Cuando estoy con mi nieto, me siento más cerca de Dios

«Algunas personas le presentaban los niños para que los tocara, pero los discípulos les reprendían. Jesús, al ver esto, se indignó y les dijo: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos.» Marcos 10, 13-16

Mi primer nieto va a cumplir el próximo mes de septiembre apenas dos años de edad. La experiencia de ser abuelo por primera vez, de poder cargar al nieto recién nacido en los brazos, y después, de tener la oportunidad de verlo crecer y compartir con él un día a la semana; ha sido para mí un acontecimiento tan prodigioso, que lo considero un verdadero privilegio. Ciertamente, todos los abuelos y abuelas han vivido también con sus respectivos nietos experiencias de amor maravillosas y muchos momentos tiernos, que les son inolvidables. Sin embargo, deseo darles a conocer lo que me ha movido a calificar mis viviencias de abuelo como un privilegio.

El primer cambio imperceptible que uno como abuelo tiene que reconocer, es el que ha sucedido en nuestro estado anímico como personas mayores, que misteriosamente nos capacita percibir a nuestros nietos con una mayor profundidad, como si estuvieramos apreciando algo más en ellos, algo como un brillo que sale de su interior y que nos cautiva atrayendo nuestra atención. Algo que cuando joven no fui capaz de apreciar ni de sentir con mis propios hijos, cuando estaban pequeños.

Para mí, ese brillo natural que poseen e irradian todos los niños no es más que el amor puro y candoroso que es manifestado por su alma vigorosa, y al cual yo le he puesto el nombre de brillo de amor. La enorme capacidad que poseen los niños pequeños de amar espiritualmente y sin condiciones, es precísamente lo que les hace transmitir a los demás ese encanto y esa ternura irresistibles que los caracterizan.

Estoy plenamente de acuerdo con la opinión del místico español Juan de la Cruz cuando al referirse a las huellas de Dios en este mundo, escribió la siguiente frase: „El alma, hecha a imagen y semejanza de Dios, es la mejor huella que Dios dejó de sí en la creación”.

Jesucristo nos lo reveló y lo enseñó en la memorable escena con los niños, en que Él les dice a sus discípulos: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos.»

En nuestros tiernos y cariñosos hijos o nietos pequeños, tenemos los adultos el grandioso privilegio de contemplar y percibir en plena acción y durante el brevísimo período de la infancia, cómo las cualidades espirituales invisibles del alma divina se hacen visibles. Sólo hace falta en primer lugar, creer que éllas existen teniendo siempre presente que el cuerpo las esconde, y en segundo lugar, desear verlas conscientemente mediante la observación atenta y cuidadosa de todo lo que hacen y dicen los niños.

Tanto la historia de los tres Reyes magos que vinieron del Oriente para adorar al recien nacido Niño-Dios, como también ese acto insólito y hasta revolucionario de Jesús, de elevar al niño al primer plano y de ponerlo como ejemplo para los adultos, marcaron el inicio de un proceso de cambio en el concepto tradicional sobre la infancia y de su nuevo significado religioso.

A partir de la edad media comienzan a aparecer en el arte de la pintura, la representación de niños pequeños como ángeles y el niño Jesús o el Niño-Dios, en murales de iglesias y en cuadros con motivos religiosos. El alma pura, amorosa y vigorosa de los niños es lo que los hacen semejantes los ángeles de Dios, pero los pintores como no podían pintar algo invisible como es el alma, tuvieron que materializarla por medio de la figura de sus cuerpecitos.

Después de haberles dado esta explicación personal, espero que ahora comprendan mejor, por qué cuando estoy con mi nieto, me siento más cerca de Dios.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *