El Evangelio nos enseña a vivir y a morir con metas eternas

El anhelo de ser inmortal no es una simple ilusión ni mucho menos un sueño pueril, por el contrario, es el deseo natural y legítimo del ser humano de que su existencia no finalize en la nada, sino que pueda continuar viviendo una vida mejor y para siempre, después de la muerte inevitable y necesaria de su cuerpo.

Fueron muchos los antiguos emperadores, faraones y reyes de diferentes civilizaciones, quienes motivados por su anhelo de inmortalidad, dejaron para la posteridad estatuas y monumentos de piedra con su imagen, con el fin de perpetuar su gloria personal, los cuales han servido de mudos testimonios de ese deseo profundo y universal que sentimos todos los seres humanos de todas las épocas.

Ese anhelo natural de inmortalidad se origina y surge espontáneamente de nuestra alma divina e inmortal, por lo general en ciertas ocasiones cuando pensamos en la muerte inexorable que nos espera, cuando nos enfermamos de gravedad o enfrentamos una situación de peligro de muerte, y finalmente, en la ancianidad. La Buena Nueva de nuestro Señor Jesucristo revelada a la Humanidad sobre la realidad de la Vida Eterna y la existencia del Reino de los Cielos, no solo sirvió como testimonio de esa verdad de Dios anunciada al mundo por Jesús mismo, sino también sirvió como divina comprobación de que poseemos un alma y además, como justificación del por qué y para qué, los hombres y la mujeres sentimos ese anhelo de vivir eternamente.

Cuando por la Gracia de Dios, un individuo alcanza creer firmemente en Jesucristo y en el testimonio que dió con su vida y enseñazas, es en ese momento en que el anhelo  de inmortalidad se convierte en una necesidad vital, haciéndose el deseo más firme y más consciente. El simple hecho de sentir esa necesidad es para esa persona la confirmación irrebatible de que posee un alma divina y que toma conciencia de ello.

Una vez que se haya dado el acto de fe en Dios en la conciencia del creyente, o bien el salto de fe –„de la plena inseguridad humana a la plena seguridad de lo divino“ como lo describió el teólogo danés Kierkegaard-, es cuando el cristiano  comienza a aceptar su alma como algo real, es decir, a identificarse con su alma inmortal.

Dios creó a todos los seres humanos con un cuerpo mortal y un alma divina e inmortal, que es justamente de donde brota ese deseo de vivir para siempre con Dios.

El rey David en sus salmos logra expresar de modo magistral el anhelo de inmortalidad que llegó a sentir en algunas ocasiones:

„Como el ciervo anhela las corrientes de agua, así suspira por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente;„ Salmo 42, 1-2.

Todos sabemos que la necesidad es la falta de algo, y es ésta conmovedora súplica de David que nos evidencia claramente, su formidable fe en Dios y el gran afecto con que él se identificaba con su propia alma.

Si tú amigo lector, por la maravillosa Gracia de Dios, llegaras a sentir ese deseo de ser inmortal, te ruego que acudas a Dios con gratitud y le abras tu corazón, para que el Espíritu Santo te guíe a dar el paso inicial de fe que necesitas para creer en Jesús y en su Evangelio. Cuando llegues a creer y aceptar con pleno convencimiento que tu propia alma es ciertamente una realidad espiritual, serás capaz entonces de identificarte de forma consciente con ella y con dos de sus divinos atributos más relevantes como son: ser la huella que Dios dejó de sí en nosotros y la inmortalidad. Cuando reconozcas el alma como tu propio ser, ese reconocimiento supone conocerte a tí mismo, y a partir de allí, poder elevarte a Dios.

El mismo Jesús dió a entender muy claramente que el espíritu (el alma) es el que da vida al cuerpo y que el alma es inmortal, cuando dijo:

« El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. » Juan 6, 63

« Y no temáis á los que matan el cuerpo, mas al alma no pueden matar: temed antes á aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno. » Mateo 10, 28

En los cuatro evangelios del nuevo testamento, Jesús siempre mantuvo la perspectiva eterna al transmitir sus mensajes y al dar sus enseñanzas sobre el Reino de los Cielos, es decir, sobre la meta eterna por excelencia. Sin embargo, para poder captar y percatarse del sentido eterno y alcance trascendental de las palabras de Jesucristo en la lectura del evangelio, es indispensable que el lector crea plenamente en la promesa del Reino de los Cielos, y por consiguiente, que lo acepte como la grandiosa realidad indiscutible de la fe cristiana desde hace más de 2’000 años!

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