La paz interior que solamente Dios nos puede dar, significa tener paz con Dios y consigo mismo.

Hace unos 10 años, experimenté dentro de mí un acontecimiento maravilloso, cuando algo así como un resplandor interior o una visión, despertó de repente en mi conciencia unas realidades espirituales que yo desconocía completamente: el amor de Dios hacia todos nosotros, la existencia de mi propia alma y de la eternidad. Ese excepcional episodio en mi vida ha generado en mí una nueva y vigorosa energía espiritual, que ha fortalecido enormemente mi fe en Dios, el celo por Jesucristo y mi esperanza en el Reino de los Cielos. Justamente después que se dió ese avivamiento espiritual en mi vida, fue cuando comenzé a escribir mis reflexiones sobre nuestra propia espiritualidad y demás temas asociados a élla, algo que por cierto nunca antes había hecho.

Ahora bien, lo más maravilloso han sido los cambios que he experimentado dentro de mi después de ese momento, pero aún más exquisito es el excelente fruto de esos cambios en mi existencia. Ese magnífico fruto es la nueva paz interior que siento y disfruto como núnca antes. Esa paz espiritual que sólo Dios puede dar, cuando uno cree en Jesucristo y se apodera de sus promesas del perdón de los pecados y de la vida eterna en el Reino de los Cielos. La paz interior es esa santa calma que siente aquel individuo en el alma, que después de lograr vencer su orgullo, vanidad y avaricia,  deposita su fe en Dios, en su Palabra y en la Obra Redentora de su Hijo Jesús el Cristo; y además, cree y acepta la santas escrituras contenidas en la Biblia, como la verdad absoluta revelada por Dios.

Estoy convencido de que la única y verdadera paz que puede alcanzar el ser humano en ésta vida terrenal, es esa paz interior en su corazón y en su conciencia, que implica necesariamente la paz con Dios y consigo mismo. La paz espiritual de la que Jesús hablaba y predicaba durante su vida terrenal, fue confundida a menudo con la paz entre las personas y los pueblos por la gran mayoría de la gente en aquellos tiempos, y la siguen confundiendo hoy en día.

Antes de su partida de éste mundo, Jesús se lo dijo a los discípulos muy claramente: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.” (Juan 14:27)

La paz interior es el estado del alma, que en primer lugar tiene que arribar y asentarse en el corazón humano, para que de él, como sustrato o tierra fértil espiritual, puedan después germinar y crecer el gozo duradero y la alegría abundante.

El filósofo y escritor británico Bertrand Russel (1872-1970) afirma en una de sus citas, cuán indispensable es obtener la paz en nuestro corazón, para despúes poder sentir ese gozo duradero que todos anhelamos: Una vida feliz debe ser en gran parte una vida tranquila, pues sólo en una atmósfera calma puede existir el verdadero placer.

Si creemos firmemente la maravillosa revelación de Dios, de que nuestra propia existencia, es decir nuestra alma, es un espíritu divino e inmortal, y si estamos conformes con San Pablo, en considerarlo en consecuencia como nuestro gran tesoro espiritual, ¿cómo esa convicción que hemos asumido y aceptado como una realidad en nuestra vida, no va a generar en nuestra interioridad esa paz y esa calma que sobrepasa todo entendimiento?
Y además, ¿que puede haber más provechoso en la vida, que al reconocer y aceptar nuestra alma como un tesoro divino y eterno, decidamos apoyar nuestra existencia aquí y ahora en ese valiosísimo fundamento, y nuestra esperanza ponerla en la promesa de vida eterna de Jesucristo, para cuando nos llegue el momento crucial de morir?

Fíjense a continuación cómo describe San Pablo de manera genial y reconfortante la obra portentosa de la paz espiritual en nuestra alma: « Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús. » Filipenses 4, 7

Esa es la paz espiritual de Dios, que Jesucristo nos dejó y nos la da de pura Gracia, por amor a su criatura.

Del predicador inglés Charles H. Spurgeon he escogido de su sermón titulado “La paz espiritual” algunas partes del texto, que logran expresar de modo formidable el fruto de la paz espiritual en el alma humana: Cuando un hombre tiene fe en la sangre de Cristo, no es sorprendente que tenga paz, pues ciertamente tiene garantía de gozar de la más profunda calma que un corazón mortal pueda conocer. La consecuencia necesaria de eso es que él posee paz mental.

¿Cómo, pregunto yo, puede temblar quien crea que ha sido perdonado? Ciertamente sería muy extraño que su fe no le infundiera una santa calma en su pecho. Además, el hijo de Dios recibe su paz de otro conducto de oro, pues un sentido de perdón ha sido derramado en abundancia en su alma. No solamente cree en su perdón por el testimonio de Dios, sino que siente el perdón. Es algo más que una creencia en Cristo; es la crema de la fe, el fruto maduro en plenitud de la fe, es un privilegio muy encumbrado y especial que Dios otorga después de la fe. Si todos los testigos falsos que hay en la tierra se pusieran de pie y le dijeran a ese hombre, en ese momento, que Dios no está reconciliado con él, y que sus pecados permanecen sin perdón, él se reiría hasta la burla; pues dice: «el Espíritu Santo ha derramado abundantemente en mi corazón el amor de Dios.»

Él siente que está reconciliado con Dios. Ha subido desde la fe hasta el gozo, y cada uno de los poderes de su alma siente el rocío divino conforme es destilado desde el cielo. El entendimiento lo siente, ha sido iluminado; la voluntad lo siente, ha sido encendida con santo amor; la esperanza lo siente, pues espera el día cuando el hombre completo será hecho semejante a la Cabeza de su pacto, Jesucristo.
¿Cómo puede sorprender, entonces, que el hombre tenga paz con Dios cuando el Espíritu Santo se convierte en un huésped real del corazón, con toda su gloriosa caravana de bendiciones?

Tal vez ustedes dirán, bien, ¡pero el cristiano tiene problemas como otros hombres: pérdidas en los negocios, muertes en su familia, y enfermedades en su cuerpo! Sí, pero él tiene otro fundamento para su paz: una seguridad de la fidelidad y de la veracidad del pacto de su Dios y Padre. Él cree que Dios es un Dios fiel; que Dios no echará fuera a quienes ha amado. Para él todas las providencias oscuras no son sino bendiciones encubiertas. Cuando su copa es amarga, él cree que fue preparada por amor, y todo terminará bien, pues Dios garantiza el resultado final. Por tanto, ya sea que haya mal tiempo o buen tiempo, cualesquiera que sean las condiciones, su alma se abriga bajo las alas gemelas de la fidelidad y del poder de su Dios del Pacto.

La paz del mundo, la que viene del dinero y del poder, de la vanidad y soberbia no es nunca jamás la misma que da el Espíritu Santo. El hombre no sabe quién es, y por tanto piensa que es algo, cuando no es nada. Dice: «yo soy rico y próspero en bienes,» cuando está desnudo, y es pobre y es miserable.
Entonces nuestra paz es hija de Dios, y su carácter es semejante a Dios. Su Espíritu es su progenitor, y es como su Padre. ¡Es «mi paz,» dice Cristo! No es la paz de un hombre; sino la paz serena, calma y profunda del Eterno Hijo de Dios. Oh, si sólo tuviera esta única cosa dentro de su pecho, esta paz divina, el cristiano sería ciertamente algo glorioso; y aun los reyes y los hombres poderosos de este mundo son como nada cuando se les compara con el cristiano; pues lleva una joya en su pecho que ni todo el mundo podría comprar, una joya elaborada desde la vieja eternidad y ordenada por la gracia soberana para que sea la gran bendición, la herencia real justa de los hijos elegidos de Dios.

Entonces esta paz es divina en su origen; y también es divina en su alimento. Es una paz que el mundo no puede dar; y no puede contribuir a su sustento.
Entonces es una paz nacida y alimentada divinamente. Y déjenme señalar de nuevo que es una paz que vive por encima de las circunstancias. El mundo ha tratado con empeño de poner un fin a la paz del cristiano, pero nunca ha sido capaz de lograrlo.

Yo recuerdo, en mi niñez, haber oído a un anciano cuando oraba, y escuché algo que se grabó en mí: «Oh Señor, da a tus siervos esa paz que el mundo no puede ni dar ni quitar.» ¡Ah! Todo el poder de nuestros enemigos no puede quitárnosla. La pobreza no la puede destruir; el cristiano en ropas harapientas puede tener paz con Dios. La enfermedad no la puede estropear; acostado en su cama, el santo está gozoso en medio de los fuegos. La persecución no la puede arruinar, pues la persecución no puede separar al creyente de Cristo, y mientras él sea uno con Cristo su alma está llena de paz.

El olvido de nuestra propia espiritualidad y la actual crisis de fe en las iglesias cristianas

El conocido psiquiatra austríaco Viktor Frankl en su libro “el vacío existencial” escribe:  “Cada época tiene su neurosis y cada tiempo necesita su psicoterapia. Hoy en día no nos enfrentamos con una frustación sexual como en los tiempos de Freud, sino con una frustración existencial. El paciente típico de nuestros dias no sufre tanto bajo un complejo de inferioridad, sino bajo un abismal complejo de falta de sentido, acompañado de un sentimiento de vació, razón por la que me inclino a hablar de un vacío existencial.”

Para Frankl el sentido de la vida, es aquello que le confiere propósito a la vida, un significado,  una misión a realizar, que a su vez le proporciona tambien un soporte interno a la existencia. Por lo tanto, la búsqueda de sentido en la vida sería una necesidad específica del ser humano, la cual está presente en mayor o menor grado en todas las personas.

Según Frankl y otros psicoterapeutas está demostrado que esa frustración de no encontrar el sentido a la propia vida y la carencia de propósito,  es una fuente de desajuste emocional que conduce con el tiempo a un vacío existencial. Es éste sentimiento de vacío lo que impulsa a las personas afectadas, a tratar de compensarlo de alguna forma, surgiendo de allí las más diversas alteraciones emocionales que causan las adicciones a drogas, las depresiones, las neurosis y el consumo excesivo (obesidad), que atormentan hoy en dia a las sociedades de consumo.

Basándome en la comprobación científica por parte de la medicina psiquiátrica, acerca de la magnitud la crisis existencial por la que está atravezando una buena parte de la sociedad moderna, se me ha ocurrido relacionar ese sentimiento de vacío que asedia a tanta gente, con la crisis espiritual y la carencia de fe en Dios que se percibe en los países más industrializados, donde debido entre otros factores a la abundancia de bienestar material,  de tecnología, de entretenimiento y de consumismo, se han estado olvidando de si mismos, de su propia dimensión espiritual y de Dios, su Creador.

Para ilustrar en forma figurada y de manera sencilla la relación causa-efecto que existe entre la crisis existencial y la crisis espiritual, he seleccionado un objeto muy común y de uso cotidiano como son los recipientes. Si bien los recipientes son algo ordinario, como símbolo para explicar mi argumentación que viene a continuación, tiene una enorme fuerza de evidencia.

Empecemos entonces por refrescar la definición y la función del recipiente:
El recipiente es un objeto para conservar o contener algo. Cómo su propósito y finalidad son la de conservar un contenido, es el contenido en consecuencia lo de mayor valor y es además, mucho más necesario que el recipiente.
Un recipiente sirve para lo que fue fabricado y cumple su propósito, única y exclusivamente cuando contiene algo. Esa es la razón de su existencia. Si éstá vacío, no sirve de nada  y se desecha. El contenido es lo valioso, lo útil y lo importante.

Antes indagar sobre el sentido de nuestra propia vida y de nuestro destino último, tenemos primero que remontarnos al tema de nuestro origen como seres humanos, y preguntarnos quiénes somos, porqué existimos y qué nos sucede después de la muerte?; lo cual es como un deseo primario del hombre o una curiosidad existencial, que aflora en el transcurso de nuestra vida de vez en cuando, sobre todo en las ocasiones que estamos muy afligidos o sufriendo.

En vista de que el hombre no está en capacidad de responder de manera absoluta y convincente esa incógnita vital, la explicación de nuestro origen la ha recibido por medio de una revelación de Dios, que en el caso de la civilización occidental, la encontramos en el Libro del Génesis en la Biblia.

Entonces Yavé Dios formó al hombre con polvo de la tierra; luego sopló en su nariz un aliento de vida, y el hombre tuvo aliento y vida. Génesis. 2,7

La Sagrada Escritura nos relata que en el momento de la creación del mundo y todas las criaturas que conocemos, los seres humanos recibimos de Dios el espíritu inmortal como constituyente de nuestra existencia, el cual se manifiesta en esa fuerza substancial y el propósito natural de vivir que todos poseemos, a la que los antiguos sabios llamaron en latín animus o alma.

Una de las verdades divinas más trascendentales relevada por Dios, es la existencia del espíritu en el ser humano. La realidad indiscutible de que el hombre es una dualidad de cuerpo y alma, que es nuestra dualidad original, que somos un cuerpo con un espíritu, que somos la unión perfecta de una naturaleza material visible y una naturaleza espiritual invisible en el mismo ser. El término dualidad quiere decir:  la reunión dos fenómenos opuestos en una misma persona o cosa.

Es oportuno mencionar aquí un aspecto importante relacionado con mi interpretación del mensaje contenido en el Evangelio, la cual está basada en la creencia de que el cuerpo y el alma son dos substancias esencialmente distintas e independientes. Nuestro ser está formado entonces de dos dimensiones: el cuerpo y la mente (dimensión física) y el alma (dimensión espiritual).
Ésta realidad concreta que somos, se deja representar maravillosamente con el símbolo del recipiente: el ser humano es un recipiente porque contiene el espíritu de Dios.

Es el apostol San Pablo el que hace la magistral alegoría del creyente con un recipiente en la  Sagrada Escritura: Pero nosotros llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios. 2. Cor 4, 7

En su primera carta a los Corintios Pablo afirma una vez más que somos recipientes (templo) del Espíritu de Dios y que habita en nosotros, cuando encara a sus oyentes diciendo:
¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?
1 Corintios 3, 16

Hablando en forma figurada, el ser humano es más bien un espíritu que vive encerrado en un cuerpo físico, ya que todas las cualidades de la persona o ser inteligente que nos caracteriza como individuos, son facultades espirituales como por ejemplo: el entendimiento, la voluntad, la conciencia, los pensamientos, la memoria, la fe, el amor, la esperanza, las pasiones, la justicia, el perdón, el consuelo, la paz interior, la prudencia,  la fortaleza, la templanza, la bondad , la malicia, etc. De allí que hasta podríamos también afirmar con propiedad, que somos seres espirituales que existimos en un cuerpo.

Es muy conveniente que éste conocimiento de sí mismo y la conciencia de nuestra propia dimension espiritual los tengamos siempre presente, y que con la ayuda de la imaginación, tratemos de visualizar ese espíritu que llevamos dentro y que sentimos cuando se manifiesta por medio de nuestro estado emocional y el comportamiento a través de las expresiones visibles y audibles conocidas: las palabras, la risa, el llanto, las caricias, el buen ánimo, el enamoramiento, la tristeza, la alegría, el mal humor, los afectos, los deseos, etc.

¿Qué significa ésta verdad bíblica para nosotros, de que el espíritu habita en nuestro cuerpo, y cuáles son las implicaciones de ser amados por Dios y de ser los recipientes de tan divino tesoro?
El significado es realmente grandioso!

Si creen en la Palabra de Dios, traten ustedes por favor de imagínarse esa metáfora de que son unos recipientes o ámforas que contienen el espíritu de Dios, que son los tesoreros de un espíritu divino, que lo llevan dentro de su cuerpo, y que es precísamente por esa razón, que en la Biblia dice que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Eso es lo que tú y yo somos: recipientes y tesoreros del espíritu de Dios, y no descendientes de los monos, como lo enseñan con arrogante ligereza en la escuela.

Si Dios Padre permite la enfermedad, es porque debe ser necesaria para la salud del alma.

La enfermedad como proceso natural de nuestro frágil y mortal cuerpo, forma parte integrante de la vida. Durante su ciclo normal de vida el cuerpo envejece sin pausa, se deteriora progresivamente, se enferma y muere. Y si la enfermedad es una condición natural en la que el ser humano en ciertas ocasiones se encuentra, debe tener ese estado patológico un propósito determinado para el enfermo y para los que le rodean. En el orden del universo, todo lo que sucede tiene un propósito.

El hecho de que los seres humanos ignoremos los propósitos ocultos, que Dios en su soberanía le haya otorgado a los acontecimientos que ocurren en su creación, no significa que no existan. Albert Einstein, refiriéndose en una oportunidad al perfecto orden universal, dijo:  „Dios no juega a los dados“
Es conveniente también recordar, que todo suceso natural tiene siempre efectos positivos y negativos, como el momento del parto, en que el dolor y la alegría de la madre son siempre inseparables. Por consiguiente, la enfermedad no puede ser considerada como un accidente adverso de la naturaleza, ni tampoco un castigo de Dios, como lo creían los antiguos israelitas.

Así como no se reflexiona, ni se habla en absoluto sobre el sublime propósito del dolor de parto para la madre, tampoco nadie se pone a pensar sobre el propósito último que puede tener el sufrimiento de la enfermedad en la vida interior y en la conciencia del enfermo, debido seguramente a que ambas experiencias son aflictivas y desagradables.

Dependiendo desde cuál perspectiva se mire a la enfermedad, se le describirá de diferentes formas y se le atribuirán diversos efectos según sea el caso:

  • La persona enferma dirá que es: un problema, una desgracia, pérdida de tiempo, pérdida de independencia personal, un gasto innecesario, un aburrimiento, etc.
  • El médico tratante dirá que es: un caso interesante, una oportunidad de ganar dinero, un aprendizaje, una experiencia médica más, un cliente más, etc.
  • Los familiares del enfermo dirán que es: mala suerte, una preocupación más, más trabajo por la atención y curación, un trastorno entorpecedor de la tranquilidad familiar, etc.
  • El patrón dirá que es: un inconveniente para la empresa, más trabajo, menos ganancias, una excusa del empleado para no trabajar, etc.
  • El hospital dirá que es: más cantidad de dinero que ingresa, un caso más para experimentar, un medio más para amortizar equipos médicos, una fuente de trabajo, etc.

En esta oportunidad voy a introducir una perspectiva adicional: el enfoque espiritual que tanto se ignora y se olvida cuando en nuestra vida todo va bien, cuando estamos sanos y fuertes, y cuando nos atrapa la ilusión de que somos casi indestructibles y dueños absolutos de nuestro destino.

Con el paso de los años se afianza en mi cada vez más la creencia, de que por pura Gracia y Misericordia, Dios en su majestuoso plan para la salvación individual de las almas, le habría asignado a la enfermedad, la prodigiosa capacidad de hacer aflorar al alma de las profundidades del cuerpo, y de ponerla en primer plano del interés y de la atención de la persona que está enferma.

Ésta hipótesis la sostengo con una experiencia personal vivida en mi familia, la incurable enfermedad de mi padre:
Mi padre quién fue médico cirujano, a la edad de 52 años y en pleno auge de su carrera profesional se enfermó de un cáncer muy agresivo, cuyo padecimiento soportó con coraje y paciencia durante más de 2 años. Así como sucede muy frecuentemente entre médicos y científicos, mi padre era un escéptico de la religión y no creía en Dios. Cuando su enfermedad estaba ya bastante avanzada, un dichoso día le pidió a mi madre que llamara a un sacerdote amigo de la familia. Ya casi sin poder hablar y con la ayuda de un estetoscopio, se confesó y el sacerdote le pudo proporcionar la asistencia espiritual requerida.

El padecimiento de la enfermedad desempeña und doble papel en nuestra vida espiritual: el de tutor implacable, que nos obliga a tomar conciencia de sí mismos, y el de riguroso domador del orgullo y la vanidad. Por experiencia sabemos muy bien, que una grave enfermedad logra convertir al individuo más valiente, fuerte y presumido en un pequeño niño indefenso y sumiso. Esta transformación que se da en la conciencia del paciente sufrido, me hace asociarla con lo que una vez dijo Jesús : « De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos ». Mateo 18, 3

¿No será que el sufrimiento generado por la enfermedad, pueda ser utlizado por Dios como un mecanismo divino que nos ayuda hacernos como niños, recuperando asi la requerida sencillez de corazón y la actidud natural de fe, para poder acercanos a Dios con confianza y humildad?  Valdría la pena que meditáramos sobre ésto. La Gracia y la misericordia de Dios para con la humanidad son infinitas.

Eso además, es una clara manifestación más de la universalidad del amor y de la justicia de Dios, ya que la enfermedad y el sufrimiento que causa, son de carácter universal. Todos los seres humanos sin excepción y sin distinción alguna, son suceptibles de padecer enfermedades durante su vida.
«Nacer aquí y en cuerpo mortal es ya comenzar a padecer algun mal», dijo San Agustín.

«Señor, he aquí el que amas está enfermo.» Juan 11: 3
Con éste respetuoso y revelador ruego, María la hermana de Lázaro, le mandó a decir a Jesús que Lázaro, su querido amigo, estaba gravemente enfermo y le pidió que hiciera algo por él. A pesar de que Jesúcristo quería mucho a Lázaro, el joven murió a los pocos dias después y cuando Jesús finalmente llegó a la casa de Lázaro, ya tenía varias horas de haber muerto.

El relato de la enfermedad y muerte de Lázaro en la Biblia nos revela claramente, que el propósito divino del sufrimiento no tiene nada que ver con enemistad o mala voluntad por parte de Dios, lo cual refuta la idea de castigo y penitencia por haber pecado, que los antiguos israelitas le atribuyeron a la enfermedad. La aflicción que causa la enfermedad es una prueba y también una llamada al testimonio, tanto para el que la padece como para las personas que acompañan al enfermo y se hacen partícipes del sufrimiento ajeno.

Cuando un enfermo reconoce su nuevo estado de salud, diciendo: „siento que algo esta mal en mi cuerpo que me causa dolores “ eso pone en evidencia el hecho de que en la persona enferma tiene que haber otro alguien que no esta enfermo, un alguien que le permite reconocer, estar consciente de su enfermedad y afirmar que es suya. El cuerpo y la mente es la dimensión del individuo que se enferma y no el alma. Ese alguien es el alma o la conciencia, quién le asigna al enfermo su condición de doliente o sujeto del padecimiento.