existencia del alma, la cual por ser espiritual es invisible y por lo tanto, no la podemos ver ni tocar.

Nuestra alma inmortal es lo que nos hace pensar y creer en la existencia de Dios, nos hace sentir el profundo anhelo de buscarle cuando sufrimos, cuando sentimos desamparo, falta de sentido de la vida y soledad a pesar de estar entre la gente, y particularmente, cuando sentimos el deseo de vivir eternamente una vida mejor, más feliz y abundante.
Es por el alma que sentimos la necesidad de acercarnos a Dios, para pedirle perdón, consuelo, ayuda y orientación por medio de la oración.

El supremo propósito de nuestra alma y su razón de ser es conducirnos a Dios en esta vida terrenal, y después de la muerte al Reino de los Cielos, según la gloriosa promesa de nuestro Señor Jesucristo.

El bien supremo de un creyente cristiano es Dios y la meta suprema es la vida eterna.

En efecto, los que viven según la carne desean lo que es carnal; en cambio, los que viven según el espíritu, desean lo que es espiritual. Ahora bien, los deseos de la carne conducen a la muerte, pero los deseos del espíritu conducen a la vida y a la paz, porque los deseos de la carne se oponen a Dios, ya que no se someten a su Ley, ni pueden hacerlo. Romanos 8, 5-7.

Para comprender exactamente lo que deseo tratar en esta reflexión, voy a repasar el significado del adjetivo supremo. Supremo quiere decir: el máximo grado en una jerarquía de algo, o lo que está encima de todo. Por lo tanto, Dios como el bien supremo es la riqueza máxima, la cual está por encima de todas las demás. Lo mismo vale para la vida eterna.

Partiendo de esta aclaratoria, me voy a referir al orden previo que es necesario establecer, para poder evaluar los asuntos y cosas más valiosas o importantes, es decir, que consideremos algo superior o inferior, mejor o peor, mayor o menor, etc. En los aspectos más relevantes de la vida es necesario que tengamos bien claro ese orden de la superioridad de una cosa respecto de otra. Debido a que es sencillamente imposible poseer y hacer todo en la vida, tenemos que determinar nuestras propias prioridades o preferencias.
Como creyentes cristianos tambien debemos tener claro el orden de superioridad en el aspecto de nuestra naturaleza como seres humanos, puesto que estamos formados de un cuerpo de carne y un alma espiritual. En la Iglesia cristiana desde sus inicios, ese orden ha estado muy claro durante miles de años, pero desafortunadamente es un tema sobre el que se enseña y se habla muy poco.

San Pablo en su carta a los Romanos capítulos 7 y 8, le dedica varios versículos a la lucha interior entre su espíritu y su carne en el que describe lo siguiente: Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y después dice: !Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?

Para San Agustín, uno de las grandes Padres de la iglesia cristiana, el alma es superior al cuerpo y está hecha para regirlo. El alma habita en nuestro cuerpo teniendo con él una relación acccidental, de modo que el ser humano es su alma pero no su cuerpo.

Agustín escribió también:
Dios es el supremo e infinito bien, sobre el cual no hay otro: es el bien inmutable y, por tanto, esencialmente eterno e inmortal.
Sólo Dios es mejor que el alma, y por esto sólo Él debe ser adorado, quien es su único autor.

Los cristianos sabemos que Dios en la Creación, tomó un poco de tierra para formar el cuerpo humano de carne y huesos, después le insufló el espíritu o alma a su imagen y semejanza, y le dió la vida. En consecuencia, somos los humanos un ser compuesto de un cuerpo y un espíritu de naturalezas diferentes: una material y una espiritual. Y son tan diferentes esas dos dimensiones, que el cuerpo es mortal y visible, y el alma es inmortal e invisible.
Por mi parte, estoy de acuerdo totalmente con San Agustín en darle la prioridad a mi alma inmortal por ser superior al cuerpo, e igualmente considero a Dios como mi suprema riqueza. Desde que establecí ese orden en mi propia vida hace unos pocos años, identifico mi existencia más con mi alma inmortal que con mi cuerpo mortal. He aprendido a reconocer y aceptar que mi alma soy yo, y por lo tanto le doy más importancia que a mi cuerpo.

Estoy muy feliz y muy agradecido a Dios, por haber obrado en mí ese cambio radical de perspectiva de la vida, el cual me ha permitido comprender mucho mejor la Palabra de Dios, y sobre todo poder fundamentar mi existencia en mi alma eterna y no más en mi cuerpo mortal, que era lo que yo hacía antes, cuando creía que mi cuerpo era lo único que yo soy como persona.
Otro beneficio maravilloso que he recibido desde que me identifico con mi alma, es que me he librado de ese terrible temor a la muerte del cuerpo, que tanto nos angustia.